2/6/09

La escena



Ayer le contaba a Raúl (Dans) que había visitado la retrospectiva de Juan Muñoz en el MNCARS que permanecerá hasta el 31 de agosto y a medida que le comentaba algunas impresiones sobre las obras me insistía en que debía escribir una entrada a propósito de la exposición. Levanta uno el teléfono para saber cómo le va y cuelgas con deberes. En fin.


Five Angels for thew Millennium, 2001,
de Bill Viola


No estoy familiarizado con las instalaciones, tampoco con las vídeoinstalaciones. Que yo recuerde, en los últimos veinte años he visto pocas videoinstalaciones que me hayan gustado, por ejemplo la de Bill Viola sobre Juan de Yepes, o sea, San Juan de la Cruz, y la fascinante y bellísima Senescencia de Ignacio Pardo hace dos años en el CGAC de Santiago de Compostela.


Fragmento de Senescencia de Ignacio Pardo


Una película, una obra videográfica, pictórica, gráfica o fotográfica consiste en una realización bidimensional que únicamente reclama un espacio mental, por así decir el espacio que la obra trabaja dentro de nosotros, que nos sugiere, que nos provoca mientras la contemplamos y aun después. Y aun la escultura como obra, pieza o volumen únicos se presenta con una tridimensionalidad acotada, circunscrita, amojonada, que únicamente se libera en la escena interior de nuestra imaginación.

Una instalación reclama un espacio con todos los atributos de la tridimensionalidad como marco conceptual, y aun una arquitectura que propone un juego escénico y una red de alternativas deambulatorias para el espectador, para los espectadores. Juego y deambulación en el curso del tiempo, en la cuarta dimensión. Una instalación deviene, pues, una escena, y una puesta en escena. No solo un escenario para la obra, sino una obra como ingrediente de una puesta en escena. No sólo una teatralización sino una obra teatralizada.




La obra de Juan Muñoz como instalación propone una escena que remite a otras escenas, a la condición teatral de la existencia, a la vida como escenografía, al mundo como puesta en escena, al teatro del mundo. Y a la condición del espectador como voyeur, como público, como intérprete -en un doble sentido, hermenéutico y escénico-. Y a la propia obra como métafora. Como metáfora de una metáfora. Y a Velázquez, cuyas pinturas más conocidas como Las meninas o Las hilanderas pueden contemplarse como dispositivos escénicos que invitan al espectador a "entrar" en la escena representada y aun lo interpelan con la mirada prolongando un juego especular a modo de interrogación sobre lo que vemos, como si Velázquez nos estuviera esperando allí desde siempre, por eso uno no puede dejar de inquietarse cada vez que uno se va: ¿se vaciará el cuadro cuando se vacíe el museo? Sin Velázquez no existiría Juan Muñoz. Vaya obviedad, ¿no? Sin Velázquez apenas existiría nada.




Cuando entramos en la gran sala donde nos aguardaba Muchas veces, una muchedumbre de hombres de rostros sonrientes y ojos rasgados, distribuidos en grupos, como en una gran plaza vacía, Ángeles y yo éramos los únicos visitantes-espectadores, turistas enajenados. Al poco Ángeles empezó a sentirse angustiada, la convencí para que deambuláramos un rato entre los grupos, atrapado en una red invisible, en una trama magnética inquietante. Poco después era yo mismo quien se sentía presa del desasiego en medio de aquella muchedumbre atrapada en el tiempo, congelada en un instante, rodeado por aquellos seres ensimismados -máscaras vacías-, condenados a una infinita soledad, a un silencio que estremecía como un rumor cósmico. Y nos fuimos de allí por la primera puerta que encontramos mientras por el fondo de la sala enorme empezaban a escucharse voces que trataban de llenar un vacío y protegerse del desamparo.




En el espacio catedralicio donde se instala Hacia la sombra podemos conservar la distancia y el silencio resulta casi acogedor, para asimilar la lluvia mansa de referencias, desde el cine hasta la caverna de Platón, hasta las cuevas de la Prehistoria, hasta la noche de los tiempos donde la luz arrancó el primer deslumbramiento por el misterio de la oscuridad. Y de vuelta al presente de quienes no éramos más que sombras Hacia la sombra.

Cerca de allí, Esperando a Jerry, un cuarto oscuro de proporciones domésticas pero techo muy alto y, en una esquina, una ratonera que filtraba la única luz, mientras la melodía de los dibujos animados nos envolvía. Un juego que convocaba un papel adecuado a nuestra íntima sensibilidad: ¿quiénes éramos? ¿el Jerry que esperaban? ¿o Tom esperando a Jerry? Pero más aún el juego suponía desactivar la distancia, la condición de voyeur, para investirnos como actores, elementos de la obra, piezas de la instalación.




Un coche accidentado con el habitáculo convertido en casa de vecinos, los vagones descarrilados con los compartimentos trasformados en viviendas. El movimiento es nuestro hogar. Habitamos la velocidad. La máquina como metáfora. Como un juguete demasiado grande. Juguete quizá de un gigante invisible. Familiaridad y extrañamiento que nos asaltaban alternativa o sucesivamente a medida nos acercábamos o cobrábamos distancia.




La enana apuntadora de un escenario óptico vacío, la enana ante el espejo o incorporada a la mesa de billar; el hombre que duerme sobre una mesa, o que escucha con la oreja pegada a la pared, o que se muere de risa graderío abajo... Teatro, circo, radio... Relato cuyo enigmático guión reclama nuestra memoria o nuestra capacidad de juego.


Juan Muñoz


Asi que uno al cabo de una hora se siente a medias agotado de haber trabajado en una obra, a medias perplejo porque no sabe bien en qué obra participó ni qué papel interpretó o si fue interpretado por algún demiurgo (o ventrílocuo) llamado Juan Muñoz.




La fronteras nítida entre la obra dimensional -incluso en la escritura tradicional- y quien la contempla se vuelve ambigua, movediza, lábil, en la instalación donde el juego plástico se conjuga con el juego escénico para alterar y/o socavar el estatuto confortable de espectador a través de una estudiada y/o aleatoria gradación de intensidades. Nosotros mismos formamos parte de la instalación, concernidos por la propuesta, presas de la curiosidad, atrapados en la telaraña de significantes; "instalados" en un marco conceptual donde la distancia queda abolida por momentos, donde nos movemos entre el rol de sujetos de una interpretación y el de significantes objeto de interpretación; jugadores y piezas "jugadas", cazadores de significados y (significados) cazados, actores y actuados. Depende de la distancia o de que podamos establecerla, si nos dejan o nos dejamos actuar. Espectadores y personajes. Segun el relato. Según la escena.

1 comentario:

  1. Pues tendremos que darle las gracias a Raúl por esta entrada, ¿no?

    Qué difícil es escribir de arte, de cualquier forma de arte, y qué bien lo hace el maestro de esta escuela. Decía Godard (o pudo haberlo dicho, o lo digo yo escondiéndome detrás de Godard) que una crítica de cine debe ser, en cierto modo, una obra cinematográfica. De otro modo resulta superflua. Lo mismo podría decirse acerca de una crítica de arte, de cualquier forma de arte. Y qué suerte tenemos los que asistimos a estas clases de vernos regalados, casi cada día, con una obrita de arte.

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