Ilustración de Antonio Saura
Hoy se celebra el día del libro. De Sant Jordi, o sea del libro y de la rosa. El día en que Juan Marsé recibe el Cervantes. El autor de Últimas tardes con Teresa ha hablado de la imaginación y de la memoria (Antonio Lobo Antunes ha dicho que la imaginación es memoria fermentada, creo que es la definición perfecta), y del Quijote. Tuve mucha suerte con el Quijote.
A los diez años ya había leído La isla del tesoro, el Lazarillo de Tormes, Los piratas de la Malasia, Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino. Debo hacer una precisión, cuando digo que las leí quiero decir que las leí en ediciones íntegras, no en ediciones "infantiles" resumidas. Supongo que a mis padres ni se les ocurrió. No fueron los únicos libros que leí hasta los diez años pero sí aquéllos que me convencieron definitivamente de que entre las páginas de un libro se encontraba una promesa de la felicidad. Entonces le pregunté a mi padre cuál era el mejor libro del mundo. Mi padre pensó durante un rato, le dio una calada al ducados, soltó el humo por la nariz, pensó un poco más y me dijo que el mejor libro del mundo era el Quijote. Mi padre me había recomendado Ivanhoe, Pasión de los fuertes, Robín de los bosques, El prisionero de Zenda, y me había advertido que si realmente quería ver películas de Tarzán, las de Johnny Weismüller eran las mejores. Yo había comprobado que mi padre tenía razón punto por punto: todas esas películas me encantaron. Así que no lo dejé en paz hasta que me compró el Quijote, bueno, en realidad, me lo echaron los Reyes Magos. Eso sí, lo dicho, una edición íntegra.
Seguramente mi padre se arrepintió más de una vez por haberme cumplido el gusto, por haber hablado más de la cuenta: ¿quién le mandó hablarme del Quijote? La cabecera de mi cama estaba separada por una pared de la cabecera de la cama de mis padres. Cada noche leía el Quijote hasta que el sueño me vencía. Pero yo resistía mucho, tanto me gustaba aquel libro maravilloso. Gustar es una palabra limitada para hablar de lo que el Quijote hacía conmigo: me moría de risa. Leí el Quijote como una novela cómica: qué otra cosa podía ser un libro cuyo héroe sale a la aventura con una palangana en la cabeza haciendo las veces de yelmo. Mi padre conducía un autobús y tenía que levantarse a las cinco de la mañana para hacer la "línea de los obreros". Mis carcajadas lo despertaban de madrugada. Lo escuchaba cuchichear con mi madre. Más de una vez temí que me prohibieran leer el Quijote de noche. Pero no, lo soportaron con estoicismo. Seguramente don Miguel de Cervantes sonreiría desde el cielo de las letras al advertir el secreto (y costoso) homenaje que un conductor de autobuses y una costurera le tributaban a una de sus criaturas. Y yo seguí desternillándome con el ingenioso hidalgo de la Mancha.
Para mí el Quijote nunca representó nada especial, es decir, algo más que un libro que me había procurado horas y horas de felicidad, noches y noches de encanto inolvidable. ¿Para qué otra cosa iba a servir un libro? Claro, llegó el bachillerato y ahí ya me obligaron a leerlo, resumirlo, comentarlo. Y aquel libro maravilloso perdió todas las risas que llevaba dentro. Y dejó de ser una novela cómica. Se convirtió en un clásico.
Pero los dioses que protegen el amor por los libros propiciaron un encuentro inesperado: Torrente Ballester. Gracias a él no sólo descubrí a Pessoa y a Maiakovski, también recuperé mi primera lectura del Quijote, la lectura gozosa, la felicidad de sus páginas. Unos años después leí su libro El Quijote como juego que me sigue pareciendo una de las más luminosas "lecturas" de la novela de Cervantes. Luego supe que la comicidad del Quijote había sido apreciada por Laurence Sterne. Y por Kundera. Y que Orson Welles había acertado de pleno al situar su Quijote en el presente e iniciar su película en un carnaval, o sea, en una fiesta de disfraces, incluso filmando al ingenioso hidalgo en un cine.
Es decir, supe con el tiempo que cuando tenía diez años leí muy bien el Quijote, o sea, como debe ser leído. Y muy recientemente disfruté con las páginas tiernas y cálidas que Andrés Trapiello le dedica en sus diarios y en su libro Al morir don Quijote. Y a su autor en Las vidas de Miguel de Cervantes.
Cuando me llegó el momento de impartir lengua y literatura, les hablaba a los alumnos, a veces, de Cervantes y del Quijote. Pero nunca nunca se me ocurrió obligarles a leerlo. Es un libro tan maravilloso que merece el destino del encuentro inesperado, del azar feliz, del goce gratuito.
El Quijote es una obra tan humana que nació con el don de la risa.
En un día tan especial es bonito tener recuerdos tan entrañables.
ResponderEliminarEl gusto por la letura es puro descubrimiento,disfrute...esas noches,esas tardes de sieta,ese libro...el momento que cuando llega te atrapa.
Gracia
Mañana hará 24 años que murió mi padre,el hombre que más quise hasta conocerte a ti y tener a mi hijo.
ResponderEliminarPapá era, como sabes un fan (de fanático) del "Quijote".
Cuando mi hermana y yo eramos pequeñas, nos leía capítulos en la cama (en lugar de los típicos cuentos para niños), sobre todo, nos gustaban las historias más escatológicas y el personaje de Sancho.
Siempre me gustará "el Quijote".
Siempre recordaré a mi padre.