1/2/09

El western de todos los westerns


La vida de un hombre. Así titularon la edición de la autobiografía de Raoul Walsh en 1982. Han vuelto a editarla en 1998 con un título que parafrasea el de una de sus obras maestras: El cine en sus manos. Ambos títulos definen a Walsh: un hombre con el cine en sus manos. Un artesano y un artista. Un maestro. El autor de algunas de las películas más memorables con el que uno se ha deleitado en la escuela de los domingos. De esas películas que son mejores cada vez que les pones los ojos encima. Lecciones del oficio de filmar. De dirigir. Walsh -se pone de relieve pocas veces- es un gran director de actores que cuando filma a alguien nos lo muestra de forma reveladora, nos lo presenta de una manera tan inequívoca que podemos adivinar y comprender sus razones. Hizo películas durante cincuenta años. Walsh es una escuela de cine. De todos los días. Inagotable.


Jean Renoir

Me quedo con La vida de un hombre. Lo leí con frución -y devoción- en un momento decisivo, cuando, quién sabe si atrapado por el destino, olvidé la advertencia de Renoir: "¡Dichosos aquéllos que se conforman con ver películas y no caen en la tentación de hacerlas!". A esas alturas ya conocía La pasión ciega (1940), cuyos protagonistas eran camioneros, como había sido mi padre -aprendí a escribir para mandarle cartas mientras hacía "la ruta" en los últimos años 50-, El último refugio (1941), que convirtió a Ida Lupino -también una (muy) buena directora de cine- en una de mis actrices favoritas, Murieron con las botas puestas (1941),


quizá la primera obra maestra de Walsh -una obra mayor del cine de todos los tiempos- que pude contemplar, Gentleman Jim (1942) -hubo un tiempo que me bastaba con que apareciera Errol Flynn en una película para que fuera motivo suficiente para verla, un actor que convertía los movimientos en danza-, Objetivo Birmania (1945), cine bélico canónico -qué importa que la flora no corresponda con el escenario de la ficción-, Juntos hasta la muerte (1948) que me gustó más con los años y cada vez más cuanto más la veo, El hidalgo de los mares (1951), Tambores lejanos (1951),



El mundo en sus manos
(1952), la primera película en la que me encantó Gregory Peck pero qué lástima que la protagonista sea Ann Blyth -lástima no poder contar con Yvonne de Carlo, por ejemplo, qué lástima-, El pirata Barbanegra (1952), Los gavilanes del estrecho (1953), Un rey para cuatro reinas (1956) y Una trompeta lejana (1964). Algunas en el cine -en el Teatro Principal, en el cine Yut-, otras en los ciclos de TVE -oeste, policiaco, aventuras...- presentados por Alfonso Sánchez,

Alfonso Sánchez

aquel crítico de inolvidable voz rota, el primero que conocí -y escuché-, en aquella casa junto al río que fue mi cinemateca doméstica en los años de mi adolescencia.

La película menos buena de Walsh resulta una lección de pulso y concisión, y las mejores te mejoran.

Después llegaron otras, como esa joya del mudo, El ladrón de Bagdad (1924), pero me quedaban un par de obras maestras de Walsh por descubrir. Y se hicieron esperar. Las dos eran westerns:



uno, en blanco en negro, Pursued (1947) -un filme sobre las heridas de la memoria y la búsqueda de la identidad perdida, de aliento shakespereano y belleza mineral-; el otro, The tall men (1955), titulado aquí, vete a saber por qué, Los implacables.
Y qué bien que sean westerns. Me gustaron siempre, pero durante los setenta, ochenta y noventa, el cine negro fue mi género favorito. Ahora, no hay nada mejor que una docena de westerns. Entre ellos, por lo menos dos de Walsh, pero cada vez me cuesta más elegir cuáles y los candidatos varían con el tiempo o el estado de ánimo.

Ángel Fernández-Santos

Traigo aquí un párrafo de Más allá del oeste de Ángel Fernández-Santos, -¡cuánto lo echamos de menos en estos tiempos de comentaristas (que no críticos) pusilánimes!- para dar cuenta cabal de lo que representa este género fundacional:



El western, género cinematográfico que se alimentó, durante un periodo de incubación y formación, de mitologías folclóricas ingenuas, derivó en su madurez y, sobre todo, en su malhumorada vejez, hacia enrevesadas representaciones de las situaciones mayores de la existencia del hombre contemporáneo, llegando incluso a convertirse en una -y tal vez única- supervivencia en nuestro tiempo de la extinguida ceremonia de la tragedia, que encontró en este aparentemente inofensivo conjunto de películas una inesperada resurrección.


The Tall Men parte de un guión de Sidney Boehm -el de Los sobornados (1953) de Fritz Lang, por ejemplo- y Frank Nugent -el de El hombre tranquilo (1952) o Centauros del desierto (1956) de Ford, pongamos por caso- que da forma dramática al itinerario físico y emocional que experimenta Ben Allison (Clark Gable) tras la guerra civil americana. Es un sudista, un perdedor, al que encontramos allá por 1896, con su hermano Clint (Cameron Mitchell), en medio de la nieve, en las montañas inhóspitas del estado de Montana camino de Mineral City. Descubren en lontananza a un hombre que cuelga ahorcado de un árbol. "Al fin nos acercamos a la civilización", sentencia Ben. Una réplica que pinta un mundo, retrata un tiempo y desprende un estado de ánimo.

