19/4/09

La espigadora


Cuando yo nací, Agnes Varda ya había hecho una película. El año pasado, con ochenta años, estrenó Les plages d'Agnes (2008), una suerte de memorias filmadas. ¡Qué ganas tengo de verla! Si me abren, encontrarán una playa, confesó la cineasta en esas memorias, su última película. Lleva cincuenta y cinco años haciendo cine.




Con más de setenta años se puso tras la cámara para rodar Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000). Un documental. O un diario filmado. O un ensayo fílmico. Bastaría quizá con decir que estamos ante una hermosa película.




Cuando se estrenó en Francia, la vieron más de cien mil espectadores en dos semanas. Cómo no envidiar un país así. Cómo no iba a traer a esta escuela una maestra con tantos trienios. La película de la dama de la nouvelle vague. O de la madre. O de la abuela. De todas las maneras se han referido a Agnes Varda, una cineasta que ama los gatos, como su amigo Chris Marker, y convirtió uno de ellos en el emblema de su productora Ciné-Tamaris.




Los espigadores y la espigadora emerge de una imagen, de un motivo visual, contenido en el cuadro de Millet y se despliega en el filme bajo la forma de una exploración del gesto (de espigar) y de su significado a través del diálogo entre el realismo pictórico y el realismo fílmico, entre la mano de los espigadores y la mano de la (cineasta) espigadora, y de una reflexión sobre el paso del tiempo que deviene una iluminación sobre el presente. Agnes Varda se echa al camino por las tierras de Francia para rastrear espigadores y descubrir los trazos de una civilización, los rastrojos de un imaginario, pero también para redescubrir (y reencontrar) los orígenes del acto de filmar. La cineasta espiga con la cámara el tiempo que huye (y lo que el tiempo se lleva), y por eso filma su otra mano en cuyas arrugas advierte la huella de una muerte presentida en las formas de un animal agazapado y desconocido. Y así las imágenes palpitan en la contigüidad de un viaje por las carreteras y de un viaje por las rutas de la identidad. Los espigadores y la espigadora es una road movie por los caminos de lo visible.




En uno de los primeros encuentros de Agnes Varda, una mujer se refiere a la tarea de espigar como “el espíritu de antaño” y recuerda las palabras de su madre: “acaba de espigar para no desperdiciar”. Unas palabras que registran la huella de un mundo, de una forma de habitar, y señalan el síntoma de un modo de producción caracterizado por la opulencia, la dictadura del consumo y el despilfarro que revela el discurso de un “espigador” que lleva diez años alimentándose de lo que recoge en los cubos de basura y denuncia que hasta los pobres tiran comida, y la recupera por cuestiones éticas. En escenas puntuales, el “rap de lo que se tira” pone banda sonora a la contestación okupa a este estado de cosas que constituye una de las hebras del tejido temático de Los espigadores y la espigadora.

Agnes Varda cuenta que la película nació por el azar de una asociación repentina y feliz. Había ido al mercado y se quedó a tomar un café en un bar cercano. Eran las dos de la tarde. Los vendedores recogían la cajas de fruta y hortalizas que no se habían vendido, y se la llevaban en sus camiones. Antes de que llegaran los barrenderos a limpiar el mercado, la cineasta observó a gente que venía a recoger lo que los vendedores habían dejado atrás: manzanas, lechugas, tomates, perejil, apio, cebollas… Agnes Varda reparó en el gesto de los que recogían lo que había quedado tirado, cómo doblaban la cintura y cómo la mano apresaba la fruta o la hortaliza. El mismo gesto de antaño al espigar. En el encuentro azaroso de una imagen con una palabra germinó la idea del filme que acabó siendo Los espigadores y la espigadora. Un hilo temático que conecta aquella primera escena (hiperrealista) del mercado mientras Agnes tomaba café y la escena (realista) de Las espigadoras de Millet que pertenece al imaginario de la cultura francesa (y digamos que también de la cultura occidental).




La cineasta recorre Francia de Norte a Sur, el mundo rural y el mundo urbano, el interior y el litoral, documentando el aquel de espigar hoy en día, a aquéllos que viven de lo que se tira, de lo que tiramos. ¿Y en qué se afanan los espigadores a la puertas del siglo XXI? Ya no el trigo o el maíz, ahí las máquinas no dan opción para rebuscar entre los rastrojos. Pero sí patatas. Los hipermercados sólo ponen a la venta tubérculos de entre 45 y 75 mm, así que los agricultores tiran con las que no se ajustan a las medidas estándar: 25 toneladas de patatas por temporada, y las que no recogen los espigadores acaban pudriéndose. Mientras rueda con los espigadores, Agnes encuentra una patata con forma de corazón y siente que lo real le trasmitía un mensaje que encerraba lo que iba a ser (el corazón) de la película. La cineasta no ha parado de recibir patatas en forma de corazón de los espectadores desde que se estrenó la película.

El gesto de espigar sigue siendo el mismo que Millet pintó, pero ahora la mayoría son espigadores, y se espiga en soledad, ya no en compañía (en comunidad) como aún se hacía, por ejemplo, en los años de escasez de la posguerra. Agnes filma a los espigadores solitarios y comenta con humor e ironía el retrato resultante de un país rico, de una sociedad de la abundancia, que despilfarra sin tasa (y sin reparos, o sea, sin reparar en el acto de tirar). A la cineasta criada en otro tiempo, educada en valores de otro mundo, ese despilfarro le llama la atención. Le da que pensar. Los espigadores y la espigadora es una reflexión política que deriva del encuentro de Agnes con unos personajes en el aquel de espigar y racimar. Que como le aclara una mujer no es lo mismo. Se racima lo que baja (frutos como las manzanas o las uvas) y se espiga lo que sube (el grano).




