31/8/13

Adiós agosto


Casi nadie se acuerda ya de Adieu Philippine, de Jacques Rozier. En su día representó un -por no decir el- emblema de la nouvelle vague. Bastarían dos o tres escenas para justificar la película entera.


Si tuviera que elegir los mejores bailes de aquellos años, me quedaría con el de Anna Karina/Nana alrededor de la mesa de billar en Vivre sa vie (no, no olvido el madison en Bande à part ni el de la isla en Pierrot le fou) y el de Yvelinne Céry/Liliane con la cámara, con cada uno de nosotros, una noche de verano en Adieu Philippine.


Vivre sa vie y Adieu Philippine se estrenaron en 1962. Como acaba agosto, y se va yendo el verano, os dejo con unos cuantos fragmentos de la película de Rozier, una sonata de estío. Podéis saltar hasta el 1' 40" donde encontraréis otra escena (de baile) encantadora con Stefania Sabatini/Juliette, y en el 3' 26" sacamos a bailar a Yveline Céry. Y sabemos de primera mano qué es el cine. La captura de lo efímero. El tiempo perdido. Y melancolía. Veinticuatro veces por segundo.



28/8/13

Un blues por Elmore Leonard


Murió Elmore Leonard, me dijo Ángeles de madrugada hace una semana o así. (Lo debió escuchar en algún programa de radio 3, se despertó en medio de la noche, me vio leyendo y no quiso dormirse otra vez sin contármelo.)

Elmore Leonard en su mesa de trabajo 
el 28 de septiembre de 2010. 
(Fotografía de Carlos Osorio.)

O sea, ya no habrá más novelas suyas que nos regalaron tantas horas lentas y felices (solíamos reservarlas para el verano, eso cuando resistíamos la tentación). En adelante habrá que ir releyendo las veinte que andan por casa (de las cuarenta o así que escribió).


Ya estamos en ello. He vuelto con El blues del Misisipí. Nunca me acostumbraré a eso de "Misisipí"; para uno siempre será el río Mississippi, desde que el índice de mi padre me lo recorrió hasta el Delta en el Atlas de la infancia, una noche de agosto que le pregunté si el Miño de nuestra aldea era el río más grande del mundo.


En realidad, el título original de la novela es Tishomingo Blues, un tema de Spencer Williams de 1917 que nueve años después grabará Peg Leg Howell, uno de esos viejos bluesman legendarios con una vida de novela (negra, una de Elmore Leonard, sin ir más lejos): trabajó en una granja hasta que perdió una pierna por una pelea, se convirtió en músico ambulante y traficante de alcohol, pasó por la cárcel -de donde sacó en limpio un clásico del blues: Prision Blues New-, siguió tocando, grabó discos aquí y allá, bebió lo que no está escrito, perdió la pierna que le quedaba por la diabetes y acabó mendigo en una silla de ruedas hasta que en 1963, a sus 75 años, lo descubrieron los estudiosos del folclore americano, a tiempo -murió tres años después- de grabar su testamento del blues. Elmore Leonard encabeza su novela con unos versos del Tishomingo Blues grabado por Peg Leg Howell el 8 de noviembre de 1926 en Atlanta: Me voy a Tishomingo a que me cuezan el jamón / Me voy a Tishomingo a que me cuezan el jamón / que estas mujeres de Atlanta van a echármelo a perder.


Pero el título en español -El blues del Misisipí (lástima de Mississippi)- le sienta de maravilla a una novela con banda sonora y parada de fantasmas. Entre sus páginas escuchamos High Water Everywhere de Charley Patton, I'm a Doggy de Marvin Pontiac, Don't Start Me Talking de Sony Boy Williamson o I Believe I'll Dust my Broom de Robert Johnson. Elmore Leonard convierte su Tishomingo Blues en una encrucijada por donde transitan los fantasmas Willie Dixon, Son House, Muddy Waters, T-Bone Walker, John Lee Hooker o Elmore James. Y ninguna encrucijada como ese fáustico empalme de la ruta 49 con la legendaria ruta 61 (que Bob Dylan rememora, como quien vuelve a los orígenes, en un disco primordial grabado en agosto de 1965) donde Robert Johnson le vendió su alma al diablo a cambio del divino don del blues; si no, se pregunta uno de los personajes principales de la novela, cómo es que compuso Hell Hound on My Trail, de dónde sacó Me and the Devil Blues. Pues eso, una novela también para escuchar.


