8/6/09
El jardín de Melijovo
He vuelto a leer La dama del perrito. Y El beso. Quizá porque estamos en el tiempo de las cerezas y cuando uno coge una cereza nunca viene sola, como acontece con los recuerdos, o porque uno de los textos de Carlos Casanova que comenté ayer me devolvió a Chéjov. Y vete a saber por qué fue como si los leyera por primera vez. Como si esta vez me dijeran cosas distintas o fuera yo mismo un lector distinto u otro quien se viera reconocido entre líneas, como si el destino me acariciara por azar en el momento preciso o como si me estuviera esperando entre sus páginas. Como si hubiera sintonizado la frecuencia y Chéjov me hablara al oído. Quién sabe. Qué importa.
Chéjov amaba los cerezos y las rosas, y soñaba con el aquel de caminar por senderos asombrados por árboles en flor. Hizo realidad ese sueño en su casa de Melijovo, a dos horas y media en tren de Moscú. Además de la casa y el terreno compró también tres caballos, una vaca, cuatro patos, dos perros y un piano. Los campesinos acudían a verlo y el patio estaba siempre lleno de enfermos que esperaban, incluso venían de aldeas lejanas, y no les cobraba la consulta porque eran pobres. En los seis años que pasó en Melijovo, Chéjov consiguió una oficina de correos (escribió y envió 2.500 cartas desde Melijovo, y mantenía sus amoríos a base de correspondencia -Kafka imitaría la estrategia-), un puente sobre el río, la pavimentación de los caminos, tres escuelas, tomó medidas preventivas para contener el cólera y atendió a miles de campesinos para quienes Chéjov era un médico, no un escritor, ninguno sabía leer.
El cuarto de trabajo de Chéjov era la habitación más soleada de la casa. Tenía tres grandes ventanas que daban al jardín y a través de ellas podía contemplar los manzanos y los cerezos en flor en primavera, y las rosas al final del verano. Cuando llegaba el invierno, la nieve llegaba hasta la mitad de los cristales y las liebres se asomaban y curioseban mientras Chejov escribía Los vecinos, Grosellas, Relato de un desconocido, La sala número 6...
Las flores y los árboles del jardín eran el reino de Chéjov. Los cientos de bulbos que plantó en otoño dieron tulipanes, narcisos, jacintos y lirios en primavera. Más tarde llegaron las lilas, los claveles, los jazmines, las violetas, los alhelíes y... las rosas, estaba muy orgulloso de sus rosas. Era el primer jardín de Chéjov. Escribía a sus amigos contándoles cómo disfrutaba de la fragancia de las flores en el crepúsculo y daba largos paseos por el bosque en compañía de sus perros Bromuro y Quinina.
La primera primavera que pasó allí en 1892 su huerto dio tantas cerezas en julio que su familia no sabía qué hacer con ellas. Pero Chéjov plantó más cerezos. Le cautivaba la visión de los cerezos en flor. Y las cerezas. Tanto que no las comía una a una. Se llenaba la boca con un puñado de ellas, así saben mejor, decía. Comiendo las cerezas de su propio jardín recordó cuántas veces le tiraron de las orejas de niño por robarlas de los árboles ajenos, incluso de los cerezos del cementerio de Taganrog, su pueblo natal. Cuando llegaron las nieves del otoño ya había plantado sesenta cerezos de la famosa variedad Vladimir: cerezas grandes y dulces de un rojo intenso.
Se hizo construir en el jardín una cabaña de madera donde se recluía a escribir cuando había demasiado ruido o demasida gente en casa. Allí escribió La Gaviota. La obra se representó en San Petesburgo en 1896. Un desastre total. Chéjov no olvidaría aquella noche de risas a destiempo, burlas e improperios. Dos años después el Teatro del Arte la representó en Moscú. Fue una apoteosis. Pero Chéjov no estaba allí para verlo.
