3/2/09

La mirada excesiva


Simone Weil nació hace hoy cien años en París. Le dolieron todos los sufrimientos del mundo y combatió todas las injusticias de la tierra. Incubó ya en la adolescencia el bacilo antiburgués y siempre se mostró refractaria a todo lo superfluo. Vestía ropa de corte masculino, siempre el mismo modelo, zapatos siempre planos y nunca se ponía sombrero.

La búsqueda de la verdad se convirtió, desde muy pronto, en el motivo central de su existencia. Uno de sus profesores se refería a ella como "La Marciana". Alumna brillante de la École Normale Supérieur, consigue en 1931 su cátedra de Filosofía y el nombramiento de profesora en un instituto de Le Puy. Simpatiza con el sindicalismo libertario y participa activamente en manifestaciones de parados, una militancia que le depara la amenaza de destitución de su puesto docente. La apodaron "La Virgen Roja".

Las luchas obreras suponen una prolongación de sus convicciones filosóficas. Simone Weil otorga al trabajo físico una función esencial en la percepción y en la representación de la realidad. En Auxerre, su nuevo destino docente, la tachan de "activista moscovita". Escribe artículos en los que advierte sobre las peligrosas derivaciones de la crisis alemana, y discute con Trotsky, exiliado en París, a propósito del marxismo y de la situación soviética hasta sacarlo de quicio.

Para Simone Weil, la manera de superar el miedo vertiginoso que produce la pérdida de contacto con la realidad, el desarraigo que domina su tiempo a causa de los sucesivos errores que facilitan la explotación de unos hombres por otros, pasa por una intepretación del trabajo manual -pensamiento y acción- como centro de una civilización plenamente humana en una sociedad de hombres libres e iguales.

Entonces, para conocer por sí misma el funcionamiento de la opresión, la experiencia del trabajo físico en una de sus expresiones más descarnada, la de la industria racionalizada de la época, y para preservarse de la afrenta que se derivaba del uso de la desgracia ajena por los teóricos de la revolución, ingresa a fines de 1934 en una fábrica de componentes eléctricos como peón. El agotamiento físico y el dolor no le resultan tan lacerantes como la experiencia de una organización del trabajo que exilia al hombre de su facultad de pensar:

El agotamiento acaba por hacerme olvidar las verdaderas razones de mi estancia en la fábrica, y me hace casi invencible la tentación más fuerte de todas las que comporta esta vida: la de no pensar como único y exclusivo medio de no sufrir.

En abril de 1935 entra a trabajar como fresadora en la factoría Renault. Las anotaciones en su Diario precisan el número de piezas que ha de taladrar, las chapas que ha de cortar, las horas que debe trabajar, las broncas de los encargados, el frío, las envidias entre compañeros, las injusticias:

Se da uno cuenta de la propia importancia... (La pertenencia a la clase de los que no cuentan ni contarán jamás).


En 1936 viene a España y se integra en la columna Durruti como cocinera de campaña. Su participación en la guerra civil española resulta muy breve: tropieza en la cocina y una sartén de aceite hirviendo le abrasa una pierna. La experiencia le inspirará uno de sus textos capitales, La Ilíada o el poema de la fuerza. La desgracia y la fuerza son los conceptos fundamentales de su filosofía.

Cuando los nazis invaden Francia, se une a la Resistencia. Muere de tuberculosis y/o se hace morir en una huelga de hambre contra la ocupación el 30 de agosto de 1943 en Inglaterra. La enterraron en el cementerio de extranjeros de Ashford, en Kent. Tenía 34 años.



Los cristales de su pensamiento pueden leerse, por ejemplo, en La gravedad y la gracia editado por Trotta. Cristales así de puros:

Toda obra de arte tiene un autor, pero cuando es perfecta, sin embargo, tiene algo de anónima. Imita al anonimato del arte divino. La belleza del mundo, por ejemplo, es muestra de un Dios a la vez personal e impersonal, y ni lo uno ni lo otro.

La mirada y la espera representan la actitud que se corresponde con lo bello. Mientras podemos pensar, querer, desear, lo bello no se presenta. Ésa es la razón de que en toda belleza haya contradicción, amargura y ausencia irreductibles.


Belleza: una fruta a la que se mira sin alargar la mano.
Semejante a una desgracia a la que se mira sin retroceder.

