Cuando me aventuré con esta escuela de los domingos hace casi cinco meses imaginé que escribiría lo que me apeteciera, lo que me pidiera el cuerpo, lo que se me ocurriera, lo que el azar me dictara al compás de los días. Y podría hacerlo porque es una actividad libre de sujecciones contractuales o de contrapartidas económicas. Un trabajo gracioso, vamos. Bueno, digo yo que aceptar alguna sugerencia que otra puede computarse como azar, porque uno va por la vida, valga la imagen, solo como don Quijote pero no aislado como Robinson. Pero no contaba yo con que mi amigo Diomedes Díaz se convirtiera en el Pepito Grillo de este blog. Antes de nada, una aclaración: mi amigo no tiene nada que ver con su tocayo, el insigne artista vallenato Diomedes Dionisio Díaz Maestre, nacido en 1957 en la finca El Carrizal, en el corregimiento de La Junta, al sur de la Guajira; es más, mi amigo Diomedes Díaz detesta el vallenato y no digamos los sucedáneos que nos asaltan cada verano en las terrazas de los bares. A él no lo saques de Thelonious Monk, Charles Mingus y Sonny Rollins. De ahí no pasa, ahí se quedó. Y no contaba yo con que Diomedes Díaz frecuentara estos pagos porque también detesta los ordenadores, los móviles y lo digital en su conjunto. Escribe a mano y a lápiz en agendas viejas y en papeles con membretes de hoteles literarios que le traemos los amigos -del Hotel Pentelikon en Kefalari-Kifisia, el Finn's Hotel de Dublín, el Raffles Hotel de Singapur, el Hotel El Minzah de Tánger, el Hotel Carlton de Florencia, el The Algonguin de Nueva York, el Palace Hotel de Busaco o el Hotel Reina Victoria de Ronda-, porque él, por principios, no ha movido más allá de 50 kms a la redonda, como Kant (aunque uno siente que esos principios tienen los días contados). Indica lugar y fecha de lo que escribe cada día pero, eso sí, falsea ambas coordenadas, porque el tiempo y la geografía son los primeros materiales que exigen un tratamiento de ficción, aunque no escribe nada que no haya vivido, un work in progress de miles de páginas de caligrafía apretada y minúscula intitulado Perdido en Bruma. Pero en cuanto supo de este blog buscó en el negociado del que se jubiló quien le imprima estas entradas y luego viene a casa, se sirve dos dedos de Glenkichie, se sienta en un sillón que ya sólo usa él y procede a "leerme la cartilla". Y Diómedes Díaz, como diría aquel personaje de las Comedia bárbaras, nunca es canso en su aquel de ponerme los puntos sobre las íes: ¿por qué no desarrollé con mayor detalle, en la entrada sobre Los sobornados, la adaptación de Sidney Boehm, señalando las aportaciones de Jerry Wald y la planificación de Fritz Lang con el director artístico Robert Paterson?, ¿por qué no escribo sobre La tumba india -su película favorita de Lang con Más allá de la duda-?, ¿qué espero para dedicar alguna entrada a Kurosawa -no admite discusión a propósito de Dodeskaden, es la obra cumbre del Sensei-, a Ozu o a Mizoguchi?, ¿y a qué viene que no haya siquiera mencionado a Satyajit Ray, si hace veinte años no paraba de hablar de Apur sansar (El mundo de Apu) e incluso había fotografiado algunas de sus imágenes subtituladas en el televisor?; ¿por qué no insisto en la fractura histórica y cultural que supone la experiencia del cine a través del dvd frente a la proyección cinematográfica?, ¿para cuándo una entrada John Cassavetes y, por encima de todo, sobre Gena Rowlands, su actriz favorita?, ¿por qué no escribes de Escrito bajo el sol -su película favorita de John Ford-?, ¿por qué no trato el tema de la crítica cinematográfica a la luz de la Crítica del juicio de Kant -su debilidad-? Y no se limita a formular reproches inquisitivos sino que me avizora mientras tecleo alguna entrada y llega incluso a leerme por encima del hombro, y eso que sabe que no soporto ninguna de las dos cosas. El último reproche lo formuló hoy mismo: cómo pude despachar ayer en un párrafo una de las películas esenciales del último cuarto del siglo XX -se refiere a Vania en la calle 42, una de sus favoritas-, usándolo como mero pretexto para hablar de cerezos y rosas.
Os preguntaréis por qué lo aguanto, pero es que lo conozco como aquel que dice de toda la vida y echarlo es como despedir a una parte de mí mismo. Así que por una vez, le voy a hacer caso y escribire con algo más de pormenor sobre el filme de Malle. O más bien sobre el montaje de Tío Vania por André Gregory que está en el origen de la película.
La historia del Tío Vania de Gregory comienza en 1989 cuando decide trabajar el texto de Chéjov a partir de una adaptación de David Mamet. André Gregory se formó junto a Grotowski -¡con cuánta devoción leímos aquel librito suyo, El teatro pobre, con las cubiertas plateadas de los Cuadernos infimos de Tusquets!-, uno de los visionarios del teatro de la segunda mitad del siglo XX, y en 1970 estrenó Alice -a partir de la obra de Lewis Carroll- un montaje legendario de la escena neoyorquina.
