15/6/09

El jardín del tiempo

Yasujiro Ozu

¿Hay algún pedacito de cine tan reconcible en la iconosfera como un plano de Ozu? Quizá uno de Ford. ¿Hay algún cineasta sobre el se han vertido más tópicos que sobre Ozu? Quizá sobre Ford. ¿Hay algún cineasta empeñado en dar forma a lo que desaparece como Ozu? Quizá Ford. De Ozu se dijo que era el cineasta más japonés. De Ford, que era el cineasta más americano. Y sin embargo por qué no encontramos más Ozu en Japón o más Ford en América. Porque ambos cultivaron su jardín, un jardín de flores frágiles y delicadas, un jardín que era ya síntoma de un desgarro, huella de una pérdida, fantasma de una forma. Como Chishu Ryu, viudo y jubilado, cuidando de las flores hacia el final de Tokyo monogatari; como John Wayne, viudo y a punto de jubilarse, regando las rosas en La legión invencible. Formas de lo que estaba dejando de ser, de un presente que se desvanecía, en trance de convertirse en un signo en el libro de arena. Un jarrón o una nube. Yo creo que lo que me atraía de una película era su aspecto transitorio, evanescente, como la bruma, confesó Ozu. Así, su cine cobra forma como una poética de la fugacidad embalsamada en un tiempo suspendido. Como una gota de rocío. Como en el haiku de Issa Kobayashi: Sólo rocío/ es el mundo, rocío,/ y sin embargo...


Ozu con su ángulo de cámara habitual

El cine de Ozu, esa forma reconocible, la identidad visual de su obra -sobre todo de los filmes comprendidos entre Primavera tardía (Banshun, 1949) y El sabor del sake (Samma no aji, 1962)- ha sido caracterizada por la sistemática utilización del ángulo bajo y frontal de la cámara -la posición del escriba, la mirada desde el tatami-, la inclusión en el flujo narrativo de los planos vacíos -naturalezas muertas-, la progresiva renuncia a los movimientos de cámara, el uso privilegiado del corte entre planos y escenas, la utilización del campo/contracampo -el espacio de 360º- prescindiendo del clásico raccord de miradas en un eje de 180º, y la subordinación de los efectos de profundidad al tratamiento de la imagen en tanto que pantalla o superficie plana, página antes que espacio tridimensional. Y todas esas marcas de estilo las encontramos en el cine de Ozu. Sólo que cabe apreciarlas desde un ángulo complementario. El ángulo bajo de la cámara se conjuga con un ángulo elevado para los grandes planos generales; los planos vacíos devienen muchas veces sobreencuadramientos donde proliferan los marcos -puertas, ventanas, tragaluces, muebles y carpintenría-, celdillas habitadas por objetos -objetos que en Ozu cobran un notable efecto de sentido: se nos muestran sin más subrayados que el aire de tener ganas de estar ahí, como recomendaba Bresson-, laberintos compositivos, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de barroquismo -no olvidemos la importancia del bodegón en el barroco, que acentúa precisamente la fugacidad, como el cine de Ozu-; aunque siempre usa el objetivo de 50 mm, al conjugarse con la composición con ángulo bajo y frontal, y con la disposición del espacio doméstico de la casa japonesa tradicional produce un marcado -aunque acotado- efecto de profundidad, o dicho de otra forma, lo plano y lo profundo dejan de oponerse para conjugarse; la horizontalidad de la composición produce un efecto de suspensión, de congelación del flujo narrativo, pero en realidad no es más que el resultado de la lucha de un artista por dar forma a lo que es efímero por definición: el tiempo.



O sea, la poética de Ozu es copulativa y no disyuntiva, justamente porque es el resultado de un proceso de decantación de formas hasta un grado de depuración tal que ya no puede renunciar a nada, debe utilizar todo lo que le queda, hasta cargar de sentido los llamados planos vacíos, una de las señas de identidad del estilo de Ozu, porque su cine es una forma que se "vacía" para que la mirada del espectador lo llene, para que el efecto de sentido cristalice. Hasta tal punto ha refinado las formas que en el cine de Ozu vale lo mismo, en tanto que marca de significado, unas botellas que un cuerpo, un gesto que una sombra, la línea que el volumen, la inmovilidad que el movimento, una figura que su ausencia, la geometría que la caligrafía, lo lleno que lo vacío, lo mismo la muerte que un amanecer. Como en el cine de Ford significaba tanto una cerca de madera que una silueta en el horizonte a la hora del crepúsculo.



De las cincuenta y cuatro películas de Ozu -treinta y cuatro de la época muda-, sólo se conservan treinta y siete -diecisiete mudas-, aunque algunas muy incompletas. Las películas de Ozu son obras empeñadas en el aquel de aprehender el presente efímero y se centran en el universo doméstico de la familia -un tema que, una vez más, lo emparenta con el cine de Ford-, más concretamente en la crisis de la familia tradicional japonesa -las tensiones entre lo viejo y lo nuevo-, a través de diversas modulaciones de las relaciones padres e hijos. Podríamos decir que Ozu no ha hecho otra cosa, película tras película, que iluminar las distintas caras del poliedro de las relaciones familiares. Y su obra puede contemplarse como una constelación de historias sobre padres e hijos. En 1942 filma Había un padre (o "Érase una vez un padre"), la primera película de Ozu que protagoniza Chishu Ryu, el actor que con Setsuko Hara encarnarán con mayor asiduidad los personajes claves -padre e hija (como en Primavera tardía), padre y nuera (como en Cuentos de Tokio)- de las películas de los últimos quince años del cineasta. Había un padre ilustra a la perfección la desnudez melodramática o, si se quiere, el minimalismo argumental del cine familiar -podría hablarse de películas domésticas- de Ozu: un padre y un hijo disfrutan estando juntos, pero por cuestiones laborales apenas si pueden compartir jornadas esporádicas. Sobran un par de líneas para contar de qué van las películas de Ozu y no bastarían un par de miles para dar cuenta de la austera intensidad con que nos llega la sintonía emocional -o mejor, espiritual- entre padre e hijo, cómo el tiempo efímero que comparten cobra el peso de la fatalidad, un tiempo ritualizado mediante la armonía de los gestos en las escenas de pesca que valen por toda una vida. Nada pude ser más sencillo ni más misterioso. Es cierto, en Ozu, menos es más, pero con tan poco es milagroso.


