26/4/09
Siempre hay algo que escuchar
La primera vez que vi una fotografía de Samuel Beckett debía tener catorce o quince años. Le habían concedido el Premio Nobel de Literatura de 1969 y su imagen aparecía en los periódicos y revistas. Lo primero que leí de Beckett fue Textos para nada en los Cuadernos Marginales nº 22 de Tusquets en 1971. Me lo regalé por mi cumpleaños, la obra de Beckett databa precisamente del año en que nací, 1955. El desconcierto, la perplejidad y la extrañeza asediaron mi primera experiencia con Beckett. Representó algo así como el primer encuentro con lo indescifrable negro sobre blanco. Pero también con lo misteriosamente magnético:
Sí, he sido mi padre y he sido mi hijo, me he planteado preguntas y las he constestado lo mejor que pude, me he hecho repetir, noche tras noche, la misma historia, que me sabía de memoria sin poder creerla, o nos íbamos, cogidos de la mano, mudos, sumergidos en nuestros mundos, cada uno en sus mundos, con las manos olvidadas, una en la otra. Así he sobrevivido, hasta el presente. Y aún esta noche parace que todo marcha bien, estoy en mis brazos, me sostengo entre mis brazos, sin mucha ternura, pero fielmente, fielmente. Durmamos, como bajo aquella lejana lámpara, embrillados, por haber hablado tanto, escuchado tanto, penado tanto, jugado tanto.
Y a veces le entraba una risa incontenible a uno con otros textos, como cuando llegaba al final de El expulsado con aquello de El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. La primera vez con Beckett lo único que entendí de verdad fue su rostro. La fotografía de Beckett era pura elocuencia. Yo quería tener ese rostro cuando tuviera sesenta años.
Mucho después leí en Otro modo de contar la confesión del fotógrafo Jean Mohr que compuso el libro con John Berger: ...no pude aceptar mi propia apariencia física durante años. Solía soñar con parecerme a Samuel Beckett. (Tener un perfil como el suyo tal vez implicaría también otra forma de vida). Me hice una serie de autorretratos y cada vez "disfrazaba" mi rostro porque lo rechazaba totalmente. (...) Algunos años después, durante un seminario que yo dirigía sobre fotografía, se decidió que cada uno de nosotros hiciera una fotografía -retrato- a cada uno de los otros. Cuando me llegó el turno para posar, uno de los estudiantes observó casulamente: "Bajo esta luz, tu cara me recuerda un poco a Samuel Beckett". Yo no tuve esa suerte, nadie nunca me dijo que me parecía a Samuel Beckett, claro que tampoco hice tantos ejercicios como Jean Mohr. Lástima. Quizá me perdí otra vida que se escondía detrás de un perfil. El destino.
Beckett escribió unas 15.000 cartas entre 1929, cuando tenía 23 años, hasta su muerte en 1989. La Cambridge University Press planea publicar dos mil quinientas completas y extraer notas de otras cinco mil, en cuatro volúmenes; el primero, de casi ochocientas páginas, acaba de editarse con la correspondencia de 1929 a 1940. En una de esas cartas, de mayo de 1935, aseguraba que estaba leyendo sobre cine y quería trasladarse a Moscú para estudiar son Sergei Eisenstein. A Beckett le encantaba el cine cómico -Charlot, Buster Keaton, el Gordo y el Flaco- y se convirtió en un fan rendido de los hermanos Marx. En 1936 le escribe a Eisenstein y Pudovkin expresándoles su disponibilidad como aprendiz. Parece ser que la carta no llegó a su destino. Otra vez el destino.
Pero su aventura cinematográfica no había acabado. Casi treinta años después escribió un guión titulado Film (publicado en los Cuadernos Ínfimos, nº 61, de Tusquets en traducción de Jenaro Talens, y más recientemente en Fábula), basado en una idea del filósofo y obispo irlandés Berkeley -ser es ser percibido, así empieza la película-, una idea que halla resonancias en los textos de Sartre sobre la mirada -somos aquél que los otros miran, somos para los otros-. Unos de los tutores de Beckett en el Trinity College de Dublín entre 1923 y 1927, A. A. Luce, era un estudioso de la obra de Berkeley.
Beckett escribió el texto en 1963 y la película se rodó en el mes de julio de 1964 en un apartamento de Nueva York. Alan Schneider, que había estrenado sus piezas teatrales en América, se encargó de dirigirla y Boris Kaufman -el hermano de Dziga Vertov y director de fotografía de las películas de Jean Vigo, y de La ley de silencio y Esplendor en la hierba de Kazan- se ocupó de la cámara, uno de los personajes del filme. Film cuenta la historia de O (objeto) perseguido por E (eye, ojo) y habla de la imposibilidad de no ser percibido, es decir, de la imposibilidad de no ser.
