15/4/09

El presente

Para contar una buena historia resulta imprescindible encontrar un lugar desde el que mirar, que polarice el prisma visual y concentre la atención. Un lugar que es una imagen que congela un momento en el curso del tiempo y cifra un misterio a desvelar. Una imagen que es la piedra angular de una construcción desplegada en el tiempo y destinada a sostener una escritura cuya función alquímica constituye una suerte de revelación. Para desvelar en el curso del tiempo ese misterio de la imagen sobre la que ponemos el foco necesitamos encontrar las notas de un acorde, de una melodía, que dibuje una figura dotada de sentido. Una figura que cifra una imagen que es a la vez una piedra angular y una mirada. Física, geometría y música contribuyen al arte de la narración. Lo demás lo pone el instinto y la pulsión (obsesiva) por contar.


Javier Cercas

Estoy hablando de Javier Cercas y de su Anatomía de un instante. Es una buena historia sobre un episodio de la Historia que todos conocemos pero que leemos como si nos lo contaran por primera vez. Y eso es posible porque sin ser una invención es una obra de la imaginación, sin ser una novela es una obra de carpintería dramática y sin ser una ficción es una obra que contiene una imagen enigmática, un juego de simetrías y correspondencias, y una composición de rimas y paralelismos que iluminan un momento dilatado en el tiempo. Física, geometría y música, como en la mejor de las novelas.

Esa imagen congelada es la del 23-F. Una imagen de la televisión. Una imagen gastada por los años. Como una cinta de vídeo pasada una y otra vez. Una imagen tan lavada que parece irreal, tal es su acuidad. La imagen en la que Javier Cercas bucea para encontrar los trazos de una figura que dote de sentido a un gesto, que desentrañe una actitud y que ilumine un momento decisivo. La imagen de tres hombres que cuando silbaban las balas a su alrededor no se tiraron al suelo, que mantuvieron el tipo, el gesto.

Es verdad: la historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción, igual que si persiguiera con ese designio formal dotarse de un sentido que por sí misma no posee. La historia del golpe del 23 de febrero abunda en ellas: las fabrican los hechos y los hombres, los vivos y los muertos, el presente y el pasado…

Si Anatomía de un instante es una obra literaria pero no una novela, es porque Javier Cercas supo encontrar en los hechos históricos aquellos ingredientes que convierten una historia en un gran relato. Dicho de otro modo, supo encontrar la forma de contar los episodios sabidos como no se habían contado nunca, es decir, aplicando el instinto, la obsesión y las herramientas de un escritor, o sea, dando cuerpo a un relato con la música de la escritura y dotando de carne a la complejidad de unos personajes reales, cuyos gestos –casi idéntico gesto los tres- constituye un misterio indescifrable por definición. Ése es el reto del escritor materializado en Anatomía de un instante.

Eran tres traidores; quiero decir: para tantos a quienes debían lealtad por familia, por clase social, por creencias, por ideas, por vocación, por historia, por intereses, por simple gratitud, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo eran tres traidores. No sólo lo eran para ellos; lo fueron para muchos más, en cierto sentido lo son objetivamente: Santiago Carrillo traicionó los ideales del comunismo minando su ideología revolucionaria (…) y traicionó cuarenta años de lucha antifranquista declinando hacer justicia con los responsables y cómplices de la injusticia franquista (…); Gutiérrez Mellado traicionó a Franco, traicionó al ejército de Franco, traicionó al ejército de la Victoria y a su utopía radiante de orden, fraternidad y armonía regulada por toques de ordenanza bajo el imperio radiante de Dios; Suárez fue el peor, el traidor total, porque su traición hizo posible la traición de los demás: traicionó al partido único fascista en el que había crecido y al que debía cuanto era, traicionó los principios políticos que había jurado defender, traicionó a los jerarcas y magnates franquistas que confiaron en él para prolongar el franquismo y traicionó a los militares con sus veladas promesas de frenar la Antiespaña.

No es de extrañar que el personaje de Suárez –en tanto que político puro, en tanto que histrión, en tanto que buscavidas- resulte imposible definirlo de otro modo sino como personaje, y que adquiera a través de la escritura de Javier Cercas resonancias novelescas –un Julian Sorel- o novelescas y cinematográficas –el general De la Rovere-. No es de extrañar el rendimiento narrativo que provoca la oposición de la tríada de los traidores con la tríada de los golpistas –Armada, Miláns y Tejero-, esquivando siempre cualquier tentación simplificadora, eligiendo siempre la línea de mayor resistencia, ésa que deriva de la búsqueda de la complejidad, de la iluminación de una realidad poliédrica; pero sin evitar la visión del vacío o de la porosidad del yo que constituye a quien vive en un escenario caníbal como la política. Tampoco es de extrañar, en definitiva, la exploración genuina de las maniobras de un monarca aterrorizado ante la posibilidad de perder la corona.



Cómo no percibir, en fin, que Anatomía de un instante deviene una iluminación personal de su propio autor, un diálogo con su propio pasado, una conjura de los fantasmas que se arrastran por los rincones de la memoria.

Aquel lunes 23 de febrero de 1981 acabábamos de traer a nuestro hijo recién nacido del hospital. Se quejaba, lloraba, quizá gases, un trastorno pasajero. Yo era concejal en el ayuntamiento de Tui. Un concejal rojo. Por la tarde llegó a casa –se había ido llenando de gente, amigos, familiares para ver a la criatura- un amigo con la noticia de que un comando de ETA había asaltado el Congreso. Luego pusimos la radio y nos enteramos de que no se trataba de un comando de ETA sino de Tejero y compañía. En ese momento empecé a preocuparme de verdad. Salí a llamar por teléfono. Ya era de noche. A cincuenta metros de casa había un jeep de la Guardia Civil. En un bar cercano llamé al ayuntamiento. Nadie contestaba. Hice tiempo, en la televisión del bar sonaba música militar. Volví a llamar, nada. En Tui, no se constituyó la Junta de Defensa. Iluso de mí. Volví a casa. El jeep de la Guardia Civil no se había movido del sitio. Se me pasó por la cabeza que debíamos coger a nuestro hijo y cruzar la frontera. Pero no lo hicimos. Nos quedamos. Con nuestro hijo pasando “de colo en colo”, hasta que una prima con una maña especial consiguió que se calmara y dejara de llorar. A esas alturas ya había hablado el rey, pero no había logrado tranquilizarme, casi todo lo contrario: ¿qué militar golpista podría volverse atrás ante la voz tan poco marcial del monarca? En fin. Nunca me libré de la idea de que aquella noche cometí una grave irresponsabilidad por no haber cruzado la frontera. Menos mal que al final todo se resolvió. ¿Qué se resolvió? ¿Realmente se resolvió? ¿Había algo que resolver? Todos nos quedamos en casa. Esperando. Como si tampoco nos fuera mucho en eso. Pero yo estaba convencido que tenía las horas contadas. O había muchas posibilidades de que las tuviera. A partir de aquel día comenzó mi retirada: desde luego yo no tenía madera de militante, un flojo bolchevique era yo, estaba visto que yo no estaba hecho para la política.

Anatomía de un instante de Javier Cercas es un espejo para contemplar por el retrovisor un momento decisivo, pero no del pasado, sino del presente.


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