Sucede con Ozu que, si uno ve dos o tres veces sus películas, cuando vuelve a ellas es la otra película la que emerge, me refiero a la "película" de cómo Ozu hace la película que vemos, sobre todo a través de los llamados "planos vacíos". Y comprendemos entonces por qué encontramos tanto en aparentemente tan poco. Ozu, como Ford, rodaba en familia: el guionista Kogo Noda, el director de fotografía Yuharu Atsuta, el director artístico Tatsuo Hamada, el iluminador Itsuo Takashita, el montador Yoshiyasu Hamamura, el sonidista Yohizaburo Senô. Y, claro está, la compañía de actores habituales de Ozu. En un filme como Tokyo monogatari advertimos también la presencia del futuro cineasta Shohei Imamura (La balada del Narayama) como ayudante de dirección. Ozu se tomaba su tiempo en la preparación de sus películas -el guión, las localizaciones, los decorados- y durante el rodaje se ocupaba de todos y cada uno de los detalles, hasta el punto de que la composición de un plano -líneas horizontales y verticales y disposición de los volúmenes (figuras y objetos)-, aun partiendo de los bocetos del propio director, se ensayaba una y otra vez, y no era infrecuente que en el último momento colocara una vasija, un cuenco o un libro para acabar de equilibrar la composición del plano a su gusto.


Yuharu Atsuta

El propio Atsuta -se consideraba más que el director de fotografía, el guardián de la cámara de Ozu- recordaba: Era el propio Ozu quien determinaba cada toma, cada ángulo, cada composición. Todo lo que yo tenía que hacer era seguir sus instrucciones, como un mero técnico. Un día me dijo: "¿Sabes, Atsuta?, es todo un suplicio tratar de hacer buenas composiciones en una habitación japonesa, especialmente en las esquinas. Una buena forma de hacerlo es mediante la posición baja de la cámara, que hace todo mucho más fácil". Esa manía que deviene cultivo minucioso del único jardín del que dispone un cineasta -un espacio ritualizado en términos de tiempo- aflora con singular intensidad en sus "bodegones" -Ángel Fernández-Santos las llamaba "tomas muertas" para distinguirlas de las "tomas vivas", con personajes-.


Cartel de Tokyo monogatari

Por eso, cada vez que volvemos a ver Tokyo monogatari (1953) -traducido como "Cuento de Tokio", "Cuentos de Tokio" o "Viaje a Tokio"- son los tendales de ropa, las vías de un tren, las chimeneas, los tendidos eléctricos, un corredor, o sea, son los planos vacíos los que se cargan de significado, los que expanden las resonancias de esos momentos nada climáticos de la vida de los protagonistas, de una existencia cuajada en un puro devenir, un presente eterno y una eterna repetición, una sucesión inexorable de fugacidades. La vida sigue y nada más, y la memoria es también una huella efímera en la rueda inexorable del tiempo, como ese reloj de la mujer muerta que Chishu Ryu le entrega a Setsuko Hara hacia el final de la película. El ciclo de la vida se enfatiza mediante el prólogo y el epílogo en Onomichi, cuyas imágenes riman y establecen significativas simetrías, y enmarcan el viaje a Tokio, la pequeña odisea doméstica de los viejos protagonistas.




Nunca se remarca lo suficiente el terso humor que recorre las películas de Ozu y suelen olvidarse los momentos de profunda alegría en contigüidad con los momentos de más honda tristeza. Tokyo monogatari muestra algunas escenas ejemplares donde el humor se conjuga con la melancolía, como ese momento doloroso, incluso amargo, subrayado y precedido por el único travelling de la película en que los viejos se descubren como unos "sin techo" y tienen que separarse para "buscarse la vida"; o donde se reúnen la exaltación y la pérdida, como ese momento en que los hijos están velando a la madre muerta y advierten la ausencia del padre, Noriko (Setsuko Hara) va a buscarlo y lo encuentra contemplando el alba: "Ha sido un hermoso amenecer". Lo mutable y lo inmutable reconciliados en el cine de Ozu.



La depuración formal, el pulido de las aristas de la trama y la restricción temática producen un efecto litúrgico en las películas de Ozu. La estilización, el ascetismo y la reserva (incluso ensimismamiento) que destilan filmes como Tokyo monogatari o Primavera tardía acercan lo doméstico -lo familiar- a la esfera de lo ritual. Me he consagrado al cultivo de artes menores, decía Ozu. El arte menor, pero maniático, de un orfebre o de un jardinero. Como un campesino del cine, Ozu cultiva sus flores hogareñas en el jardín del tiempo.


Yasujiro Ozu


(Las imágenes sin pie son fotogramas de Tokyo monogatari)

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