El cine es él único arte que aún tolera las lágrimas, ha escrito Andrés Trapiello. Aún es posible llegar a un viejo cine, atravesar las sombras, acomodarse en una incómoda y jorobada butaca y sorprenderse, al cabo de un tiempo, con las lágrimas en los ojos. Sí, aún es posible, y uno escribe la cursiva con un aquel de plegaria, para que dure un poco más, aunque presiente... Pero no, aún es posible. Y continúa Trapiello, quizá nos gusta tanto el cine porque en el cine las lágrimas no necesitan justificación. Sólo subrayan un estado del alma que no precisa de las palabras. Creo que fue Julio Cortázar quien contó que Tomás Borge, el comandante de la acosada revolución sandinista, aquélla que quisimos tanto, aquélla tan traicionada y arrastrada como puta por rastrojos, como todas, como siempre, y aun así..., Tomás Borge, decía, lloraba a menudo en el cine, y se iba antes de que terminara la película, para que los espectadores no advirtieran el rastro de las lágrimas en el rostro del curtido combatiente contra la dictadura de Somoza. Confieso que he disimulado muchas veces las lágrimas cuando la película acaba y se encienden las luces, sobre todo con esa falta de consideración hacia el cine y hacia los espectadores, especialmente en las películas que llaman por las lágrimas y éstas acuden prestas y obedientes, que supone prescindir de los créditos finales, durante los que, con las luces apagadas y la sala a oscuras, uno podría recomponer un tanto el espejo del alma y salir del cine sin recurrir a las artes de la ocultación.
Hay pocos goces tan intensos como llorar durante una película, y llorar durante una bella película no digo yo que sea un éxtasis pero se le parece mucho. Basta contemplar la imagen de Anna Karina, en Vivre sa vie de Godard, viendo la Juana de Arco de Dreyer para convencerse, una imagen que vuelvo a traer a esta escuela y muy a propósito.
Confieso que he llorado también ante unos melocotones de Paul Cézanne o ante la luz de una vela de George de La Tour pero en mi memoria del cine llueve de tantas lágrimas vertidas. También de felicidad, como aquel día que vi por primera vez, y eso que era en un espacio propenso a la seriedad como una filmoteca, La fortaleza escondida de Akira Kurosawa y me produjo una exaltación arrolladora, quizá porque, como ninguna otra película, me transportó a cuando tenía ocho o nueve años, a los placeres primordiales de las primeras películas que vieron mi infancia. A veces, Ángeles me encuentra viendo una película y le basta con verme llorar, o mejor, la cualidad de las lágrimas, para saber qué película he caído en la tentación de ver una vez más: El hombre tranquilo y Qué verde era mi valle de John Ford -aunque podría citar media docena más-, Una mujer bajo la influencia de John Cassavetes, Tú y yo de Leo McCarey, Una historia verdadera de David Lynch La mejor juventud de Marco Tullio Giordana, Secretos y mentiras de Mike Leigh o El hijo de la novia de Juan José Campanella. La última vez que casi la avergüenzo fue viendo A. I. de Steven Spielbeg, en cuya última escena me asaltó un llanto incontenible que me duró hasta el aparcamiento, menos mal que era de madrugada, un inciso: creo que es la única gran película de Spielberg.
Pero si tuviera que elegir una película del último cuarto de siglo donde la emoción se destilara en lágrimas a través de la bondad, la belleza y la verdad -esa triada que convierte la estética en una ética-, esa película sería Los puentes de Madison (también podría incluir Million dolar baby) de Clint Eastwood, una película que juega a cara descubierta, con las cartas boca arriba, sin trampas ni carton; una película que se la juega en un final que constituyen uno de los mayores logros del cine a la hora de desplegar en la pantalla con una elocuencia diáfana los silencios del corazón. Cine puro, puro sentimiento condensado en noble celuloide, que desencadena una emoción que es también la liberación de una tensión acumulada en el transcurso de la película y dilatada hasta el límite de lo soportable en una de esas escenas donde el cineasta tiene con mano maestra nuestro corazón en un puño, allí donde la fatalidad cuaja en lágrimas. Y por una vez, gracias también al genio Eastwood, podemos llorar sin vergüenza, porque todos los espectadores lloran también y porque las imágenes finales mientras trascurren los creditos sobre los puentes del condado de Madison nos conceden una tregua, en el recogimiento de la sala oscura, para enjugar las lágrimas y disponernos a salir, cuesta lo suyo conmovidos y felices como estamos, al mundo exterior, un tránsito quizá aliviado por las sombras de la noche. Os dejo aquí esa escena, que dura casi seis minutos, donde confluyen todas las líneas compositivas de la película, donde cristalizan los movimientos del alma, y donde los silencios del corazón hablan por boca del cine. Si no visteis la película y queréis verla, sobra decirlo, ignoradla.
Las lágrimas nos ayudan a comprender la vida, nos decía Stendhal: Desconfío de las personas que no lloran nunca. Lloraron Keats, Leopardi o Nietzsche (abrazado a un caballo en una calle de Turín, bajo la lluvia como el personaje interpretado por Clint Eastwood en Los puentes de Madison). Como en el poema de Pessoa sobre las cartas de amor: todas las lágrimas son ridículas, pero más ridículos son los que no pueden llorar. Lloramos, nos recuerda Trapiello, porque sentimos que la pasión por la vida es amar, soledad y silencio, ese reino al que muchas veces sólo conduce el camino solitario y silencioso de unas lágrimas.
Lloramos en Los puentes de Madison porque esa película ya no es cine, es la vida. La vida con mayúsculas. Unas mayúsculas escritas con lágrimas.
(El texto citado de Andrés Trapiello, Una furtiva lágrima, podéis encontrarlo en un hermoso libro, Mil de mil, editado por Pre-Textos en 1995)
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