Vayamos al grano. Elmore Leonard es un genio literario que escribe novelas de suspense que se vuelven a leer con gusto. Son palabras de Martin Amis en uno de los ensayos de La guerra contra el cliché. Por mi está bien. En todas sus novelas de suspense, apunta Amis, ocurre los mismo que en el Cuento del predicador ( de los Cuentos de Canterbury de Chaucer): la Muerte anda por ahí, por donde acontece la acción -Detroit, Miami o en el corazón del Delta, como en El blues del Misisipí- disfrazada de dinero. Y un párrafo más del señor Amis:

Con todo, el señor Leonard tiene dotes -para "ver" la escena y "oír" el diálogo de los personajes, para escoger el momento oportuno a fin de introducir cada escena y hacer que ésta se desarrolle con la máxima expresividad-que ya quisieran para sí los maestros más snobs de la novela en general. Y, claro, uno no puede menos que preguntarse: ¿cómo utiliza esas dotes en sus efectivas, sencillas y (deliciosamente) similares historias acerca de delincuentes semianalfabetos, gánsteres, bailarinas de striptease, prestamistas sin escrúpulos, cazadores de recompensas, chantajistas y asesinos a sueldo? [O un saltador de trampolín en El blues del Misisipí.]

Amis aventura la hipótesis del arte del gerundio, un dispositivo para dilatar el tiempo, como bajo los efectos de la marihuana, y abrir pasajes hasta los rincones más oscuros de la mente de los personajes. Por mí tampoco está mal. Pero creo que hay una hipótesis mejor, que Amis apunta pero no remata. El arte de Elmore Leonard consiste en saber ver la escena, desde el mejor lugar (con vistas a la eficacia narrativa y a la gestión del suspense) para conjeturar la Muerte que ronda, y saber oír a los personajes, para hacérnoslos visibles (nos los hace hablar al oído tal que un ojo, como dice aquel proverbio chino); y una cosa más: saber callar, o sea, callarse como escritor -Si suena a escritura, lo reescribo, decía el autor de El blues del Misisipí (Mississippi, que conste)-. Ver, oír y callar. Todo lo que se necesita para escribir -y escuchar- un blues. Que hable el cuento, la canción. En una entrevista contaba el señor Leonard que escribe sin saber qué va a pasar para no aburrirse, para entretenerse inventando cosas mientras sigue escribiendo, creando personajes en el primer acto que espera poder utilizar más tarde... No sé si creerle, pero hasta podía ser verdad. Quizá también se pasó a medianoche por la encrucijada aquella del Delta y tuvo tratos con el diablo, o los presentó el fantasma de Robert Johnson.

Robert Johnson

Levanto un Lagavulin  en su memoria (lo sé, lo propio sería un bourbon de contrabando), mientras suena un blues. Por Elmore Leonard. El Me and the Devil Blues de Robert Johnson, faltaría más.

26/8/13

Una escalera para dos chicas de Little Rock


Me guardé las escaleras de Los caballeros las prefieren rubias para un día como hoy.


Para celebrar, pongamos por caso, los sesenta años de una película deliciosa que -me da la impresión- se ve como un hawks menor (quizá por algún tipo de ceguera, quien sabe si transitoria).


O para celebrar aquel tiempo en que las actrices aún sabían bajar -y subir- las escaleras. Como Jane Russell/ Dorothy Shaw y Marilyn Monroe/Lorelei Lee.


Salvo excepciones (como Molly Parker en Deadwood, esas escaleras también me las guardé para una ocasión propicia), las actrices de hoy deberían estudiarse las Instrucciones para subir una escalera de Cortázar (lástima, Julio, de otro manual para bajarlas: cuánta falta les hace), o habrá que ponérselo más fácil: ¡Renuncien de una vez a las escaleras en la entrega de los goya, por favor! ¡Qué penita dan!


