7/9/09
El último refugio
Si hay una filmografía atravesada -diríase que poseída, incluso hipnotizada- por la memoria personal, ésa es la de Terence Davies. Seis largometrajes en 25 años: Trilogy (1984) -integrado por tres cortometrajes anteriores -Children (1976), Madonna and Child (1980) y Death and Transfiguration (1983)-, Voces distantes (1988) -integrado por Distant Voices y Still Lives-, El largo día acaba (1992), La biblia de neón (1995) -adaptación de la novela de John Kennedy Toole-, La casa de la alegría (2000) -adaptación de la novela de Edith Wharton-, y Of Time and the City (2008). Excepto las adaptaciones, las demás películas -sus mejores películas, obras mayores del arte cinematográfico- representan una inmersión en el pozo de los recuerdos, un viaje al corazón de las tinieblas del alma y una travesía a través del tiempo hacia la casa de la madre, en busca de las voces perdidas, de las canciones inolvidables, de las películas que vieron su infancia en el Liverpool natal. Obras que representan un flujo de intimidad decantada que vibra en una reconstrucción de la memoria personal, mitad documento mitad ritual, que no pretenden recobrar lo vivido sino evocar lo irreparablemente perdido con melancolía, pero también con un palpitante desasosiego. Películas que, antes que narrar, muestran, representan; poemas, antes que relatos; documentos transmutados en elegías; espejos íntimos.
De sus obras mayores -los filmes memoriosos-, tan sólo Voces distantes tuvo en su momento algo parecido a una distribución comercial aquí. El último fue posible gracias al patrocinio de Liverpool Capital Europea de la Cultura 2008. Of Time and the City, un documental sobre Liverpool que deviene una apasionante autobiografía filmada, quizá resulte la despedida de Terence Davies de la ciudad que nutrió su imaginario, que formó su sensibilidad y caló sus emociones. En palabras del cineasta, si transcurrieron ocho años entre sus dos últimas películas es porque en el Reino Unido (también allí) el cine se contempla como una extensión de la televisión, le dicen que quieren otro filme de Terence Davies (¡faltaría más!) pero otra cosa es que pongan el dinero para que pueda hacerlo. Unas palabras que adquieren todo su valor cuando se leen las declaraciones del señor Guardáns, director general de cinematografía, en el festival de Locarno: el cine no se hace para verlo en los museos (...) Eso es otra cosa, artística quizá, pero otra cosa. Sobre todo cuando algunas de las mejores películas se producen gracias al apoyo de museos o centros artísticos, y muchas podemos verlas justamente gracias a esas instituciones. Y muy ilustrativa esa precisión respecto al cine como algo, en principio, no artístico; total que las películas de Pedro Costa, las últimas piezas de Víctor Erice -La Morte Rouge, por ejemplo- o la última película de Terence Davies que sólo se pueden ver en museos y/o filmotecas no deben ser cine, sino ovnis atísticos. Y sí deben ser cine -porque se ven en los cines, mira por dónde- imposturas como Anticristo de Lars von Trier y Mapa de los sonidos de Tokio de Isabel Coixet, o la penosa -¡ah, las buenas intenciones!- Todos estamos invitados de Gutiérrez Aragón (con guión suyo y de Ángeles González-Sinde). Unas declaraciones aún más reveladoras cuando se analiza la orden ministerial del equipo del señor Guardáns donde, tras una declaración de principios en la que se defiende el caracter esencialmente cultural del cine, acaba expulsando del sistema de ayudas a las películas que cuesten menos de 2 millones de euros. Vale la pena leer el artículo de Isaki Lacuesta, "La cuenta de la vieja" en el último Cahiers (España). En fin, para qué seguir. Quizá sólo para añadir algo que le escuché al maestro hace dos días: ya puestos a pendar en el público, al menos ofrendarle, no lo que les gusta, sino lo que necesita, aunque no lo sepa, o aún no. Como los filmes memoriosos de Terence Davies, que tanto necesitamos. Así que volvamos a Terence Davies.
