25/2/09

El corazón de un cuento

Conocí a Carlos Oro gracias a la Escola de Imaxe e Son de A Coruña. Durante ocho años trabajamos codo con codo, nos veíamos casi todos los días y mantuvimos largas conversaciones. Las clases y las prácticas que preparábamos se convirtieron en un mero pretexto. Por su culpa (y por su causa) frecuenté y releí estudios de narratología que probablemente hubiera aparcado o arrinconado, el análisis textual y la teoría de la enunciación se convirtieron en el pan nuestro de cada día, y el destripamiento de los filmes casi un vicio. Recuerdo que Carlos veía (leía, descifraba) algunos filmes con tanta intensidad, que salía del cine y se fumaba un pitillo deambulando por el vestíbulo mientras sus neuronas hervían de fotogramas, raccords y líneas de fuga. Luego, remansadas las ideas en ebullición volvía a la sala y continuaba viendo la película. Cuántas horas podía engolfarse en desgranar cada recoveco de Los pájaros de Hitchcock, pongamos por caso. No puedo volver a verla sin evocar los comentarios que le sugería a Carlos Oro.

Pero no sólo películas. Aún lo recuerdo mano a mano con Cheché Carmona, en aquel tiempo alumno de la EIS, sentados en los escalones del “fumadero” contiguo al plató, mientras descansaban de la preparación de un programa de televisión –una práctica más-, discutiendo el Viaje sentimental de Laurence Sterne.

Pero no sólo libros. Uno de los grandes placeres que nos deparaban las horas de la EIS era contarnos historias. Historias que imaginábamos desplegándose majestuosas sobre una pantalla preñada de luz. Un día, Carlos Oro me contó una de las más hermosas historias que me hayan contado nunca. Y escribí una sinopsis de veinte líneas. Como a Pepe Coira, nos encantaban ese tipo de textos de una página que transmiten, más que la promesa, el pálpito de una historia, el latido del corazón de un cuento. Ésta era (es, aún la conservo) la sinopsis:

El Almendrado

Así le llamaban en el pueblo a un tipo algo retrasado y muy grande: medía más de dos metros de altura y era ancho como un armario ropero. El Almendrado vivía en Allariz. Iba tirando con las propinas de cargar el coche de línea, subiendo los paquetes y baúles hasta la baca del autobús.

Un día, llegó un circo ambulante por Allariz. Corrían los años 30. El dueño del circo convenció al Almendrado para que se uniera a la troupe. Y comenzó su carrera como atracción de feria: era “el hombre más grande del mundo, tan peligroso que debe vivir encerrado en una jaula como King-Kong”.

Encerrado en una jaula y apartado de todos, El Almendrado sólo tenía un interés en la vida: tallar juguetes de madera. A tal efecto, disponía de una caja de herramientas como su más preciado tesoro, una graciosa concesión del dueño del circo.

Una mañana, en un pueblo perdido, el día de feria, un chavalote burló la vigilancia de la jaula con “el hombre más fuerte que King-Kong”, ahora cubierta con una lona. Consiguió acercarse y atisbar por las junturas al Almendrado, quien, rabioso al sentirse observado como una fiera, lanzó el martillo con el que trabajaba en los juguetes, con tan mala suerte que astilló uno de los tablones de la jaula y algunas esquirlas se clavaron en el ojo curioso y asombrado del niño.

Al darse cuenta, El Almendrado quiso auxiliarlo, pero estaba enjaulado. La herida del chaval se infectó y, quizás por falta de atención médica adecuada, murió.

La Guardia Civil encarceló al Almendrado. Y en su nueva jaula murió de pena.

Pasaron los años, dejé la EIS, y ya sólo nos veíamos muy de vez en cuando. Hace casi cuatro años, recibí un disco con una pequeña peliculita de Carlos Oro, O xigante de Magarelos. Era una especie de trailer de aquella hermosa y triste historia a base de textos y dibujos. La maqueta de un proyecto, la promesa de una película. Una historia que le hubiera encantado a Tod Browning (Freaks, 1932) sobre un personaje -modelo perfecto- para Diane Arbus, y que tanto le gustaba también a Ignacio Pardo.

Y el pasado verano, en un encantado día de agosto, en una aldea de la frontera, durante la sobremesa de un yantar copioso en familia, Alfonso, un primo con ascendientes en Magarelos nos contó con pasión la historia del gigante. Era como si aquel cuento generara ondas magnéticas a través de los años, como si no se resignara a dejar de ser contada, como si persiguiera la voz de un nuevo narrador que la resucitara de las entrañas del tiempo.

Desde que recibí la películita, aún tuve ocasión de escucharle a Carlos otro relato fascinante, pero esa es otra historia. Lo que sí importa es la perplejidad que nos causa a quienes le queremos por no convertir en películas esas historias con una voz tan clara, con una forma tan bella, con un latido tan nítido. Con la cantidad de películas perfectamente prescindibles por qué van a quedar éstas reducidas a su condición virtual.

Pero ésa también es la grandeza de Carlos, su poética, arder mientras da forma a una historia y luego soplar sobre las cenizas hasta que sólo queda una efímera estela en el tiempo. ¿Efímera? Quizá, pero en todo caso, arden las pérdidas de una forma inolvidable. Memorable. Y queda una pielecita con el adn de la más hermosa y triste historia. Aquí la tenéis, la promesa, el corazón de un cuento:

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