14/9/09

Una bella causa

No sé a vosotros, pero hasta este verano a mí el nombre de William Charles Macready no me decía nada. Ángeles y yo leíamos en el Con de Agosto aguardando que subiera la marea lo suficiente como para evitar el riesgo de lastimarnos con los arrecifes que allí cortan como cuchillas. Yo leía un cuento de Robert Walser, ése que empieza: Tenía Simón veinte años cuando, una tarde, se le ocurrió que, así como en aquel momento estaba tumbado sobre el blando y verde musgo a la orilla del camino, podría irse a otro lugar y hacerse paje.


Robert Walser

La prosa de Walser pasa, siempre, tres pruebas: la del agua, o sea la del ritmo de las mareas lentas, ésas que en palabras de Melville, como me recordó Cheché Carmona el viernes pasado, suenan como si tres hombres que durmieran en la misma cama se dieran la vuelta al mismo tiempo (y añadió: quién sino un enorme escritor hubiera escrito algo así, en Moby Dick, por cierto); la de la tierra, o sea la de la caminata, que es el ritmo de las palabras y del pensamiento, como bien dijo Geoff Nicholson que estudió el arte de caminar; la del fuego, o sea la de la combustión de un cigarrillo (ah, tiempos aquellos) mientras uno paladea el fraseo perfecto de Walser. Total, que la marea subía a su aire, yo leía Vida de poeta y Ángeles... Entonces ella dijo: "Esto te va a gustar".

William Charles Macready

Y vaya si me gustó. William Charles Macready era el gran trágico de la generación de Charles Dickens. Heredó el manto de Kean y muchos de los que los conocieron a ambos llegaron a pensar que fue más allá del antiguo gigante del teatro de Shakespeare. No se paraba de hablar de su Macbecth, de su Lear. La Lady Macbeth por excelencia del XVIII había sido la gran trágica Sara Siddon (ésta sí me decía algo, porque da nombre al premio que recibe Anne Baxter en presencia de la despechada Bette Davies al comienzo de Eva al desnudo de Joseph L. Mankiewicz, mira por dónde). Cuando Dickens era un joven novelista que disfrutaba de su primer éxito, Los papeles póstumos del Club Pickwick, Macready ya era una estrella, y se convirtieron en amigos íntimos, un círculo que también reunía a Milton. En aquellos esbozos de la vida londinense que Dickens firmaba como Boz, podemos leer hasta qué punto le había entusismado la producción de Lear por Macready:

El corazón, el alma y el cerebro de este fragmento de naturaleza arruinada, en todos los estaduos de su ruina, se colocaron ante nosotros... La ternura, la rabia, la locura, el remordimiento, la pena, todos vinieron uno tras otro, y estaban ligados entre sí en una sola cadena.

En 1849, Macready hizo una gira por Estados Unidos donde ya había actuado con gran éxito. Pero esta vez muchos aficionados a Shakespeare de Boston y Nueva York acribillaron al trágico con huevos podridos, sillas, gatos muertos y cosas aún más asquerosas. Sin embargo, otros muchos aficionados intentaron defender al gran Macready. Estaba en juego la hegemonía en lo relativo a Shakespeare: Macready frente al americano Edwin Forrest que no había sido bien recibido en su gira por Inglaterra. En fin, el 10 de mayo se organizó uno de los tumultos más sangrientos de la historia de la ciudad de Nueva York. Quince mil personas se habían transformado en una turba pro o contra Macready junto al teatro Astor Palace. El alcalde y el gobernador, presas del pánico, llamaron a la Guardia Nacional, dispararon a la multitud y quedaron tres decenas de ciudadanos muertos en la calle. Mientras la violencia se desataba, Dickens enviaba telégramas de ánimo y felicitación a Macready, como si del segundo de un púgil en el rincón se tratara.

Charles Dickens, durante una lectura

Podéis leer esto y muchas otras cosas -son casi novecientas páginas- en La soledad de Charles Dickens de Dan Simmons, pero sólo es recomendable, si sois, como Ángeles, devotos del autor de Nuestro común amigo.

Macready era un actor de origen irlandés, como Kean (ah, los irlandeses), hijo de un actor ambulante. Se educó en un colegio e iba para abogado, pero a los 16 años el teatro que su padre dirigía en Manchester fue a la ruina y acabó en las tablas. En 1937 alcanzó la dirección del Covent Garden, desde la que impuso un mayor rigor en la confección del vestuario y una mayor limpieza en la atmósfera teatral, combatió el divismo y puso énfasis en los ensayos. Y lo más importante, volvió a los textos originales de Shakespeare como fuente de la puesta en escena. Se le considera, en tanto que intérprete, el creador del realismo en Inglaterra: exigía que cada actor viviese su papel, era un minucioso observador de la realidad y practicaba una preparación racional en el estudio del personaje. Se retiró de las tablas en 1851.

Cómo no me iba a gustar que, mientras subía la marea, Ángeles me leyese a propósito de un tumulto provocado por una cuestión de interpretación de Shakespeare, a propósito de esos tiempos en que se armaba la marimorena por una cuestión de Macbet o Hamlet, a propósito de una dicción o de una inflexión. Hubo un tiempo en que interpretar a Shakespeare podía convertirse en un casus belli. Cómo no me iba a gustar que Ángeles me recordara, con su lectura, que hubo un tiempo en que un casus belli podía ser también una bella causa.

1 comentario:

  1. La prosa..la poesia.. caminando junto a la locura,curiosa vida la de Walser.
    A mi tambien me hubiese gustado escuchar a Ángeles.
    Un saludo

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