El papel de E lo interpreta un Buster Keaton que a esas alturas se encontraba en la ruina total -como siempre- y se prestó a encarnar un personaje que no entendía -y que seguramente ésta vez ni se tomó el trabajo de entender-. Seis años antes, Buster Keaton había rechazado interpretar al Lucky de Esperando a Godot en un teatro del Greenwich Village, una obra que consideraba ininteligible, un galimatías. Joe E. Brown -el inolvidable Osgood Fielding III de Con faldas y a lo loco de Wilder, el que pronuncia la memorable frase, Nadie es perfecto, que cierra la película- ocupó su lugar en el papel de Lucky.
Se barajaron otros nombres, Charles Chaplin y Zero Mostel, pero nadie podría dar cuerpo a E como Keaton. Sólo por él, estoy convencido, Beckett accedió a viajar a Nueva York y supervisar el rodaje del Film. Y nos dejó un retrato de Keaton:
Tenía cara de póquer y mente de póquer. Dudo que jamás leyera el guión de la película y nunca sabré si le gustó o no. Pero quería hacerla y fue muy competente. Siempre iba acompañado de una chica joven, su mujer, que al parecer lo había apartado del alcoholismo. Era muy difícil mantener una conversación con él. Siempre estaba ausente.
Mirada y silencio son las herramientas de dos genios de la comicidad del siglo, del humor y del malhumor del siglo XX, en una película irrepetible y loca. Hay que estar muy loco para meterse en un apartamento de Nueva York en pleno julio y dejarse abrasar por los focos para rodar una película casi secreta de 22 minutos. ¡Sssh!, se rueda.
Dicen que Beckett podía estar con alguien y marcharse una o dos horas después sin haber pronunciado una palabra. En algún lugar cuenta Augusto Monterroso algo parecido a propósito de Juan Rulfo. Como Beckett también Rulfo eligió las cenizas del silencio y se dedicó a suprimir frases de su ya reducida (esencial e imprescindible) obra.
Hay un librito de apenas ochenta páginas -Encuentros con Samuel Beckett- de Charles Juliet que nos muestra un Beckett silencioso y elocuente a un tiempo, un retrato en el curso del tiempo. Los encuentros tienen lugar en 1968, 1973, 1975 y 1977, y quién sabe si este librito hubiera llegado a mis manos cuando tenía dieciséis o diecisiete años me hubiera entreabierto una rendija hacia Beckett. O quizá no, quizá los libros llegan a uno cuando los necesita, y este librito llegó cuando ya tenía las entendederas maceradas en el aquel de penetrar en esos Textos para nada, en esa palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por un mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar -son palabras de Charles Juliet. O desentrañando Esperando a Godot o Fin de partida, porque siempre quise, no sólo parecerme a Beckett, también escribir frases cortantes y puntos suspensivos quebrando monólogos con hilachas de sueños y despojos de visiones, porque allí donde a la vez tenemos oscuridad y luz, también tenemos lo inexplicable -son palabras de Beckett. Hasta descubrir que la única salida al alcance de un artista es encontrar una forma y desaparecer en ella. Una forma con la que envolver el infortunio, el deconsuelo, la pérdida, la esperanza y el acabamiento que encontramos en los textos despojados y encarnizadamente pobres de Beckett.
Lo inexplicable. Charles Juliet cuenta que en su primer encuentro Beckett se levantó, sacó de un cajón un cuaderno bastante grueso con la cubierta algo desgastada y se lo pone en las manos:
Es el manuscrito de "Esperando a Godot". Es un cuaderno con las hojas cuadriculadas, con papel de la época de la guerra, gris, áspero, de mala calidad. Las únicas páginas escritas son las de la derecha, cubiertas de una escritura difícilmente legible. Lo hojeo con emoción. En la última parte has escrito también en la izquierda, pero para leer hay que dar la vuelta al cuaderno. Efectivamente, el texto no tiene ningún retoque. Mientras yo intento descifrar algunas réplicas, él musita: -Todo ocurría entre la mano y la página.Y más adelante: La escritura me ha llevado al silencio.
Pero antes hubo una vez en Europa un Beckett antes de Godot, un Beckett antes de Beckett, podríamos decir. En los últimos años 20, Beckett ejerció de secretario o asistente de Joyce en París mientras el autor del Ulysses trabajaba en Finnegans Wake. Lucía, la hija de Joyce, se enamoró perdidamente de él, pero cuando Beckett le aclaró que sus visitas eran para ver a su padre, no a ella, Lucía Joyce se sintió morir. Desde ese momento las relaciones entre ambos escritores se interrumpieron. Una ruptura que causó un profundo dolor en Beckett. Se reconciliaron al cabo de un año. Hemingway despertó años después la antipatía de Beckett al atacar la última obra de Joyce.
En París, poco antes del comienzo de la 2ª guerra mundial, una noche, un proxeneta le ofreció a Beckett sus servicios y luego lo apuñaló. Se salvó por los pelos. Y mientras se recuperaba en el hospital inició su relación con la pianista (y tenista) Suzanne Dechevaux-Dumesnil, una historia que duraría toda la vida. Beckett bebía, fumaba y mantuvo relaciones con otras mujeres en el curso de los años, pero Suzanne siempre estuvo a su lado -y lo sostuvo en los años difíciles-, aunque con el tiempo vivieran en habitaciones separadas; murieron, ella primero, con medio año de diferencia y acabaron compartiendo la misma tumba, gris -por deseo de Beckett-, en el cemenerio de Montparnasse.
En el jucio por la agresión, Beckett le preguntó al proxeneta por qué lo había apuñalado. El tipo no fue capaz de dar una razón, apenas si consiguió esbozar una disculpa. Beckett retiró los cargos. Más que nada por evitarse molestias pero también porque el proxeneta era un tipo agradable y de buenas maneras. Se llamaba Prudent. A Beckett, sobra decirlo, no se le escapaba el ángulo cómico de todo el asunto y solía contarlo como si se tratara de una broma.
Beckett se une a la Resistencia francesa durante la ocupación alemana y más de una vez estuvo a punto de ser detenido por la Gestapo. En 1942, huye hacia el sur con su compañera Suzanne y se establecen en un pequeño pueblo del departamento de Vaucluse donde se hace pasar por campesino. Continúa militando en la Resistencia, almacena armas en el garaje de su casa y colabora con el maquis en actos de sabotaje. Fue condecorado por el gobierno por su apoyo a la Resistencia en la lucha contra los nazis. Casi nunca habló de aquellos años y cuando lo hizo se refería al asunto como "aquellas cosas de boy scout".
Entre 1946 y 1950 Beckett escribe Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El innombrable y Textos para nada. Tratándose de alguien como él, a esta fase de su vida le viene al pelo lo de frenesí. Alguien ha dicho que el olvido en Beckett representa lo que la memoria en Proust. Los añadidos interminables que Joyce diseminaba en sus manuscritos se convertirán en sustraciones sistemáticas en Beckett. Había comprendido que su camino era la pobreza, la renuncia, la liberación del conocimiento. Ésa fue su epifanía. Y para evitar la familiaridad con la propia lengua elige el camino del extrañamiento, del extrañamiento verbal, y escribirá en francés. Para él significaba elegir la lengua más pobre.
Y escribe contra la literatura, contra el estilo, contra "esa porquería de la lógica". Beckett hablaba del estilo como de "un pañuelo alrededor de un cáncer de garganta". Escribe Esperando a Godot entre octubre de 1948 y enero de 1949. Le costó publicarla. Tuvo que dedicarse a traducir para remediar los problemas económicos. Se estrenó en París, en 1953, con una puesta en escena de Roger Blin, y gran éxito de público y crítica. Fue un fracaso de público en Londres en 1955 pero tuvo buena acogida en Nueva York. Marcos Ordóñez ha señalado que Beckett entrevera como Chejov lo cómico y lo trágico, más aún, el teatro de Beckett empieza donde acaba el de Chejov. Asedian a los textos de ambos las mismas bestias infernales: la solemnidad y el disparate. En Chejov y Beckett, el tono lo es todo.
Beckett le contó a Charles Juliet que leer y escribir le resultaban actividades incompatibles, que siempre tenía algo entre manos y que a medida que trabajaba se iba reduciendo más y más. Que hasta 1946 intentó saber para estar en condiciones de poder, pero que luego se dio cuenta de que se equivocaba de camino: Posiblemente no haya sino caminos equivocados. Sin embargo hay que encontrar el camino equivocado que nos conviene.
El maestro me contó que leyó (o le contaron) alguna vez que un amigo de Beckett se moría de cáncer. Entonces el escritor lo abandonó todo y acudió junto a su amigo. Para que sus últimos días no le causaran un quebranto moral que añadir a la demolición física, le propuso hacer un jardín. Y se pusieron manos a la obra: el amigo lápiz en mano trazando el diseño del jardín con su estanque y todo, y Beckett azada en mano abriendo surcos y paleta en mano levantando los bordes del estanque. Así pasaron el último mes de vida del amigo. Quería cerrar esta entrada con una fotografía de Beckett azada en mano (o paleta en mano) -el maestro vio alguna- pero no la encontré. Lástima.
En sus últimos años, Beckett escribía por la mañana, hacía chapuzas por la tarde y daba largos paseos. Pero lo que más le gustaba era quedarse horas y horas mirando por la ventana. No hacer nada. Y el silencio. Porque, si no ocurría nada, siempre hay algo que escuchar.
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