2/2/09

Poema pedagógico



Aunque no era domingo, sino sábado, decidí ir a la escuela. Mejor dicho, a clase. A La clase de Laurent Cantet. Como soy maestro –aunque en excedencia- y ejercí durante veinticinco años en centros públicos de enseñanza, siento ciertas reservas ante películas que cuentan historias escolares. Pero Laurence Cantet me ofrecía ciertas garantías desde su segundo filme, Recursos humanos (1999), y a mi modo de ver, hasta el sábado, su mejor película. Se trata de un cineasta que busca la encarnadura de la ficción en lo próximo y real, a través de una cimentación documental del universo que traslada a la pantalla bajo la forma de un filme. Así que me guardé mis reservas y me fui al cine.


Laurent Cantet

De las más o menos doscientas salas –pantallas- que hay en Galicia, sólo ponían La clase en dos, una en A Coruña y otra en Vigo. Así que recorrí casi cien kilómetros para verla en los Multicines Norte de Vigo. Unos cines que, como ya dije en otro lugar, merecen un homenaje de los cinéfilos: gracias a los Norte aún podemos ver algunas películas que merecen ese nombre –Las horas del verano de Olivier Assayas fue la última hermosa película que pude ver gracias a ese casi último refugio de la pasión cinéfila –y de la biodiversidad fílmica- en Galicia-, eso sí, nadie es perfecto, en versión doblada. Hago estas precisiones porque creo que hablar de cine –y del estado de cosas del cine-exige también referirnos a dónde y cómo lo vemos. Incluso cuántas veces vemos una película puede resultar un dato relevante. Pero volvamos a La clase. Por los comentarios que escuché, antes y después de la película, los espectadores de la sesión de las 20,45 –la sala estaba casi llena- eran mayoritariamente profesores, público pedagógico, pues.

Rodaje de La clase

La dialéctica entre la ficción y lo real, la tensión entre el drama y el documento, constituyen el centro de gravedad de La clase. En ninguna otra de sus películas ha adoptado una opción tan radical, y tampoco la fricción entre los seres reales y los personajes de ficción había resultado tan rentable desde el punto de vista fílmico. Un profesor de la ficción que es profesor en la realidad –y autor del libro en que se inspira la película-, alumnos de la ficción encarnados por alumnos de un instituto seleccionados a lo largo de meses mediante un taller de interpretación, profesores que son profesores, padres que son padres y, al tiempo, un guión escrito, como quien dice, a pie de obra, en contigüidad con un rodaje que se planteó con un dispositivo capaz de registrar lo que se produce, en las condiciones que describimos, una sola vez por más que se repitan las tomas. Un dispositivo, eficaz y funcional respecto a la materia fílmica- que produce en pantalla encuadres asfixiantes, la cámara “encarcela” a los personajes, los aprisiona entre los bordes, ellos que viven toda la película “entre los muros” –Entre les murs, es precisamente el título original del filme- de la clase, del instituto. Un instituto público interclasista y multirracial de ahora mismo. Un dispositivo reforzado por un montaje abrupto, nervioso, desasosegante; como si de un escultor iracundo se tratara, incluso colérico por momentos.


Pero ¿qué hizo la película conmigo? ¿Cómo me afectó? ¿Qué sentí? Por primera vez un cineasta indagó en las tripas de la tarea de enseñar, en lo que significa “dar clase”, en lo que tiene de lucha dialéctica –de mentes- que se acaba traduciendo en una lucha cuerpo a cuerpo –la expresión sólo es metafórica por los pelos-, en lo que representa de una sostenida derrota salpicada por brevísimas –y quién sabe si fugaces- conquistas, en lo que supone de rutina diaria donde no se atisban progresos –sino a menudo retrocesos-, en lo que implica de desgaste emocional, de desamparo, de impotencia… Por eso salimos del cine con amargura y quizás una leve pero corajuda esperanza… ¿Por qué?


Foto de rodaje de La clase

Porque estamos ante una película que no hace trampas. No pretende articular una historia con su progresión dramática que conduce a un clímax sorprendente e inevitable. Nada de eso. Se limita a mostrarnos momentos –seleccionados, claro está-, situaciones escolares –pedagógicas-, donde una conversación puede derivar en un violento estallido en una fracción de segundo; donde si algo se resuelve, nada garantiza que no se vuelva a fastidiar; donde no existe una estructura dramática pero vivimos cada instante como si nos fuera la vida en ello, porque adivinamos que esto no puede acabar bien, porque estas cosas nunca acaban –ni bien ni mal-; mañana será otro día y, como el título de aquel filme de Tavernier, Hoy empieza todo (1999). Siempre es hoy y siempre está empezando.


Fotograma de La clase

Los alumnos son chicos reconocibles: airados, violentos, tiernos, hartos, curiosos, rebeldes, obstinados, estudiosos, vagos, ingenuos, pasotas, arrogantes… y en el fondo muy desvalidos, casi huérfanos si no fuera por la escuela, por el instituto, por los maestros. ¿Y cómo es el profesor? Pues no es especialmente brillante, ni especialmente imaginativo, ni un gran orador, ni seductor… No nos enamoramos de él, vamos. Simplemente es un tipo que quiere hacer bien su trabajo, que pone todo de su parte para crear un clima propicio para enseñar Lengua –aunque rara vez lo consiga-, que sabe lo que se trae entre manos pero que pierde los nervios más de una vez, mete la pata… O sea, como cualquier profesor. Carece de un método mágico que resuelva milagrosamente los problemas que, por su propia naturaleza, están más allá de sus posibilidades: la clase es tan ingobernable como lo puede ser la situación mundial. Es un tipo que está lleno de dudas pero conserva la suficiente confianza en los alumnos -en que es posible enseñarles algo, que es posible que aprendan, que aprender algo es mejor que no aprender nada-, un margen de confianza que lo salva del cinismo. Podríamos definirlo en términos gramscianos –de Antonio Gramsci, disculpad la precisión-, “pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad”. Ese mínimo optimismo que le impulsa a luchar “cuerpo a cuerpo” con sus alumnos para enseñarles la importancia del pretérito imperfecto de subjuntivo.


Fotograma de La clase

Sólo por algo así aletea aún una leve esperanza cuando salimos del cine. La esperanza que mantiene viva la hondura de un poema, en este caso, un poema pedagógico.

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