El poeta produce lo bello con la atención fija en lo real. De igual modo que un acto de amor. Saber que ese hombre que tiene hambre y sed existe tan verdaderamente como yo, basta -lo demás se desprende por sí solo.
Los valores auténticos y puros de lo verdadero, lo bello y lo bueno en la actividad de un ser humano se originan a partir de un único y mismo acto, por una determinada aplicación de la plenitud de la atención al objeto.
La enseñanza no debería tener otro fin que el de hacer posible la existencia de un acto como ése mediante el ejercicio de la atención.
Todos los demás beneficios de la atención carecen de interés.

Llegué a Simone Weil, no por los caminos de la filosofía, sino por los del cine. En concreto, gracias a un libro de cine, los Diarios de Luc Dardenne -Detrás de nuestras imágenes , editado por Plot-. Quizá porque mirada, atención y espera son nociones afines al mejor cine. O porque lo propiamente cinematográfico no es ni un argumento ni una trama, sino una mirada excesiva.



Addenda del sábado, 7 de marzo de 2009.
Artículo de Carlos Ortega, traductor de Simone Weil, publicado en Babelia:

Como un fósforo

Carlos Ortega 07/03/2009

Nació hace cien años. Su vida se extinguió pronto. Tuvo la cualidad de lo ígneo, la condición del fulminante. Se puede decir que se consumió como se consume un fósforo. Se fundió por su propia energía, por su ansia de experimentar la desgracia humana para darle una dirección certera a su pensamiento; por su impaciencia moral, que la llevó a denunciar los totalitarismos que asomaban en Europa en su época, el primer tercio del siglo XX, cuando nadie los atisbaba; por su sentimiento de no resignarse y su horror a quedarse en la retaguardia, que la convirtieron en una mujer de acción, a ella, el ser menos diestro del mundo; por su amor a la verdad; por su espíritu sacrificial. Su atrevida inteligencia le impuso realizar un formidable fregado a la filosofía occidental y al cristianismo. Enunció un nuevo sistema de valores para las sociedades humanas en un auténtico tratado de civilización, y formuló conceptos para la acción política nunca antes descritos. Vio que la relación estética con el mundo está muy cerca de la relación trascendente o religiosa, si no son la misma cosa, y que la ley que las preside a ambas es la atención. Algunos la consideran una santa. ¿Tal vez porque fue casi invisible en su tiempo? En cualquier caso, se trata de alguien con quien, por fin, es posible emplear las grandes palabras sin rubor y sin equivocarse.

Cuando murió en Londres, en 1943, contaba, pues, 34 años. Había dejado escritas miles de páginas. La mayor parte de esos escritos no son sino pensamientos desordenados. No un sistema, sino un enjambre riquísimo de ideas que forman al cabo una filosofía, y que atienden a preocupaciones de índole científica, literaria, moral, histórica, estética, religiosa y política. Puede decirse con una frase ya acuñada que es la mayor pensadora del amor y de la desgracia en el siglo XX. Como un filósofo antiguo, su vida corrió sin contradicciones en paralelo a su obra. Eso le inyectó una autenticidad que no pasa inadvertida. Cruzó por las fábricas de producción estandarizada para conocer en propia carne la esclavitud de los trabajadores manuales, y concibió una misión para nuestra época: fundar una civilización basada en la espiritualidad del trabajo. Sus experiencias místicas sucedieron siempre en el límite de sus escasas fuerzas físicas, como el efecto de una colisión entre el sentimiento de la belleza y el sufrimiento corporal. Hay otras cosas que también chocan en la realidad del hombre: la gravedad, la ley que lo somete, la necesidad que lo empequeñece; y la gracia, la exención que lo libera de su condición, sobre un decorado en el que siempre debe asumir su propio destino. De ese choque primordial parte el desarrollo de todo su audaz pensamiento.

Los cien años de Simone Weil (París, 1909) han agrandado su figura de buscadora singular de la verdad. De la estirpe de espíritus tan originales como los de Hanna Arendt, Ludwig Wittgenstein o María Zambrano, aún está por saberse si un pensamiento como el suyo tiene aplicación, sobre todo en el terreno político, y si, como ella dijo, el pensamiento y la acción que definen la libertad pueden acabar con la burocracia, el maquinismo, el desprecio del individuo, la suplantación de los medios por los fines y el desarraigo que dominan nuestro tiempo.

Carlos Ortega (Valladolid, 1956) es escritor y ha traducido al español La gravedad y la gracia, Cuadernos e Intuiciones precristianas (publicados por Trotta), entre otras obras de Simone Weil.

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