Para celebrar también el tiempo en que la carne no había sido desterrada de la pantalla, donde uno podía gloriarse de los sempiternos quilitos de más de Marilyn Monroe; cuando aún había formas, por Dios. Donde la carnalidad de Jane Russell coexistía con los huesos de Audrey Hepburn. ¿Adónde se fueron los quilos de más de Kate Winslet, por mencionar uno de los casos más dolorosos? Por no hablar de las masacres -dietas, gimnasio y/o cirugía- que tantas actrices cometen con sus cuerpos (Maribel Verdú, sin ir más lejos) y/o con sus rostros (lo de Nicole Kidman es un crimen de lesa humanidad). ¿A qué espera la ONU para tomar cartas en este asunto capital? Y no hablemos de las arrugas... Dejémoslo aquí.


Los caballeros las prefieren rubias se estrenó en agosto de 1953. Soy de los que creen que se trata de una de las grandes películas de Hawks (y eso que sólo con ser un hawks menor ya sería mucho, y aun muchísimo). No lo cree así Robin Wood, uno de los más excelsos críticos hawkasianos (de quien tanto aprendimos), que la considera una obra fallida. Bénard da Costa la veía como una de las más fabulosas y subversivas comedias de Hawks, y Rohmer como un viejo asunto destilado en un cóctel de altura; Rosenbaum la ve como el Potemkin del capitalismo (por escaleras no va a ser).


Hawks rodó Los caballeros las prefieren rubias a partir de un guión de Charles Lederer que adaptaba la comedia musical de Anita Loos y Joseph Fields. El cineasta veía la película como un cuento de hadas con una actriz que no era de este mundo (Marilyn Monroe) y otra que no podía ser más real (Jane Russell). Si por Hawks fuera, Marilyn no hubiera rodado más que musicales y cuentos de hadas: sólo en la irrealidad cobraba visos de verdad. Podemos discrepar, pero admitamos que Hawks (nos) descubrió los poderes de Marilyn Monroe: bastaron Monkey Bussines (1953), que aquí se tituló Me siento rejuvenecer, y Los caballeros las prefieres rubias. Aquélla fue su primera película con Hawks (otra de las grandes comedias del maestro), pero en ésta Marilyn Monroe se topó con Lorelei Lee, su primer gran papel.


A Marilyn le debemos una de las mejores réplicas de la película, insistió en ponerla en boca de Lorelei Lee: Puedo ser muy inteligente cuando conviene, pero a los hombres no les gusta... Excepto a Gus. (Lo mira.) A él sólo le interesa mi cerebro.

A la izda., Gus, encarnado por Tommy Noonan, 
quizá el actor más asexuado que se hayamos visto en el cine.

Marilyn Monroe y Jane Russell se hicieron amigas durante el rodaje. Es imposible no sospechar que Hawks lo propició en la medida en que contribuía a la química entre los personajes: Lorelei Lee y Dorothy Shaw son amigas y se guardan una lealtad a toda prueba. ¿Cuál es la diferencia, además del físico? Pues que Lorelei quiere casarse por dinero y Dorothy por amor. Pero no olvidan que, en realidad -como cantan en el número de apertura de la película-, sólo somos dos chicas de Little Rock / que vivían en el lado equivocado de las vías.


Tiene su aquel que bordara el papel de una chica materialista una de las actrices menos materialistas de la historia del cine; una actriz generosa y desprendida como pocas. Pero los diamantes devienen una fantasía (fetichista) para Lorelei, porque si una chica está preocupada por el dinero cómo va a tener tiempo para el amor; y Marilyn Monroe sabía lo que no está escrito de fantasías, de las que abrigaba y de las que generaba. Si Marx escribiera en los años 50 El capital, lo amojonaría con ejemplos de Los caballeros las prefieren rubias.


Como apunta Bénard da Costa, no hay variación sobre el asunto de la atracción sexual que no sea conjugado ni pilar de la moral establecida -hoy habría que hablar de "lo políticamente correcto"- que no sea desbaratado. Todo podría resultar amoral y obsceno pero cada escena fluye con tal gracia que nos maravilla. (Y claro, ya se sabe, el cómo es el qué.)


