Conocí a Carlos Oro gracias a
Pero no sólo películas. Aún lo recuerdo mano a mano con Cheché Carmona, en aquel tiempo alumno de
Pero no sólo libros. Uno de los grandes placeres que nos deparaban las horas de
El Almendrado
Así le llamaban en el pueblo a un tipo algo retrasado y muy grande: medía más de dos metros de altura y era ancho como un armario ropero. El Almendrado vivía en Allariz. Iba tirando con las propinas de cargar el coche de línea, subiendo los paquetes y baúles hasta la baca del autobús.
Un día, llegó un circo ambulante por Allariz. Corrían los años 30. El dueño del circo convenció al Almendrado para que se uniera a la troupe. Y comenzó su carrera como atracción de feria: era “el hombre más grande del mundo, tan peligroso que debe vivir encerrado en una jaula como King-Kong”.
Encerrado en una jaula y apartado de todos, El Almendrado sólo tenía un interés en la vida: tallar juguetes de madera. A tal efecto, disponía de una caja de herramientas como su más preciado tesoro, una graciosa concesión del dueño del circo.
Una mañana, en un pueblo perdido, el día de feria, un chavalote burló la vigilancia de la jaula con “el hombre más fuerte que King-Kong”, ahora cubierta con una lona. Consiguió acercarse y atisbar por las junturas al Almendrado, quien, rabioso al sentirse observado como una fiera, lanzó el martillo con el que trabajaba en los juguetes, con tan mala suerte que astilló uno de los tablones de la jaula y algunas esquirlas se clavaron en el ojo curioso y asombrado del niño.
Al darse cuenta, El Almendrado quiso auxiliarlo, pero estaba enjaulado. La herida del chaval se infectó y, quizás por falta de atención médica adecuada, murió.
Pasaron los años, dejé
Y el pasado verano, en un encantado día de agosto, en una aldea de la frontera, durante la sobremesa de un yantar copioso en familia, Alfonso, un primo con ascendientes en Magarelos nos contó con pasión la historia del gigante. Era como si aquel cuento generara ondas magnéticas a través de los años, como si no se resignara a dejar de ser contada, como si persiguiera la voz de un nuevo narrador que la resucitara de las entrañas del tiempo.
Desde que recibí la películita, aún tuve ocasión de escucharle a Carlos otro relato fascinante, pero esa es otra historia. Lo que sí importa es la perplejidad que nos causa a quienes le queremos por no convertir en películas esas historias con una voz tan clara, con una forma tan bella, con un latido tan nítido. Con la cantidad de películas perfectamente prescindibles por qué van a quedar éstas reducidas a su condición virtual.
Pero ésa también es la grandeza de Carlos, su poética, arder mientras da forma a una historia y luego soplar sobre las cenizas hasta que sólo queda una efímera estela en el tiempo. ¿Efímera? Quizá, pero en todo caso, arden las pérdidas de una forma inolvidable. Memorable. Y queda una pielecita con el adn de la más hermosa y triste historia. Aquí la tenéis, la promesa, el corazón de un cuento:
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