Quizá porque la memoria es como las cerezas y cuando uno mete la mano en el cuenco nunca viene una sola, tras volver a Dublineses, me tentó volver a ver Voces distantes, una película casi contemporánea de la de Huston. Las imágenes (visuales y sonoras) de la película de Terence Davies mantuvieron su pesistencia retiniana a los largo de veinte años, como si fuera ayer. Sobre negro escuchamos un trueno. Empieza a llover. Abre de negro y vemos el portal de una casa en una calle de Liverpool. En off, un parte meteorológico en la radio, y en el último peldaño de la escalera de entrada las botella de leche. La madre sale a recogerlas. Nos acercamos en un travelling frontal y entramos con ella en casa. Nos quedamos en el vestíbulo al pie de las escaleras que llevan al piso de arriba mientras la madre desaparece por la derecha (hacia la cocina ) y llama a los hijos: Eileen, Maisie, Tony. Entonces los niños bajan a desayunar, pero no los vemos, tan sólo escuchamos sus pasos en la escalera y sus voces en off. Suena una canción: Me pongo triste cuando llueve... las gotas de lluvia me recuerdan las lágrimas...
Plano frontal de la madre con los tres hijos ya mayores vestidos para la boda de la mayor, en actitud de posar como si tratara de una foto familiar: en el centro Eileen y Tony-que va a jejercer de padrino-, la madre a la izquierda y Maisie a la derecha. Tras ellos, en la pared, la foto del padre con un caballo. Travelling frontal hacia Eileen mientras escuchamos su voz: "Me gustaría que papá estuviera aquí". La cámara se desplaza hasta un primer plano de Maisie: "Papá era un cabrón..." Entonces vemos al padre que le niega unos chelines a Maisie unos años más joven para ir al baile si no friega antes el sótano, la chica tiene miedo a los ratones, pero el padre es inflexible, un padre padrone, un tirano violento...
Resuenan los pasos en la memoria/ por el pasillo que no recorrimos/ hacia la puerta de la rosaleda,/ que no abrimos nunca. Así resuenan/ en tu mente mis palabras./ Pero no sé/ su propósito al perturbar el polvo/en el cuenco de pétalos de rosa./Otros ecos habitan el jardín. No es una canción, aunque podría serlo. Son los versos 11-19 de Burnt Norton, el primer cuarteto de T. S. Eliot. No resulta exagerado decir que los cuartetos de Eliot inspiran la obra memoriosa de Terence Davies, un cine que deviene herramienta para abrazar la naturaleza misma del tiempo: Están presente y pasado presentes/ tal vez en el futuro, y el futuro/ en el pasado contenido. Así comienza el primer cuaterto de Eliot y no se me ocurre una síntesis más justa de Voces distantes, pero también de El largo día acaba.
La apertura de Voces distantes no sólo nos coloca a las puertas de la memoria, también nos revela las cuerdas que va a tensar (y tocar) y la tonalidad cromática (de imágenes y sonidos) con que los recuerdos van a fluir en un proceso de búsqueda de la identidad, de construcción del yo que invoca el pasado, de formación de la conciencia. Una austera introspección para reconstruir la artesa donde se amasa lo que somos. Corriente arriba por el río de la memoria, Terence Davies cuida con exquisito primor las transiciones entre los momentos recordados -el momento de la rosa y el momento del tejo, de Eliot que alguna vez evocó el cineasta-, como si fueran fotogramas de un travelling interminable a través de puertas y ventanas -tránsitos y miradas-, mientras suenan (y cantan) las canciones para conjurar el espanto, para el consuelo, para el olvido, a través de las ceremonias familiares -bodas, bautizos, entierros, fiestas- que amojonan el itineario vitual y ritualizan el tiempo. Y en el que los encadenados tejen las presencias con las ausencias, las voces distantes, las luces y las sombras; y los fundidos a blanco dotan a los cuerpos de la cualidad fantasmal de las apariciones y a lo evocado del prestigio de lo invocado.
