18/11/11

Una película fantasma


En el verano de 1975, Claire Denis acompañó a Jacques Rivette en busca de localizaciones para una película titulada Marie et Julien. Rivette había concebido una serie de cuatro filmes presentada con el título de Filles du feu pero que acabó con el de Escenas de la vida paralela. Como siempre, el cineasta trazó las reglas de juego: cada película partiría de las premisas de un género cinematográfico; así, filmó una película fantástica -el filme número dos de la serie, Duelle (1975)- y un western -el número tres, Noroît (1975)-. Marie et Julien debía ser una historia de amor y el primer filme de la serie, una variación sobre el tema de Vértigo, en torno a un hombre marcado por un amor del pasado y una mujer idéntica a la que perdió que resucita el deseo. Era la tercera película que Rivette encadenaba sin pausas y al tercer día de rodaje, agotado, desapareció. Y con él se esfumó Marie et Julien. Fue su película fantasma. No la única, pero quizá su fantasma más íntimo. Sobrevivieron unas páginas con notas bajo la forma de una escaleta, redactada por Claire Denis, que llegaba hasta la secuencia 51, el recuerdo de una misteriosa Madame X y un gesto prohibido que no conviene olvidar. Aquella película fantasma resucitó casi treinta años después en Historia de Marie y Julien (2003).


Llevaba tiempo queriendo traer a esta escuela alguna película de Rivette, un cineasta que he citado casi siempre como crítico, uno de los más influyentes e iluminadores críticos de los primeros Cahiers du cinéma y, como ha reconocido Godard, el líder indiscutible de aquella mítica redacción de cineastas en ciernes. Un aura que ha contaminado la recepción de sus películas por los jóvenes cinéfilos. Ya no sé si queda algo así, jóvenes cinéfilos quiero decir. La última vez que los vi -así, por junto, como colectivo- fue hace diez años cuando acudimos al CGAI de A Coruña para ver Va savoir (2001), la última película de Rivette, en riguroso estreno.


La sala estaba abarrotada -de jóvenes cinéfilos, claro (nosotros y media docena más éramos la excepción)-, un crítico presentó la película de tal forma que espesó aun más el aura autoral y artística del cineasta, empañando de paso la visión de aquellos cándidos devotos (si no recuerdo mal asistían a un curso sobre el cine de Rivette), y en el curso de Va savoir, una deliciosa comedia -y de las contadas comedias que merecen ese título en lo que va de siglo-, sólo Ángeles y yo nos reíamos, bueno, yo me destornillaba en algunas escenas desopilantes, con un Sergio Castellitto y una Jeanne Balibar en estado de gracia.


Los jóvenes cinéfilos más próximos nos miraban con el gesto torcido porque no mostrábamos el requerido recogimiento que una película de autor, por lo visto, demandaba. Pobres, aquel crítico se había olvidado de advertirles -y ganas me dieron de gritárselo viéndolos tan serios- que Va savoir era -saltaba a la vista, bastaba tener los ojos abiertos- pura commedia dell'arte, una película tan ligera, pirandelliana y musical como Scaramouche, o sea, que era cine de autor, sí, pero podía uno reírse sin recato, es más, si no te reías es que no habías entendido nada. No podía -no puedo- comprender semejante ceguera ante una película que desprendía -que desprende- en cada plano la alegría con la que se había filmado.

Rivette en el rodaje de Va savoir

Qué lástima. Y cuántas veces sucede también con las películas de Godard, aunque tratándose de Godard o Rivette ya sólo se podría decir que ha sucedido.


Más de una vez estuve tentado de traer aquí La bella mentirosa (1991), esa película que llegó a coincidir con El sol del membrillo en las pantallas de algunas ciudades. Rivette y Erice unidos por el cine y la pintura. La bella mentirosa pone en escena durante casi cuatro horas la posesión -vampírica- de un pintor -magnífico Michel Piccoli- con su modelo -no voy a calificar a Emmanuelle Béart-:

-La voy a romper. Voy a hacer que abandone su cuerpo, que salga de su carcasa.
-Pensaba que ya lo había logrado.
-¿Eso creía? ¿De verdad creía que me bastaría con lo que me ofrece? Quiero saber, quiero ver lo que tiene dentro.
-¿Y para eso tengo que quedarme así?
-Usted no es libre ni yo tampoco.