Cuando un miembro del equipo olímpico de natación le pregunta a un compañero a cuál de la dos -Marilyn Monroe o Jane Russell- salvaría primero en caso de naufragio, éste no tiene la menor duda: Esas dos no se ahogarán jamás.


Más de una vez a uno le hubiera gustado estar presente en algunas de las entrevistas que ha leído desde hace más de cuarenta años. Ser testigo de aquélla que concertaron Rivette y Truffaut con Hawks (publicada en Cahiers du cinéma en febrero de 1956). Acudieron a la cita y se encontraron al cineasta en animada charla con Jacques Becker, eran muy amigos. El director de Casque d'or fue tan amable que se quedó durante la conversación, y se convirtió para los cahieristas en un intérprete cuando hizo falta, y sobre todo en un cómplice de lujo. Hawks les contó que Jane Russell y Marilyn Monroe estaban tan compenetradas que, cuando no sabía qué escena inventar, las hacía caminar de arriba para abajo, y la gente se divertía con eso, no se cansaban nunca de ver andar a aquellas dos chicas. Hice una escalera para que pudieran subir y bajar, y como están tan bien hechas... Este tipo de película permite dormir bien por la noche.


Una escalera para dos chicas de Little Rock, razón más que estimulante para rodar -y para ver- Los caballeros las prefieren rubias.

24/8/13

El cine Eldorado


Si no recuerdo mal, la primera vez que me fijé en el Líbano aparecía el nombre escrito en una caja de lápices donde se leía "cedro del Líbano". Mi padre me contó que los lápices se hacían con madera de cedro y en el Líbano había tantos cedros como pinos en los montes de nuestra esquina del mundo. Luego me ayudó a buscar el Líbano en el Atlas (hay nombres comunes de la infancia que hay que escribir con mayúsculas). Y desde entonces los lápices perfumaron las aulas con aromas del Líbano, en el confín -o en la cuna (según se mire)- del Mediterráneo, donde empezaba -o confinaba- el Oriente, la ruta de la seda y las mil y una noches. Pasaron más de diez años, los lápices fueron perdiendo aquel perfume y desde mediados de los setenta el Líbano devino hasta hoy un lugar común del presente: la guerra civil, las matanzas de Sabra y Chatila, y los bombardeos de nunca acabar en Beirut.

Beirut, 1976 (Fotografía de Domingo del Pino.)

Una de las 120 historias del cine de Alexander Kluge se titula Cine en la emergencia. (Una historia que debe hilvanarse con el primer párrafo de un jugoso artículo que Juan Forn le dedicó al libro del cineasta hace dos años en Página 12.) Os la cuento (hilvanada).


Los ataques aéreos han devastado Beirut y del cine Eldorado sólo quedan los cimientos. El matrimonio que llevaba la sala desde hacía décadas apartó los escombros y levantó una tienda sobre el piso de hormigón para cobijar los proyectores que -¿hace falta decir "de milagro"?- se habían salvado; delante, filas de sillas (rescatadas de bares y cafeterías bombardeadas) y al fondo una pantalla a base de sábanas cosidas. Y continúan las sesiones en el cine Eldorado. Sólo hay funciones durante el día. Empieza la película, cuando se ocupan más de diez sillas; no hay más de treinta, pero algunos espectadores traen su propio asiento, y nunca queda una silla vacía. A veces, la banda sonora de los combates en la ciudad -más cerca o más lejos- se enhebra con la de la película. En el cine Eldorado, los espectadores se sienten más seguros que en casa: los edificios destruidos casi nunca son atacados otra vez  A menudo, se va la luz, pero se queda el cine, porque aquellos viejos proyectores funcionan también a manivela. No hay taquilla, pasan la gorra y cada espectador paga lo que buenamente quiere o puede. Cuesta conseguir películas, así que el animoso matrimonio tiene que proyectar a menudo el mismo programa. Kluge menciona Piratas del Caribe, una tarde, a la siguiente dos melodramas hindúes con subtítulos, y a la otra La leyenda de los caballeros del viento de Chen Kaige (como esta película se estrenó en 2006 y el libro de Kluge se publicó en 2007, cabe conjeturar que el cineasta encontró el cine Edorado deambulando por las ruinas al sur de Beirut después de los bombardeos de agosto de 2006).

Beirut, 2006.

Casi todos los espectadores son habituales y nunca preguntan qué película ponen, van al cine como si fueran a misa, escribe Juan Forn. Para quienes no podían -o no querían- huir de Beirut, el cine Eldorado representaba el último refugio. Este cine de emergencia -escribe Kluge- era un consuelo para aquellas personas. En medio del peligro, les gustaba estar sentadas allí, haciéndose mutua compañía. Iluminados por el cine en la noche de los tiempos.

21/8/13

El maestro de las tormentas


Sería cosa de la luna llena el porfiado recuerdo de un programa de cine experimental en el CGAI de A Coruña hace como veinte años o casi, el asalto memorioso de La tempestad de Jean Epstein, una película de 1947; el impulso de verla otra vez con Ángeles una de estas noches de luna llena de agosto (en una mala copia a la que me resistía a ponerle los ojos encima desde que la bajé de alguna nube hace un tiempo, pero aun así...); será que la memoria guarda la mirada de entonces y redime la penuria de la copia, pero cuánto nos gustó, quizá más que la primera vez, como si la lluvia de los años hubiera lavado los ojos para ver mejor la belleza de La tempestad. (Podéis encontrarla en youtube: parte 1 y parte 2.)


Un cuento de ánimas. De mar y vendaval. Del parpadeo de un faro y la métrica de las olas. El viento tiene manos y abre las puertas, y revuelve el mar hasta que hierve. El marinero y la mujer que teme que el mar se lo lleve, y canta una canción, como una nana, para amansar los elementos, por ver si se duermen; si acaso, para dormir su propio miedo. Pero qué poquita cosa la voz humana cuando habla el mar.


Epstein rodó La tempestad en Bretaña. Amaba aquellos finisterres, que empezó a filmar en Finis Terrae, su película de 1929.

Fotograma de Finis Terrae

Fue como si el cineasta encontrara el trastorno que habría de conmoverlo, la tormenta perfecta para su mirada. En realidad, encontró la metáfora soñada para destilar su visión del cine; en Epstein resulta imposible separar el teórico del cineasta o el crítico del cinéfilo, en ese sentido puede considerarse un precursor de los Rohmer, Godard, Truffaut o Rivette. (Ya en la década de los veinte los textos y los filmes de Epstein abrieron los ojos de un joven Buñuel, que fue su ayudante en El hundimiento de la casa Usher, a la poética del cine.)

Fotograma de El hundimiento de la casa Usher (1928)

En 1947, el mismo año de La tempestad, publica Le Cinéma du Diable, uno de sus textos más relevantes y reveladores, donde desarrolla su idea del cine como invención demoníaca: allí donde Dios afirma un universo hierático e inmutable, el Diablo evidencia su inestabilidad y metamorfosis, la belleza en la fugacidad de las apariencias, en la mutabilidad de las formas, a través del cinematógrafo. No es que el cine esté más allá o más acá de la lógica, es que tiene su propia lógica, sólo que -como apuntaba Epstein- las leyes de esa lógica resultan aún oscuras y misteriosas. El cine genera un pensar a través de formas de tiempo y espacio, un álgebra de la mirada. (Epstein tenía formación científica, estudió matemáticas y medicina, y trabajó como ayudante de laboratorio de Auguste Lumière en Lyon; para entonces él y su hermana Marie eran ya unos cinéfilos empedernidos, desde que vieron las películas de Chaplin, Max Linder y William S. Hart. ¿Hablaría de cine con los Lumière? ¿Qué pensaría Auguste, quien había visto en su propio cinematógrafo un invento sin futuro, de un cinéfilo como Epstein?)