El cine deviene, así, teatro de la memoria alrededor de la muerte del padre que sirve de detonante y polo magnético de los recuerdos de la violencia, la culpa, el resentimiento, el odio, el amor y el miedo que vertebran la familia, donde sólo la calidez de las mujeres hace soportable la existencia; una cartografía de la sensibilidad donde se conjuga la tumescencia de los afectos con la encarnadura de las emociones; y una puesta en pantalla de las heridas siempre abiertas y las aflicciones nunca redimidas con un tejido de imágenes y sonidos tramado con una recóndita armonía. Un poema de la memoria familiar que cuaja en la alquimia conmovedora de canciones, imágenes y voces, a través de una mirada que destila una dolorosa nostalgia.
Tres escenas bastan para dar cuenta del tono con que se documenta la memoria de Voces distantes y la clave con que afluyen los relatos al cauce de la película. Estamos en plena 2ª guerra mundial durante los bombardeos de Londres y los padres de nuestros protagonistas aún niños corren con otros vecinos hacia el refugio más próximo entre el fragor de las explosiones cada vez más cercanas y el rugido de la aviación alemana. La madre echa de menos a los niños, pero el tumulto la empuja escaleras abajo hacia el sótano habilitado como refugio. Los niños corren por la calle y están a punto de ser alcanzados por una bomba que cae muy cerca. Llegan al refugio y traen los rostros tiznados por la explosión. El padre abofetea a Maisie. En ese momento los aviones rugen muy cerca. Entonces el padre abraza a Maisie y le implora: "Canta, Maisie, canta". Y Maisie entona una canción que suena como una plegaria frente al desvalimiento y el espanto. La cruel imopotencia, la violencia del indefenso, la impiedad del miedo.
Llueve sobre una pared rojiza y unos paraguas negros. Música de película. La cámara asciende por la pared. Unos carteles anuncian los próximos estrenos de dos películas musicales americanas. La cámara sigue ascendiendo hasta las farolas que derramaban la luz sobre la pared y los paraguas. Encadenado lento. Una sala de cine durante la proyección de una película, algunos espectadores fuman. Entre el humo descubrimos a Eileen y Maisie llorando, pañuelo en mano, contemplando arrobadas la pantalla que permanece siempre fuera de campo. Corte. Cenital sobre un tragaluz, unos hombres caen a cámara lenta, atraviesan el tragaluz, lluvia de cristales. Parece una escena de película. Pero en la siguiente escena descubrimos que se trata de Tony y su cuñado que han caído del andamio. Un accidente laboral envuelto en música de cine da paso a la más cruda realidad (de una película). El momento de la rosa y el del tejo. Ni siquiera el cine nos salva de la muerte.
Y la escena final cifra con precisión y hondura la clave de la música del tiempo que resuena en las entrañas de Voces distantes: Un travelling sigue a la familia Davies mientras camina por la calle tras la boda de Tony (al que ya hemos visto muerto tras el accidente). Nos detenemos. Ellos se alejan y se funden con la noche. En un mismo movimiento de cámara los seguimos y nos alejamos. Como el propio cineasta.
En 1984, Terence Davies publicó su novela Hallelujah Now, un recorrido por su infancia en Liverpool. Nadie recuerda impunemente. Y la inmersión en el pozo insondable de la memoria íntima constituyó el detonante de Voces distantes y El largo día acaba. La primera parte de Voces distantes -Distant Voices- la rodó en cinco semanas en 1985 y la segunda -Still Lives- en cuatro semanas dos años después, con los mismos actores, en los mismos escenarios o muy parecidos a los de su infancia en una familia de clase obrera, y con niños y figuración adulta del mismo Liverpool. Terence Davies escogió con la minuciosidad que la memoria personal le exigía el atrezo de la película, incluso la fotografía del padre que cuelga en la pared de la casa familiar es la del propio padre del cineasta. Estudió con extremo cuidado y en compañía de los directores de fotografía William Diver -también montador de Voces distantes y El largo día acaba- y Patrick Duval, y la diseñadora de vestuario Monica Howe -que repetirá en El largo día...- la gama cromática en un espectro que tendía hacia los marrones, prescindiendo casi siempre de los colores primarios. La misma dedicación que presidirá la colaboración con Michael Coulter, el director de fotografía del siguiente filme. La selección de las canciones requirió -y requerirá- una búsqueda exhaustiva, partiendo a veces de una estrofa o incluso un verso que pendían del hilo del recuerdo del cineasta.
"La música parece llenar mi infancia después de la muerte de mi padre", escribió Terence Davies. "Las canciones fueron mi educación sentimental. Voces distantes es el camino hacia un retrato de una familia de clase trabajadora que formó e informó mi infancia. Es también un homenaje a mi madre y a mi familia, un homenaje a una cultura hace tiempo muerta, una forma de vida que hoy es sólo un lejano y descolorido recuerdo".
Después de ver Voces distantes fuimos hasta el Con de Agosto paseando y comentando la película. Y al regresar no encontramos mejor forma de terminar el domingo que ver El largo día acaba, una película que nace del mismo venero que la anterior, aunque con una textura y una tonalidad distinta. Bud, el niño protagonista tiene doce años y la evocación de la infancia remite a los años 1955 y 1956, Por momentos hay una alegría y una luminosidad que estaban ausente de Voces distantes. Quizá porque Bud encontró el cobijo del cine.
Contemplo El largo día acaba como si de mis propios recuerdos se tratara, cada escena que veo en la pantalla es como si me viera a mí mismo (como Bud), sentado en mitad de la escalera, ensimismado en la contemplación de mi madre, que tararea ensimismada mientras cose a la luz de una ventana, o plancha en la mesa de la cocina, o la veo desde la ventana tender la ropa a clareo; y (como Bud) estoy en mi cuarto de noche y contemplo en las paredes el teatro de sombras que producen las luces de los coches que pasan; y (como Bud) fantaseo en el pupitre de la escuela con una película recién vista y navego a bordo de un velero con Errol Flynn; y (como Bud) experimento la cruciflixión -con un magnífico movimiento de cámara que se eleva sobre el cuerpo de Cristo y acaba con un picado sobre la corona de espinas, mientras vamos escuchando el crujido de la madera de la cruz-; y (como Bud) metamorfoseo a mi familia en una escena navideña de familia feliz como sólo puede verse en el cine. El poder del cine que le otorga al niño el amparo frente a los otros poderes que lo sojuzgan: la escuela y la iglesia. Una idea que el cineasta plasma de forma elocuente en la pantalla vinculando la proyección de cine, la misa y la clase mediante un memorable travelling cenital. Por eso nos hace asistir a una clase sobre la erosión, porque eso es lo que el tiempo hace con nuestro pasado. Y ahí radica también un poder cardinal del cine: preservar el tiempo perdido, aunque sólo sea para cantarlo, o llorarlo. Porque el cine otorga un poder inédito a la mirada de un niño y voz a los silencios del corazón. Esos que se escuchan en esa maravillosa escena en que la madre le canta una canción a Bud pero, de pronto, se interrumpe: "La cantaba mi padre". Y apenas si puede contener las lágrimas y esconder a la mirada del niño la súbita aflicción que la embarga. Porque las canciones son los recuerdos de los ausentes.
Ceniza en la manga de un viejo/ es lo que dejan al arder las rosas./ El polvo en aire suspendido/ señala dónde terminó una historia. (versos 65-68 de Little Gidding, el cuarto cuarteto de Eliot)
Terence Davies recuerda que, cuando tenía siete años, su hermana mayor lo llevó a ver Cantando bajo la lluvia, una película que nunca olvidó. Allí, sentado en el oscuro y barroco interior del Ideon de Liverpool, viendo bailar a Gene Kelly con un paraguas, el futuro cineasta se encontró por primera vez con el cine. Quiza por eso siempre llueve en los filmes memoriosos de Terence Davies y no faltan los paraguas, porque aquel niño (como yo) encontró en el cine la resistencia contra la erosión del tiempo en los combates de la memoria. Y el último refugio.
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