La escritura de Chéjov, cuento a cuento, acaba percibiéndose como un sismógrafo de las conmociones íntimas, de los terremotos del alma, del magma incandescente y secreto que arde en el corazón humano; esa geología de las emociones, esa tectónica de placas de los anhelos y esa geografía de los tornados del deseo que se velan con un papadeo, con una palabra musitada o con una mirada esquiva. Chéjov cuida de lo que se pierde en un roce fugaz, de lo que persiste lacerante en la memoria de lo perdido y de lo que alienta en el sueño imposible, el último refugio de la pena. Los cuentos de Chéjov devienen un inventario luminoso, compasivo, irónico, contenido y sutil de la belleza, la banalidad y el infortunio de la existencia. Personajes insignificantes, vidas rutinarias, escenas anodinas que bajo la observación precisa de Chéjov, la selección de los instantes reveladores y el ritmo de la prosa que nunca levanta la voz cobran la inesperada significación de aquello que es único, y es único porque hemos reconocido en el cuento una resonancia secreta de nuestra propia sensibilidad, porque hemos reconocido en las páginas de Chéjov páginas de nuestra propia vida, hasta tal punto que volvemos sobre el cuento por si nos perdimos algo -y siempre nos hemos perdido algo- que él sabe de nosotros que aún no hemos descubierto.
En Melijovo, Chejov acabó en 1897 El tío Vania que lleva como subtítulo: Escenas de la vida campestre. En A Coruña, en 1995, cuando celebrábamos el centenario del cine, vimos Vania en la calle 42 (1994), una película de Louis Malle con guión de David Mamet. Nunca el teatro me ha conmovido tanto, nunca el teatro ha sido llevado a la pantalla con mayor desnudez, nunca tanto el teatro se ha vertebrado con el cine, nunca la materia prima del teatro ha dado mejor cine, nunca con un teatro "tan teatro" el cine ha sido más cine. Nunca el cine ha sido tan puro Chéjov. Y Chéjov puro cine. Hasta tal punto la mirada de Malle deviene pura piel de Chéjov que, tras haber acompañado a los actores de la compañía de André Gregory desde la calle 42 hasta el interior del viejo Teatro New Amsterdam para los ensayos de la obra, la representación de Tío Vania empieza antes de que lo hayamos advertido, un feliz presagio de la ceremonia de la simplicidad, del despojamiento y de la primorosa precisión del (último) filme de Malle: el teatro es el modo de hacerse y el cine la forma de volverse invisible en el curso captura del proceso en que unos personajes se abisman en el vértigo de que ya nunca serán quienes soñaron que serían -quizá el gran tema de Chéjov-, pero más allá del abismo hay que vivir, en la esperanza de que seamos dignos de la dulce caricia de la misericordia. Volverse invisible para derribar, paso a paso y acto a acto, los artificios de la representación y dejarnos a solas con los personajes de Tío Vania, en diálogo íntimo con las palabras de Chéjov, hasta que uno ya no ve sino que cree. Con Vania en la calle 42 celebrábamos el teatro y el cine. Y un milagro de energía y delicadez llamado Julianne Moore, que se merecía una carta de Chéjov.
Una de las últimas personas que vivió en la casa de Chéjov en Melijovo fue la actriz del Teatro del Arte Olga Knipper que interpretó el papel de Nina en La gaviota. Allí nació la historia de amor que enhebra las Cartas a Olga y los últimos años de Chéjov.
Vendió la finca en 1899 a un comerciante de madera que taló inmediatamente los cerezos. Chéjov no olvidó los hachazos. En la acotación final de El jardín de los cerezos (1904, el año de su muerte) resuena el fin de un mundo:
(Como si cayera del cielo, se escucha un sonido lejano, trémulo y triste, parecido al de la cuerda de algún instrumento que se rompe. Y se hace el silencio, alterado tan sólo por los hachazos que alguien descarga, a lo lejos, contra los cerezos del huerto.)
Así acaba una obra extraña imposible de resumir, tan difícil de medir (tan fácil es pasarse de solemne que quedarse corto hasta la insignificancia), que en una réplica transita entre la comedia y el drama, tan abstracta que, en palabras de Marcos Ordóñez, abre una puerta al teatro de Beckett.
Quizá no tan abstacta. O tan abstracta como un sueño de infancia que perdura a través de tantas pérdidas irremediables. O un sueño inmolado. Chéjov añoró hasta el último día su reino perdido donde los cerezos florecían cada primavera: el jardín de Melijovo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario