A la mayoría de los maestros que vienen a esta escuela de los domingos no los conozco, porque ya no están aquí, porque nuestros caminos no se cruzaron ni se cruzarán o porque aún no hemos coincidido en la encrucijada propicia. A los que conozco, se dejan traer con mayor o menor conformidad, pero a Xosé Luis de Dios hay que arrastrarlo. De una u otra forma debo violentarlo, un poquito. Y si hay alguien que ha representado para mí la condición de maestro es él. Xosé Luis de Dios ha sido mi maestro. Es el maestro.
Por eso necesito tener cerca sus cuadros, sus dibujos. Recordar, o sea, traer cerca del corazón, sus palabras. Gracias a él me acerqué a la obra iluminadora de John Berger, descubrí otro Velázquez, otro Goya, otro Zurbarán; las novelas de Milan Kundera, los grabados de Durero, las pinturas de Ben Shahn… Pero sobre todo encontré en él al amigo, al complementario, al compañero del alma. Desde nuestro primer encuentro en 1982, cada una de nuestras conversaciones las guardo como un don precioso, un privilegio, un motivo para la alegría. Cuando le escucho, aprendo; cuando me escucha, aprendo a hablar. Le debo la inspiración y la forma de muchas ideas que acabaron cuajando y de tantas que quién sabe. También una actitud hacia el arte, un ejemplo como ser humano y la compañía en el peregrinaje que nos lleva.
Cada día se resiste con denuedo a la tentación de producir (dibujar, pintar), no importa que los que estamos más cerca le insinuemos cuánto necesitamos sus dibujos, sus cuadros. Va al estudio, riega las plantas (cuando se acuerda), lee… Reniega de la condición fabril que cartografía buena parte del arte abocado a las leyes mercantiles. Pero algún día, escuchando alguna pieza de música clásica olvidará sus resistencias, recordará el atisbo de un hilo de un recuerdo perdido en la niebla de la memoria más profunda, algo como una llama temblorosa, y entonces…
No se cansa de repetir que él no es un artista. Un artista es un trapecista, un malabarista, un equilibrista. Él apenas viene siendo un pintor. Y la pintura es otra cosa. Supone transitar por tierra de nadie, por una frontera incierta, en los confines del sentido. Llegados aquí evoca (e invoca) a Hölderlin, que se adentró en los territorios remotos de la conciencia por donde los geógrafos no se aventuran y la razón extravía su asiento. Donde la realidad pierde consistencia y las imágenes adquieren visajes desgarrados. En esa región ulterior, el pintor alcanza a distinguir apenas veladuras, a modo de fundidos encadenados, de ventana abisal. Ahí, junto al abismo, trata de aprehender lo que desaparece, la disolvencia misma. En la tentativa de registrar una forma y darle una consistencia de trazo o de mancha. De establecer un hilo frágil con lo visible.
Olvidarse para permitirle a la mano abrir con el lápiz, con el carboncillo o con una mancha de color, una puerta donde las formas esperan el catalizador de la reacción alquímica, donde el sueño ilumina la materia memoria con el candor de un pájaro o con los pétalos de silencio, donde el tiempo de los orígenes invoca los límites de la visión, allí donde, fugitiva, aletea la belleza. Una forma en trance de disolución, aprehendida en el temblor, rescatada de la tierra de nadie y que cobra vida en el papel, en el lienzo, en la esquina de un sobre: una mujer con “cabellos de ceniza, Sulamita” (Paul Celan), una ventana, un caballo, un perro, una “fontela” en medio de un bosque, un peregrino insomne, el túmulo dolménico de un “fuxido”, el hacedor...
Al escuchar a Xosé Luis de Dios uno se acuerda de
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