Empezó a contactar con actores. No pasaba por su cabeza hacerles pruebas, se limitó a hablar con ellos largo y tendido, sin prisas, sin plazos ni fechas. A algunos de esos actores ya los conocía -George Gaynes (Profesor Serebriakov), Jerry Mayer (Iván Ilych) y Larry Pine (Dr. Astrov)-, y con Wallace Shawn ya había colaborado en la película de Louis Malle Mi cena con André (1981) y aceptó interpretar al tío Vania. Eligió a Julianne Moore para encarnar el personaje de Elena y Brooke Smith para el de Sonia. Las actrices Lynn Cohen (Mami) y Ruth Nelson (Nodriza) se sumaron al reparto.
La compañía de André Gregory ensayó de forma intermitente durante cuatro años, en aquellos periodos donde los actores quedaban libres de otros proyectos en el cine o en la televisión. El primer verano juntos ensayaron en un piso luminoso alquilado. Cocinaban, organizaban fiestas, convivían. Así pudieron romper barreras y conocerse unos a otros. La clave, recuerda Brooke Smith, "era sentirnos como una familia, ya que Tío Vania trata sobre un grupo de amigos, una familia". Después de un par de meses, los actores se separaron para cumplir con sus compromisos. Y cuando encontraban un hueco en sus agendas volvían a reunirse para reanudar los ensayos.
Cada actor incorporaba a su papel las nuevas experiencias. La interpretación cambiaba y se enriquecía. "Era extraordinario. Compartimos tanto que siento que maduré mucho durante los años que interpreté a Elena", evocará Julianne Moore. Para André Gregory es inútil pretender captar toda la riqueza y profundidad del texto de Tío Vania, al fin y al cabo los personajes son tan profundos y misteriosos como nosotros mismos, y podrían estar ensayando la obra durante veinte años sin conseguir llegar al fondo del pozo que cavó Chéjov bajo las palabras del texto.
Durante mucho tiempo el Tío Vania fue algo informe. Cada día era diferente, la interpretación nunca era la misma. Entonces, un día, recuerda con emoción Julianne Moore, "nos dimos cuenta de que lo habíamos conseguido. Ya no podríamos cambiar nada más, nunca. Era maravilloso e inquietante". Durante dos años, la compañía de André Gregory representó el Tío Vania en el Teatro Victoria de Times Square, funciones casi privadas para treinta personas. Louis Malle visitó más de una vez a sus viejos compinches Gregory y Shawn, los dos sabían que aquella representación pobre y desnuda debía ser conservada, y le pidieron al cineasta que la filmara.
A partir de ese día Louis Malle vio el Tío Vania de otra forma y se devanaba los sesos para tratar de encontrar la forma de captar con la cámara, con el lenguaje cinematográfico, la emoción íntima y los sentimientos profundos que transmitían los actores mientras interpretaban aquel texto que exploraba los rincones oscuros del silencio del corazón humano. Para rodar la película eligieron un teatro abandonado de la calle 42, el New Amsterdam que ya sólo albergaba los fantasmas de las Follies de Zigfield, a punto de ser desalojados para siempre. Un teatro que fue comprado por la Walt Disney Enterprise y reabierto años después.
El New Amsterdam llevaba cerrado décadas. Una completa ruina atrezada con polvo y telarañas. André Gregory, los actores y Louis Malle se enamoraron al instante de aquel templo desamparado. Peter Brook había querido dirigir allí su Carmen pero no pudo conseguir los permisos, era demasiado peligroso. Para el Tío Vania filmado tuvieron que colocar redes para contener el yeso y la escayola que se desprendían del techo. Algunas partes del escenario no pudieron utilizarlas porque estaban podridas y las ratas habían roído las cuerdas de la tramoya. Pero Malle y Gregory querían rodar allí por encima de todo.
A finales de abril de 1994, antes de empezar el rodaje -que sólo duró once días-, la compañía original se reunió para empezar a ensayar la obra una vez más, pero ahora en función de la cámara y a partir de un guión de David Mamet. Phoebe Brand sustituyó a la desparecida Ruth Nelson en el papel de Nancy, había sido amigas íntimas y habían formado parte del legendario Group Theatre. Durante esos ensayos germinó, en palabras de Ángel Fernández-Santos -también desaparecido-, el milímetrico acoplamiento de la cadencia de filmación con las ondulaciones del tiempo por donde se mueve el trozo de vida filmado.
Esa maravilla que se llama Vania en la calle 42. Y no me resisto a traer aquí el último párrafo del texto del citado Ángel Fernández-Santos que aparecía en el press-book de la película cuando se estrenó aquí en 1995: "...a quienes piensan o quieren hacernos pensar a través de una viejísima y averiada mercancía conceptual que tiene el candor de decir que este nuestro tiempo arranca de cero y que sus pobladores no contamos con un pasado consolador o desolador, al que acudir como espejo de lo que ahora nos ocurre y, sobre todo, de lo que no nos ocurre, hay algo en el murmullo de Chéjov, traducido por Mamet, ritmado por Joshua Redman, dicho por los actores de Gregory y filmado de rodillas por Malle, que suena a burlón y contundente corte de mangas". (¡Cuánta falta nos hace Ángel Fernández-Santos!)
Ver una vez al año Vania de la calle 42 entraña tocar con las yemas de los dedos, como si de un libro para ciegos se tratara, las páginas siempre vivas en Chéjov de la gramática del silencio.
Intentando conocer a Carlos Casanva ,pero por este medio no tengo muchas referencias
ResponderEliminarEs agradable releer a los clásicos .
Tenemos suerte de que tengas un amigo que te incite a escribir ,de esta manera apremos y disfrtamos los que frecuentamos la escuela de los domingos.
Un saludo