-Yo no soy nada. No hago nada. No quiero nada. ¡Es el cuadro el que quiere! Usted y yo estamos metidos dentro, será un huracán, una catarata, un abismo...
-Ya no siento mi cuerpo.
-Yo tampoco.


Y llega un momento en que la modelo se convierte en metteur en scène, quien impide que el pintor abandone, quien lo arrastra de vuelta al taller y lo obliga a seguir pintando. El vampiro vampirizado. Como un cineasta por su actriz. Porque La bella mentirosa destila un cuerpo a cuerpo, más allá -o más acá, según se mire- del pintor y su modelo, entre el cineasta y la actriz, entre el director y -en un sentido bressoniano- la modelo. Piccoli araña con la pluma el papel del cuaderno como si de la piel de la Béart se tratara, ésa que Rivette asedia y devasta con la cámara; en el trabajo/tortura del taller/rodaje, la actriz deviene modelo y en las ruinas de la actriz aflora un cuerpo: he ahí el viaje de La bella mentirosa, el tránsito de Rivette/Piccoli en el aquel de atrapar el misterio de un cuerpo en el umbral de la obra, el deseo de aprehender el cuerpo de la Béart en el cedazo del lienzo, del celuloide. Cómo podría ser de otra forma si las películas son, según Rivette, la historia de las películas.


La bella mentirosa cuenta también la porfía de los fantasmas en regresar, la vuelta del deseo de la pintura a través del cuerpo de Marianne/Béart, la resurrección de las telas abandonadas. Un presagio de la resurrección de aquella película fantasma en la Historia de Marie y Julien. Una película que vuelve a partir de las huellas del fantasma de Marie et Julien en las páginas de aquella escaleta redactada por Claire Denis, pero germina sobre todo en el deseo de volver a rodar con Emmanuelle Béart. Rivette no habría rodado la película con otra actriz; fue a ella a quien envió aquellas páginas, que fotocopió de un libro de Hélène Frappat sobre las películas fantasma del cineasta; y sólo cuando la Béart, en la íntima convicción de que la película durmiente en la escaleta inacabada era para ella, se comprometió con el proyecto, sólo entonces envió las mismas páginas a Pascal Bonitzer y Christine Laurent, sus guionistas y cómplices habituales.

Rivette con Nevermore en el rodaje 
de Historia de Marie y Julien

A menudo, las películas de Rivette muestran una faz de juego -teatro, simulacro, dispositivo- de pistas o enigmas en el tablero de los géneros cinematográficos. Así, el guión y  la puesta en escena  cobran visos de variaciones sobre esquemas narrativos clásicos; por así decir, la ficción juega a la repetición y a la diferencia, a una suerte de "veo, veo" con el espectador. Una película como Céline et Julie vont en bateau (1974) parte de un dispositivo de un cuento infantil y surreal para que el director y sus actrices -Juliet Berto, Dominique Labourier, Bulle Ogier y Marie-France Pisier (acreditadas como co-guionistas)- jueguen a seguir rodando un día y otro y otro más con una alegría y levedad milagrosas.

Julie (Dominique Labourier) y Céline (Julie Berto) en 
Céline et Julie vont en bateau 

Por su parte, Le Pont du Nord (1981) se sirve de modo explícito del juego de la oca a modo de viaje iniciático y sus personajes se desplazan de casilla en casilla -y de sorpresa en sorpresa- por el tablero de París.


En el teatro del juego, la ficción puede ser piel, disfraz, máscara, velo o pantalla, todo depende de la dosis de artificio; en la proporción adecuada, el juego resulta un revelador de la vida y un ritual vivo en el que respira el misterio que alienta la película; si nos pasamos, los personajes devienen piezas de un tablero viviente pero sin vida propia y el exceso de artificio acaba matando el ritual y asfixiando el misterio. Por así decir, el cineasta echa mano de un cuento para cautivar el azar de lo real y atrapar lo inasible de la vida, pero a veces la trama se presenta demasiado trabada y no nos deja entrar o se le trasparenta el revés y no nos deja dudar. Rivette corre riesgos, a veces yerra, pero cuando el juego cuaja, el teatro nos transporta y la película respira en nosotros. Y se renueva en cada espectador, no ya la fe en los cuentos, sino la certeza de que sólo en los cuentos lo imaginario deviene latido vital y  la vida se salva destilada en una memoria que cuenta, como en la Historia de Marie y Julien, un hermoso cuento de fantasmas.