Jean Epstein

En sus Histoire(s) du cinéma, escuchamos en la voz de Godard una plegaria por la fraternidad de lo real con la ficción en el cine. Una plegaria que resuena en La tempestad, donde Epstein filmó los hombres y las mujeres, el mar y el temporal en Belle-Île-en-mer (Enez ar Gerveu, en bretón). La imagen y lo imaginario. La experiencia y lo experimental (en el tratamiento de la imagen y del sonido del mar). Lo visible y lo invisible. Lo viejo y lo nuevo. La electricidad y la bola de cristal. La religión y la magia. El misterio y el miedo. El alma de todas las cosas.


El temporal es real pero su captura no puede ser sino una ficción; un documento sobre el mar conjugado con el mito que lo cuenta, recrea e interpreta. La tempestad en la bola de cristal en manos del maestro de las tormentas que sopla para calmar el viento. 


Hace sesenta años Langlois escribió: Tuvo que morir Epstein para que se acordaran de que había vivido. (...) Y habría que esperar a que Epstein desapareciese para que la gente se preguntara ¿no era un genio? Era junio de 1953 y el artículo aparece en el nº 23 de Cahiers du cinéma. Epstein había muerto en abril y Langlois y la Cinemateca francesa le rinden tributo con la proyección de sus películas en el festival de Cannes de ese año. Y allí los espectadores se maravillan ante las imágenes de La tempestad y se preguntan cómo es posible que nunca hubieran visto una película tan admirable. Pero sólo unos años antes, cuando Langlois había incluido La tempestad en un programa de cortos en la Cinemateca francesa -la película de Epstein dura 22 minutos- le pedían que la retirasen por respeto a la memoria del cineasta: la consideraban una obra indigna de su prestigio. Ahora bien, ninguna de esas personas había visto La tempestad;  las mismas personas que ahora, en Cannes y muerto Epstein, se preguntaban cómo se les había metido semejante aberración en la cabeza como para rehusar verla.


Seamos honestos -escribe Langlois-. No se trata de una aberración; fueron víctimas, incluido Epstein, de una conspiración: la conspiración de la estupidez, de la ignorancia, del analfabetismo cinematográfico, de los prejuicios de un oficio que nunca mira atrás ni adelante. Esta película estaba demasiado por encima de ciertas cabezas, era demasiado rica para ciertas mentes, demasiado pesada para determinados estómagos, demasiado pura para ciertos corazones y estas personas corrieron la voz, ayudadas por imbéciles que se pretenden inteligentes, otorgando a la película tal reputación que todos los que la podrían entender tuvieran miedo, por amor a Epstein, de verla. Y en este mismo artículo publicado en Cahiers Langlois no se priva de un tirón de orejas a los cahieristas, recordándoles -y afeándoles- el olvido del cineasta: en aquel número 23 se ocupaban por primera vez del cine de Jean Epstein (sacándoles los colores, vamos, y eso que sólo llevaban dos años en la calle). Ahora viene a cuento apuntar que Langlois, no es que sintiera devoción por La tempestad -que también (como Jean Rouch)- es que era devoto del cine de Epstein. Como Franju.  El hundimiento de la casa Usher fue la primera película que compraron Henri Langlois y Georges Franju, a mediados de los años treinta, para la colección de la Cinemateca francesa que aún no habían fundado.


La tempestad fue la penúltima película de Jean Epstein. Quizá su testamento fílmico. En palabras de Langlois, no es un filme del pasado, ni un filme del presente. Lo que nos impresiona es su profunda poesía, la resonancia humana y el extremo equilibrio de su composición, es un filme que demuestra cómo podría haber sido el cine si algunos cineastas no estuvieran ya muertos y si otros no estuviesen condenados al silencio. (Y si el Estado -resumo la idea de Langlois en el citado artículo- cumpliese con su obligación, olvidase los consejos de los expertos, contables y turiferarios, y recordase que la buena gestión de la producción nacional no debe mirar sólo la taquilla sino el enriquecimiento del arte del cine.)

Jean Epstein

Epstein filmaba el mar -decía- por puro miedo, ese miedo que le impulsa a uno a hacer aquello que le da miedo. Algo muy Poe. Como atrapar un temporal en el cristal del cine. (La tempestad se tituló también por el mundo adelante El domador de tormentas o El hacedor de tempestades.)  Ese oleaje que hierve en la bola de cristal deviene así una metáfora del cine. Un cine para aprender a mirar tempestades. Tan frágil como esa bola de cristal que cae de las manos del brujo y se rompe a los pies de la chica en el momento en que su chico vuelve del mar. Así era el cine de Epstein, el maestro de las tormentas.

18/8/13

Latidos de una ausencia



Por esta escalera. Fue hilvanarla en el cine de las escaleras y sentir la necesidad de ver otra vez M. La M por excelencia de los mil ojos de Lang.


M se estrenó en 1931, fue la primera película sonora de Lang: un filme ejemplar en el uso dramático del sonido. Al cineasta alemán no le gustaba hablar de sus películas, pero le gustaba que se hablara de ellas, que se prestara atención a cómo estaban hechas, a su trabajo para hacerlas. (Quizá las propias manos de Lang sirvieron de modelo para esa mano del cartel de M. Como eran sus propias manos las que aparecían con frecuencia en sus películas.)

Se ve... la mano de Lang en Los sobornados

Por así decir, quería que se viera que las había hecho con sus manos. Con estas manitas, parecía decirnos.


Quizá por eso depositó en 1955 y en 1959 una importante documentación (guiones anotados, dibujos, trabajos preparatorios de sus películas, presupuestos, planes de rodaje, fotografías de rodaje...) en la Cinemateca Francesa. Una documentación reveladora de su trabajo como cineasta. Donde salta a la vista su mano de director. Cuando en 1959 la Cinemateca francesa le dedicó una retrospectiva se sintió conmovido ante la acogida del público joven que abarrotaba  la sala de la rue d'Ulm: Es la prueba de que no he trabajado en vano. En la Cinemateca francesa, aquel cineasta al que ya se daba por amortizado, del que nadie esperaba ya ninguna película y al que se consideraba un dinosaurio, recuperó la fe en el cine, en su cine. Cuatro años después, en una secuencia de Le mépris de Godard, Brigitte Bardot le dice que le gustó mucho Rancho Notorious; Lang agradece el halago, pero confiesa que prefiere M.


A veces, en las entrevistas menciona también Furia (1936), Mientras Nueva York duerme (1956), La mujer del cuadro (1944) o Scarlett Street (1945) entre sus películas preferidas, pero nunca olvida M, la película más cercana a su idea del cine. En una entrevista con Jacques Rivette y Jean Domarchi al calor de aquella retrospectiva en la Cinemateca francesa, Lang declaró: Para mí, el cine es un vicio. me gusta demasiado, infinitamente. Con frecuencia he escrito que es el arte de nuestro siglo. Y debe ser crítico. Crítico con el mundo en que vivimos. Una crítica que aflora en el germen de una emoción, desplegada en el aquel de mirar. En cada uno de sus filmes, Lang pone en escena la lucha del hombre contra sus circunstancias, el eterno problema de los antiguos griegos, la lucha contra los dioses, la lucha de Prometeo. Una idea que Godard le hace repetir, casi palabra por palabra, en Le mépris, a propósito de Ulises y la Odisea. Quizá en ninguna otra película el escalpelo de la mirada crítica de Lang abrió en canal una sociedad como en M. Nunca miraron más hondo sus mil ojos que al penetrar con ellos en un mundo paranoico, que se nutre de sospechas generalizadas, hasta devenir una sociedad de vigilancia mutua, cuando hasta los criminales se convierten en policías: un estado policial de mil ojos insomnes. He ahí el tema de M; la caza de una asesino de niñas, un mero pretexto.

Fritz Lang con Peter Lorre en el rodaje de M.

Por más veces que la haya visto, uno sigue prendado de cinco planos vacíos que culminan la primera secuencia de M, un primer movimiento de la trama que podría titularse "El asesinato de Elsie".



La niña vuelve de la escuela jugando con su pelota, tirándola contra un cartel donde se pregunta "¿Quién es el asesino?", informa de la ola de crímenes y ofrece una recompensa. Pero la niña, ajena a lo que cuenta el cartel, sólo juega con su pelota, que rebota una y otra vez sobre el texto, como si -irónicamente-insistiera en la importancia de leer con atención .


La sombra entra en campo, se detiene sobre la palabra -asesino (o sea, M)- que lo designa y se cierne sobre la niña. No puede haber un encuadre que conjugue el escalofrío con mayor economía narrativa. El asesino le pregunta cómo se llama. Y por primera vez escuchamos el nombre de la niña: Elsie. Como una voz.


El asesino se lleva a la niña confiada y la madre empieza a echarla de menos, ya le tarda. ¿Dónde está Elsie? ¿Por qué no ha vuelto a casa?, parece preguntarse en el hueco de la escalera.


Y la niña está la mar de contenta. El asesino, que silba un tema del Peer Gynt de Grieg, le acaba de comprar un globo en el puesto de un ciego (un sibido que se convertirá en un ingrediente esencial en la trama).


La madre, angustiada, se asoma al patio y llama por Elsie.


Y se suceden esos cinco planos vacíos (de presencia humana) a los que me refería más arriba. El primero, las escaleras, donde resuena la llamada de la madre. ¡Elsie! Otra vez, el nombre como una voz. Una voz que clama en el vacío. El vacío como única respuesta a la angustia de la espera. Nada como un plano vacío para preñarse de la desaparición de Elsie. 

¡Elsie!

El tendedero, un espacio sombrío donde cuelga quizá algún vestido de Elsie, una metonimia que multiplica su ausencia y rompe la secuencia temporal, porque no sabríamos decir cuánto tiempo ha transcurrido ni a qué distancia está de la madre que sigue llamando por Elsie, con el mismo volumen que en las escaleras. 

¡Elsie!

El lugar (vacío) de Elsie en la mesa, que su madre le ha preparado. Y la voz que la llama, con el mismo volumen. Un plano que supone una sopresa. Habríamos esperado un alejamiento espacial, siguiendo la progresión de los dos planos anteriores, pero Lang nos devuelve a la cocina-comedor, al lugar más próximo a la madre. El nombre de Elsie se ha transfigurado ya en el eco de una angustia que nada puede represar. El plano vacio, sin marcas temporales, denota ya la abstracción de una ausencia. Y, por así decir, una angustia metafísica. Lang acaba de establecer un orden distinto de progresión: nos acercamos a las cosas que designan a la niña: en las escaleras, el lugar de tránsito (por donde debía llegar); en el tendedero, el vestido; ahora, el plato, los cubiertos...   

¡Elsie!

El claro del bosque... Y la pelota -otra metonimia- de Elsie entra en campo, al tiempo que resuena su nombre en la voz de la madre (con el mismo volumen). El corte entre los dos planos resulta especialmente significativo: Lang hilvana el lugar más proximo a la madre con el lugar más próximo al crimen, el amparo con el desamparo: el desagarro en el corte (por el montaje) no puede ser más doloroso. Pero hay algo más, el movimiento de la pelota y cómo se detiene finalmente de forma convulsa se transfiguran en la metáfora de un cuerpo que expira. Y lo más terrible, el crimen acontece -está aconteciendo- al borde mismo del encuadre -de lo visible-, en el lugar de donde llegó rodando la pelota de Elsie. Y somos nosotros, espectadores, los que imaginamos lo peor que haya podido suceder; Lang sólo ha dispuesto los peldaños -la sucesión de planos vacíos- para que bajemos por la escalera al más oscuro de los sótanos. 

¡Elsie!

Los hilos telegráficos donde ha queda prendido el globo, metonimia pero también, con su figura infantil, metáfora de la niña. De esa niña a la que su madre sigue llamando. Y metafóricamente hablando podríamos decir que Lang nos hace transitar de un plano vacío que se llenaba (con la pelota) a un plano lleno (con el globo) que se vacía. (Doblemente vacío, entonces.) Un globo al que vemos salir de campo por última vez. Como a Elsie.

¡Elsie!

Fundido negro.

Nada como los planos vacíos, cuando resuenan en ellos los pasos perdidos, para devenir latidos de una ausencia.