12/6/09
Ensayos de óptica
A mediados de los ochenta Milan Kundera relevó a Julio Cortázar en mis lecturas compulsivas, tirando del hilo del humor hasta el estallido de la risa. Milan Kundera se lo debo al maestro, que me puso en las manos La vida está en otra parte. Y tras las novelas, llegó -¿podría ser de otra forma?- El arte de la novela, una obra que Raúl Dans debe tener muy subrayada y con anotaciones en los márgenes. En una libreta vieja agavillé citas de ese libro como relámpagos:
Me complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como un eco de la risa de Dios.
Cada novela le dice al lector: "las cosas son más complicadas de lo que tú crees".
El novelista no es un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.
Componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios emocionales, y en esto estriba el arte más sutil de un novelista.
Era una manera de entrar en la cocina de Kundera, o por lo menos asomarse a la puerta del taller del novelista que admiraba. Por más que Méndez Ferrín -otro al que admiré siempre- le lanzara algunos dardos de cuando en vez desde los artículos de los lunes en el Faro de Vigo que leía religiosamente; también se los lanzaba a Pessoa, al que también tengo en un altar. En fin, también leía El arte de la novela como quien se adentra en un códice que contiene las claves secretas de un oficio, como un aprendiz que peregrina en busca de un maestro, como quien mira por encima del hombro los experimentos de laboratorio de un practicante.
A estas alturas creo que los ensayos de Kundera -como los de Cortázar-, a la luz de sus obras respectivas, consituyen reflexiones deslumbrantes que nos deparan sus buenas horas de meditaciones pero que hay que alejar de uno si lo que se quiere es escribir (una novela), como el soldado que en pleno combate coge una granada que aún no explotó y la lanza lejos. Porque explotará, te explotará en las narices. El resplandor, a corta distancia, ciega. O sea, que uno coge un ensayo de Kundera con cuidadito. Y cuando está alejado del combate (con la escritura).
Hace un par de meses, el maestro volvió a ponerme en las manos material explosivo: El telón de Kundera. Me lo había recomendado hace unos años Raúl Dans cuando escribíamos juntos, pero lo dejé pasar, como quien da un rodeo para evitar un campo minado. Lo mantuve en espera, por si me olvidaba. Pero esta semana me fui administrando cada uno de los siete ensayos que exploran la novela, su código genético, la tradición narrativa occidental, la modernidad europea, las novelas que piensan, el desbordamiento de los límites, el novelista y la risa, porque el centro de gravedad de este libro es esa broma maravillosa del Quijote:
El mundo se abrió ante el caballero andante en toda la desnudez cómica de su prosa.
Aunque, si caí rendido en brazos del ensayo de Kundera, tuvo la culpa el azar que me llevó a abrir El telón por una página bajo el epígrafe La belleza de una muerte, la fatídica página 35 (de la colección Fábula -de bolsillo- de Tusquets). Empieza así:
¿Por qué se suicida Ana Karenina?
Y dos páginas más adelante:
El examen tolstoiano de la prosa de un suicida es una gran hazaña; un descubrimiento que no tiene parangón en la historia de la novela, ni nunca lo tendrá.
Bien, Ana Karenina es una de mis novelas favoritas. Si para alguno de vosotros representa algo especial, os recomiendo que vayáis a una librería tranquila y acogedora, que toméis El telón en vuestras manos, busquéis un rincón y leáis las cinco páginas que le dedica Kundera. Es una lectura iluminadora de uno de los misterios gozosos de la literatura, el descubrimiento de un paralelo inexplorado de la esfera de la experiencia humana, un paso más en el aquel de acechar lo indescifrable de la condición humana, hechos como estamos de memoria y sueño. Pero, cuidadito, advierte Kundera, una escritura de esta naturaleza, una ambición tal, lleva aparejada la maldición del practicante, o sea, del novelista:
...su honestidad está atada al potro infame de su megalomanía.
El telón se abre sobre el trayecto heredado desde el fulgor del gesto destructor -y fundador- de lo cómico de la mano de Cervantes que arrastra a Sterne, Stendhal, Flaubert y Tolstoi hasta Kafka. Musil, Broch o Grombrowicz, que amojonan la historia de la novela moderna como forma de conocimiento del enigma de la existencia. Como método de iluminación, o sea, una estética a modo de foco. Un foco que se enciende en nuestro interior para llegar, como quería Flaubert, al alma de las cosas.
Encuentro en El telón una cita de Proust que me gusta mucho y que he usado más de una vez en las clases:
Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podría ver de sí mismo. El hecho de que el lector reconozca en sí mismo lo que dice el libro es la prueba de la verdad de éste...
Suelo cambiar lector por espectador, escritor por cineasta y libro por película, y encuentro una definición muy precisa del cine que me gusta. O dicho con palabras de Andrés Trapiello:
Sólo dos horas tiene un director de cine para hacernos creer que la historia que va a contarnos no sólo es una buena historia, sino que además se trata de nuestra historia.
Cómo no imaginar entonces que las novelas y las películas no son más que tentativas de exploración cuya poética es una ciencia de la física, porque, al final, cuando llegan a nuestras manos o a nuestros ojos, devienen, en el mejor de los casos, apenas humildes ensayos de óptica.
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