La escritura del guión -esta vez no participaron los actores- se convirtió en un proceso de arqueología forense. Se trataba de respetar aquella escaleta -ésa era la regla del juego que Rivette estableció con Pascal Bonitzer y Christine Laurent- y, por tanto, había que desencriptar el sentido de aquellas páginas, en las que encontraron frases enigmáticas, como aquella no olvidar el gesto prohibido, cuyo significado ni Rivette ni Claire Denis recordaban ya tantos años después, pero que cobrará una importancia decisiva.



De alguna forma, se trataba de hacer regresar aquella película del mundo de los muertos. Y de eso trata Historia de Marie y Julien. Una vez más, tratándose de Rivette, la película  es la historia de la película. Una historia de amor (eterno) donde se borran las fronteras entre la realidad y el sueño, los muertos se niegan a abandonar a los vivos y los amantes viven más allá del tiempo de los relojes, tan presentes en la película (Julien arregla relojes antiguos).


Una historia que, de otra manera, bien podría haber filmado Jean Cocteau, con ecos de la Ligeia de Poe y resonancias de Vértigo, iluminada por William Lubtchansky (director de fotografía asimismo de Le Pont du Nord, La bella mentirosa o Va savoir) a partir de una paleta donde predominan los colores marrones, rojos, verdes, granas y tierras, con un tratamiento sonoro que transita entre lo cotidiano y lo fantástico, envolviendo ora los rituales domésticos, ora las derivas oníricas de los protagonistas.


En la Historia de Marie y Julien el amor regresa como relato, por así decir, los cuerpos de Marie y Julien viven al compás de la ficción, y los amantes alientan en los cuentos, que despliegan todo su potencial erógeno, por eso la comunión de los cuerpos -y de los cuerpos con la cámara- no se alcanza sólo a través del sexo sino, sobre todo, anudándose con las palabras del cuento que inventan mientras hacen el amor. Fue Rivette quien sugirió la idea de los cuentos para las escenas de sexo y Pascal Bonitzer evocó qué duro resultó escribirlas -el ridículo y la banalidad acechan constantemente- y basta leerlos negro sobre blanco para hacerse una idea cabal de los peligros del texto: ...Tengo hambre de ti. Te como hasta la náusea. / Me desgarras con los dientes, con las uñas. / ...Huele a tierra húmeda. / Te desmayas. Te cojo en brazos. Te llevo. / Lejos. Lejos del campo de batalla...  Emmanuelle Béart confesó que era muy difícil interpretar esas escenas -las únicas en las que Rivette exigía los diálogos al pie de la letra, palabra por palabra (el cuento del bosque, el cuento de la batalla): había que encontrar la certeza interior-, pero representan también para la actriz uno de los más bellos recuerdos del rodaje. Y mientras el cuento -la Historia- continúe, el amor -de Marie y Julien- perdurará.

-¿Marie?
-Marie, la mujer que amabas.
-Me extrañaría, señorita. No es usted mi tipo.
-Eso es lo que usted cree. Deme un poco de tiempo.

Eso. "Deme un poco de tiempo y ya le contaré yo". Con Marie regresa también Sherezade. O mejor, Marie puede volver porque es una Sherezade que nos cuenta una película fantasma.
 

2 comentarios:

  1. :)

    Cómo me gusta esa imagen de las miradas censoras de los jóvenes cinéfilos...

    Besos

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  2. La película es la historia de la película que parece anécdota en tus textos. A veces pienso que disfruto más con ellos que con las propias películas. Hoy es una de esas veces.

    Me hubiera gustado leer tu calificación de Béart.

    Un abrazo.

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