Cuando llegan al pueblo de buscadores de oro, buscan un establo y, para pagarlo, Ben tiene que vender las reliquias de la guerra -un reloj, unos prismáticos, un sable de un general yanqui-. En el saloon, los hermanos se encuentran con el barman filósofo, uno de esos personajes de los mejores westerns que convierten una breve aparición en inolvidable, les basta una línea: "En una ciudad como ésta nada se hace viejo, amigo". Ben y Clint le siguen los pasos a Nathan Stark (Robert Ryan), un ganadero forrado de pasta que se dirige a comprar una manada en Texas para traerla a Montana -1500 milas de viaje-. Lo asaltan en el establo. La puesta en escena de Walsh constituye una lección de elocuencia que, montando planos medios de Ben y Nathan, con planos de tres más amplios y que incluyen a Clint, nos revelan quiénes son estos tres tipos, de los que apenas sabemos nada, mediante ángulos de cámara elocuentes que convierten las miradas en una herramienta de revelación. La situación que se abre a partir de este detonante no tardará en quebrarse, lo que empezó siendo un robo se transforma en un encargo: Nathan les ofrece a Ben y Clint encargarse de conducir la manada, sacarán bastante más dinero, y mediante un trabajo honrado. El dinero circula a lo largo de toda la película, enhebrando sueños y nutriendo razones -y reacciones-.

Una ventisca les obliga a refugiarse en un campamento de buscadores de oro donde se produce el encuentro con un personaje central, Nella Turner (Jane Russell). Ella y Ben sintonizan enseguida. La meteorología se alía con ambos: una tormenta de nieve los mantendrá aislados en una cabaña. Nella se abriga con una preciosa manta que la acompañará durante todos el viaje. En el refugio, cuaja la atracción erótica y la intimidad amorosa, pero sus sueños les separan. Ben está de vuelta de todo, a lo único que aspira es retirarse a un pequeño rancho con el dinero que espera ganar. Es un hombre de sueños pequeños. Nella ha conocido la pobreza y el trabajo extenuante, y no se conforma con poco. Es una mujer de sueños ambiciosos. El duelo de sueños es una muestra de la maestría de Walsh que pone en escena sucesivos acercamientos y alejamientos recíprocos, siguiéndolos con la cámara, hasta que él la besa una vez más -"Quería saber si eras la misma chica a la que estaba besando. Ya veo que no"-. Ben comprende que los sueños de ambos son irreconciliables: el dinero -o su falta- sigue haciendo de las suyas. Se separa de ella y sacude despechado la manta. Entonces Walsh introduce un corte para quedarnos con Nella que, abatida, se dirige a su rincón -un combate amoroso en el que ambos han perdido- y sacude su manta. Un travelling breve combinado con una panorámica nos muestra la distancia que los separa, el abismo mental que se ha abierto entre ellos. La manta de Nella, mediante rimas y correspondencias, les recordará a ambos -y también a nosotros- la felicidad que estuvieron a punto de alcanzar y que se les escapó cuando ya la acariciaban. Una memoria de las horas íntimas al abrigo de la tormenta de nieve, que aflorará también en diálogos alusivos en el curso de la película: la cabaña deviene un centro mágnético que los electriza a la mínima oportunidad.

Lo que Nella desea, puede -y quiere- ofrecérselo Nathan. El triángulo amoroso preñará de tensión sexual la conducción de la manada de San Antonio a Mineral City. Walsh demuestra en la sucesión de episodios -bandidos, cruce del río, indios, desfiladero, el ataque de los sioux de Nube Roja...-, que amojonan dramáticamente el viaje, un sentido del paisaje admirable -combinado con el uso ejemplar del cinemascope-, manejando la composición visual, el cromatismo y la armonía de formas, entre la grandeza, el reposo y la intensidad emocional. El cruce del río por la manada constituye una secuencia donde los planos generales y las panorámicas combinadas con lentos travellings dotan a las imágenes del poso de una mirada donde late la experiencia vital del director que alienta su oficio de cineasta.



En The Tall Men escuchamos diálogos que hablan tanto al oído como a los ojos del espectador, o sea, a la imaginación. Las réplicas -su fraseo- revelan marcas lacerantes, utópicas y/o sórdidas de la biografía sumergida de los personajes, del magma del que emergen. Sobra decir que constituye un crimen no escucharlos en versión original, donde los personajes salpican los diálogos con frases en español en su relación con los mejicanos, en especial con el personaje de Luis Estrella (Juan García), y que denota la condición fronteriza del protagonista o el contagio del habla que lleva aparejado el viaje.

La escena de Ben y Nella que precede al ataque de Nube Roja, en la que evocan aquello sueños que los separaron en la cabaña, resulta modélica a propósito del arte de dirigir de Walsh. Nella acaricia las crines del caballo que monta Ben, quizá todos los sueños, los grandes y pequeños, acaben allí muy pronto. Sólo les quedará el recuerdo feliz de aquellos fugaces jornadas de felicidad. Gestos, actitudes y miradas estan cargadas de sentido. Ningún detalle es irrelevante, cada uno tiene el peso preciso para evitar el subrayado y la dimensión justa para evitar anularse.

Cuando el viaje ha concluido, Nathan comenta a propósito de Ben: "Es lo que todo el mundo sueña con ser cuando crezca, y lo que todo viejo siente no haber sido". No está muy lejos de lo que uno pudo pensar hace un cuarto de siglo cuando leyó La vida de un hombre, de un cineasta llamado Raoul Walsh, que en este filme, de tonalidad crepuscular y romántica, contiene en su justa medida todos los westerns.


Raoul Walsh, también actor, con Gloria Swanson,
en Sadie Thompson (1928)

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