En el nº 19 de Cahiers de cinéma (España) del pasado enero leo:
Habría que reconocer que la seguridad del guión ya no funciona. El dominio del relato y el virtuosismo de la puesta en escena que antes intentaban, y conseguían, abarcar el mundo, proyectar una hermosa unidad, son ya algo caduco (…) El apetito de inteligibilidad ya no encuentra con qué alimentarse en la pesada mecánica de una ficción segura de sí misma. Reclama la precisión, la modestia, el respeto de situaciones que sólo un “gesto” documental puede ofrecerle. (Jean-Pierre Rehm)
Jean-Claude Carrière
En El País del sábado 17 de enero pasado leo el diagnóstico de Jean-Claude Carrière a propósito del estado de cosas del cine:
El guión no es la última aventura de la etapa literaria sino la primera de algo muy distinto (…) El cine se rige hoy por una ley innoble: la falsificación de la acción, que no está ya en la pantalla, sino en la cámara: falta imaginación y trabajo en los guiones. (…) El cine ha perdido la fuerza cultural que tenía en los sesenta y setenta, cuando era imposible cenar sin hablar de Fellini, Renoir o Buñuel.
O sea, por un lado, la ficción no es suficiente, y por otro, la que se hace es muy mala. Vayamos por partes. Sobre lo de la fuerza cultural del cine en las cenas, quizá Carrière ya no encuentre a nadie con quien cenar mientras habla de Renoir, pero uno aún encuentra con quien comer y cenar mientras echa mano de Ford, Bergman o Godard. Y desde luego, aquí el cine no tiene fuerza cultural, pero es que no la tuvo nunca. Pero entremos en el nudo de su diagnóstico.
Carriére habla de que la acción ya no está en la pantalla. El problema, desde esa perspectiva, es más grave: no es que la acción no esté en la pantalla, que podía no estar, es que la acción no está en la cabeza –en la imaginación- del espectador, que es donde realmente debe acontecer la acción. Dicho de otra forma, estamos olvidando que el cine se hace de cachitos de película pegados con un determinado orden –el montaje- y que se proyectan sobre una pantalla, pero que se viven en la mente de cada espectador. Olvidamos que un guión debe escribirse para esa pantalla interior donde transcurre el tiempo del filme y donde acontecen las emociones. O sea, en el guión no contamos una historia, describimos los pedacitos de filme que unidos más tarde se convierten en la cinta de los sueños para el espectador. Dicho de otra forma, en el guión no se cuenta una historia sino los ladrillos de una construcción que cobrará forma virtual en el imaginario de quien la contempla. Y el primero que contempla esa película imaginaria es el lector del guión.
Así que estamos ante un grave problema, porque nos encontramos delante de un texto difícil de leer, más aún, que no basta leer, que hay que imaginar, que hay que ver la película que sale de esos cachitos, de esos pedacitos que sólo cobran sentido al desplegarse sobre una pantalla íntima. Total que, como muchas veces (por no decir casi siempre) los guionistas dudan de esos lectores, en vez de contar los pedacitos cuentan la historia, que ya no es cine sino literatura (probablemente mala literatura), pero que dan una apariencia de fluidez (de facilidad) que finalmente acaba cuajando en un engaño que se convierte en el germen de un gigantesco malentendido, la película que veremos, que no dejará espacio a la imaginación, y provocará que el espectador apague su proyector interior y se conforme con la golosina visual que le ofrece la pantalla (de la televisión, del cine…). Habrá fracasado entonces el encuentro de miradas que el cine debería proponer para convertirse en mero consumo de imágenes.
W.G. Sebald
Por otro lado, la ficción no es suficiente. Y no sólo en el cine. La literatura desde hace varias décadas transita por territorios donde la ciencia y la vida salen al encuentro de la invención con pretensiones mestizas. Los ensayos de Borges, pongamos por caso. Los libros de aluvión de Cortázar (El último round) o de Monterroso (La palabra mágica). La obra entera de W. G. Sebald. Buena parte de la de Enrique Vila-Matas. Literatura donde la nota ensayística, el diario, la ficción, una noticia, la investigación médica o la esquina de una calle encuentran acomodo en una obra donde la ficción cumple un papel catalizador, iluminador si se quiere, pero no colonizador. Quizá porque lo real exige un ultimo refugio en la ficción al amparo de las inclemencias abrasivas del tiempo.
Pero además debemos tener en cuenta que, cuando hablamos del guión, trasteamos un texto combustible que puede estallarnos en las manos, si nos encastillamos en lugares comunes o aplicamos recetas de manual, que no son más que tranquilizantes de uso tópico ante el desasosiego de abrirnos a lo desconocido –al verdadero misterio- que lleva aparejada cualquier obra viva.
Admitámoslo, algunas de las películas realmente vivas de esta década no se despliegan a partir de un guión clásico o al uso (Borau lo definió así: un guión es un texto que contiene una película ya inventada pero aún no realizada), sino más bien a partir de sus grietas, de sus lagunas, de sus márgenes: La leyenda del tiempo de Isaki Lacuesta, No quarto da Vanda de Pedro Costa, Un couple parfait de Nobuhiro Suwa o En construcción de José Luis Guerín… O recordemos Alicia en las ciudad de Wenders –incluso París-Texas, no digamos En el curso del tiempo-, En la ciudad blanca de Alain Tanner… Y aún más atrás, Stromboli o Viaggio in Italia de Rossellini.
En resumidas cuentas, a veces la vida no cabe en un guión, pero claro, exige idear el dispositivo, el método idóneo para registrarla. Y la disponibilidad de ánimo. Exige instalarse en la frontera de la incertidumbre. En los límites de la ficción (y de su guión).
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