5/2/09

Cicatrices

Aún llevo una en forma de “y” encima del labio superior, justo en la mitad, aunque ahora casi no se nota, por culpa de Joselito. El pequeño ruiseñor. El de la voz de oro, que decía Kiko Veneno. Éste:



De niño me habían llevado a ver varias películas suyas. Recordé siempre escenas sueltas: aquélla en que un rebaño de toros le pasan por encima a Joselito y, sobre todo aquélla en que Joselito, una noche, coge una barca de pescadores para irse a América en busca de su padre, se pierde en el mar y pide auxilio a un barco que pasa a lo lejos moviendo un candil en alto de izquierda a derecha.

Esa escena no se me iba de la cabeza y la representaba una y otra vez en mis juegos. Me subía al pilón del sulfato, junto al árbol de los fatones y contiguo al regato que atravesaba la finca, y pedía auxilio a gritos mientras movía una lata de aceite a modo de candil. Un día puse tanto ímpetu en la escena que resbalé y caí amorrado contra el borde del pilón. Me llevaron enseguida al médico, a Casal Aboy, en Tui, para que me pusiera la inyección contra el tétanos, ¡tétanos!, sonaba terrorífico.


Durante mucho tiempo no supe a qué película pertenecía hasta que hace unos años, una noche, aquí en Aguiño, mientras escribía, pasaban en Cine español Aventuras de Joselito en América (1959 o 1960 según fuentes) de Antonio del Amo y René Cardona Jr. Aquí va una sinopsis:

Joselito vive con su abuela en un pueblo de pescadores. Su padre marchó hace tiempo a América para hacer fortuna. Un día el muchacho decide viajar allí para reunirse con él. Se embarca en una frágil barquita y milagrosamente es salvado en alta mar por un buque que le conduce a México. Aquí conoce a Pulgarcito, un pequeño vendedor de periódicos con el que vive muchas peripecias. Y al final, Joselito encontrará a su padre.



En fin, ahí estaba Joselito en la barca, perdido en medio del mar y de la noche, pidiendo auxilio a gritos y moviendo un candil para llamar la atención de un barco que pasaba a lo lejos. La película que me dejó, mira por donde, una cicatriz.

Hubo otras inyecciones contra el tétanos. La siguiente fue poco después (quizá un año más tarde) fruto de mi pasión por las representaciones de Semana Santa –el Santo Encuentro, el viernes santo por la mañana en la plaza de la catedral, pero sobre todo El Desenclavo, por la tarde, en la iglesia de Santo Domingo- y una mañana calurosa de abril estaba jugando delante de casa, desfilando como los romanos que escoltaban la urna de cristal donde llevaban a Cristo en la procesión del Santo Entierro y con una gancha a modo de lanza. Desde la ventana, mi madre me tendió una gorra, no por el aquel del sol, sino para que cumpliera las funciones de casco (de romano). Total que al bajar la mano me atravesé la muñeca con la gancha. Otra vez a Tui, a Casal Aboy, la inyección contra el tétanos. El teatro sacro no me dejó cicatrices pero me llegó a los adentros. Cómo no va a dejarlas ese delirio de cuerpos en carne viva, retorcidos por el dolor, que heredamos del barroco y preñó las formas de una religiosidad que, contemplada con cierta distancia irónica, cobra visos surreales, terroríficamente surreales.

Mis padres también me llevaron a un par de películas religiosas, una sobre Fray Martín de Porres y otra, esta dejó una huella más honda –sobre todo por el miedo que pasé- Marcelino pan y vino, por cierto, imagino que sería un reestreno, porque se trata de un film que se estrenó el año que nací... Marcelino pan y vino invadió los sueños de mi infancia con terrores perdurables . Sabía lo que se hacía Ladislao Vajda.

Memoria de fotogramas como cicatrices, cuchillos en la mirada.

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