Y la cineasta encuentra a una diversidad de gentes que espigan y raciman por las más diversas razones. Por necesidad, como los gitanos o los parados, que espigan en los campos –tomates, manzanas, uvas- o en el litoral –ostras- o en los contenedores de basura de los hipermercados –lo que ha cumplido la fecha de caducidad- o de las ciudades. Pero también aquéllos –como un chef prestigioso- que buscan sabores que ya no se encuentran en los frutos o en las hierbas que se comercializan. O aquel biólogo vegetariano que imparte clases nocturnas de francés a inmigrantes subsaharianos y se alimenta de fruta y verduras que encuentra en los mercados antes de que pasen los barrenderos, un encuentro que cautivó especialmente a la cineasta. O los que espigan simplemente por el placer o la felicidad que representa probar un higo, como hace la propia Agnes, que comenta: Impedir que se racime es una falta de amabilidad. Es esa ternura no exenta de guasa la que impide que el discurso político subyacente se convierta en un sermón. Y también encuentra a los que han convertido la recuperación de los objetos se tiran en materia prima de sus esculturas o de sus cuadros, objetos vividos (y desechados) a los que el artista concede una segunda oportunidad, una nueva vida, Y echa mano la cineasta de la legislación a propósito del espigar que se remonta al siglo XVI y un abogado con toga y todo, en medio de un tomatal recién cosechado –las máquinas no pueden recoger los tomates que están cerca del suelo-, lee el código penal donde se especifica que se puede espigar después de la salida del sol y antes de ponerse el sol y cuando la cosecha ya ha sido retirada.




La voz de la cineasta puntea el viaje en busca de sus espigadores, pero espigadora ella misma no puede evitar espigar las imágenes, impresiones y emociones para las que no existe legislación, pero que encuentran también su acepción en el diccionario, porque también se dice espigar a propósito de las cosas del espíritu. Y así, la espigadora entra en el filme para enhebrar su presencia con la de los espigadores. Como en esa escena bellísima en que Agnes filma la propia mana arrugada junto con reproducciones de autorretratos de Rembrandt que ha traído de un viaje a Japón.





O aquélla en que la cineasta filma su otra mano en el aquel de atrapar imágenes como los espigadores recogen almendras o membrillos, en el aquel de atrapar las formas que el tiempo ha cosechado para ella, y así vuelve a ser la niña Agnes que atrapaba camiones con la mano pequeñita mientras iba en coche con sus padres. Ese gesto que probablemente germinó en la vocación de fotógrafa y más tarde de cineasta y que en Los espigadores y la espigadora, trascendiendo el género documental, cobra la forma de diario filmado y/o de cine-ensayo en el que también podemos rastrear la huella de otros filmes suyos como Cleo de 5 a 7 (1961), Sin techo ni ley (1985) o Jacquot de Nantes (1991). Y los orígenes del cine en los viñedos que fueron propiedad de Etienne-Jules Marey, donde "el ancestro absoluto de los cineastas", como lo llama Agnes, hizo sus experimentos de cronofotografía, es decir, de la descomposición de la imagen en movimiento, mediante un dispositivo de filmación que bautizó como fusil cronofotográfico. Porque de la huella del tiempo y de su registro fílmico habla también la película.

Lo que más me gusta es ver en lo real lo que no es real, encontrar en lo real la belleza inesperada, el milagro de lo real, confiesa Agnes Varda que se recuerda cada vez que empieza una película que su primer ayudante es el azar. Lo esencial viene de lo que no sabemos a ciencia cierta. En todos los documentales de Agnes Varda, sea cual sea el tema, hallamos la vena subjetiva en la que advertimos la huella de sí misma. Es decir, el trazo que convierte a un documental en cine, y que permite al espectador acceder, no ya a una información estructurada, sino a una sensibilidad aprehendida (o adherida) en la materia fílmica. Una sensibilidad que nos reclama y que nos trabaja. En definitiva, la cineasta se compromete íntimamente con lo que filma y nos lo muestra con la delicadeza y la alegría de una artista vieja y sabia.




No sé si Agnes Varda a sus casi ochenta y un años hará una nueva película. Desde luego, Los espigadores y la espigadora representa una síntesis de su cine y una invitación a su descubrimiento. Ha dicho alguna vez que se alegra de que ella y sus colegas de la nouvelle vague como Godard, Rohmer y Chabrol tengan la suerte de ser viejos y no hacer un cine viejo.

Cuanto más envejezco más me fascina la belleza de las cosas modestas, ha confesado la cineasta. Montaigne nos recordó que la costumbre nos arrebata el verdadero rostro de las cosas. Quizá la fotógrafa que Agnes Varda lleva dentro la haya habituado a mirar allí donde la rutina ha borrado los contornos de la imagen modesta y reveladora, y así encuentra en un pequeño gesto la matriz de un discurso fílmico (y político) que dibuja el rostro del tiempo que vivimos. El gesto de la mano de la espigadora.

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