No siento debilidad por los filmes de animación. Salvo excepciones. Aquel ya lejano ciclo dedicado a Tex Avery en los primeros tiempos del CGAI, por ejemplo. Una brillante Caperucita con plastilina que me puso hace años Carlos Amil de un director ruso (¿o polaco?) que no recuerdo. Dumbo me parece un guión perfecto. Alguna de Pixar. A veces me quedo con la sensación de que los filmes recientes –me refiero a los de estos últimos diez años- se encorsetan en fórmulas retóricas y no extraen la potencia expresiva que late en las formas que manejan. ¿Será porque la mayoría de los filmes se orientan hacia un público infantil –niños acompañados de sus papás-? No descarto que cierta manía mía condicione estas consideraciones. Tampoco es imposible que en años venideros llegue a disfrutar el género con mayor amplitud de miras. De hecho, mi yo refractario a los musicales se ha domesticado en los últimos veinte años y, bueno, los que conocéis mis reparos atávicos tendríais que verme disfrutar de Sombrero de copa. En fin…
Ayer me decidí y vimos, por recomendación de Adela y Dani, Persépolis (2007) de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, una adaptación del comic del mismo título de la primera. En buena medida, ambas obras, el comic y la película, se nutren de la experiencia personal de la autora y directora. Autobiografía, diario, memorias representan retóricas que pespuntan el tejido narrativo de la obra gráfica y del filme. Escritura del yo, en definitiva. Digámoslo ya: Persépolis, hablamos del filme, se articula en torno al tema de la identidad, así el yo –de la protagonista- deviene una construcción donde se vertebran fisiología, desarrollo emocional, la relación con los otros, la memoria y la historia.
Con esas líneas de fuerza, Persépolis cuenta la historia de una niña iraní que vive un infancia en medio de la convulsión que representó la caída del Sha, la llegada del ayatolá Jomeini, la guerra de Irán con Irak y la institucionalización de una sociedad islámica; que se hace mayor en Viena, que vuelve a Irán donde se casa y acaba en París. Traslaciones geográficas que llevan aparejadas conmociones anímicas. Persépolis cartografía la deriva de los trastornos de la identidad, de las heridas de la memoria y el precio de la libertad.
Necesariamente, el filme aborda la reinvención del pasado que no es otra cosa que jirones de recuerdos arrancados al pozo negro del olvido. El mundo adquiere trazas de laberinto donde le resulta muy fácil perderse a una criatura sometida al trasiego trágico de los acontecimientos. Hagamos un poco de memoria. Si por algo se caracteriza el final del siglo XX, es por haberse recreado en la suerte de la historia como moridero universal. La guerra Irán-Irak de la que nos llegan en el presente ecos tan vivos y reflujos sangrientos supuso un millón de muertos, así, como quien no quiere la cosa. Y no hablamos de Bosnia, de Ruanda, del Congo, de… Uno gritaría aquéllo de "Socialismo o barbarie" si no fuera porque uno ya es incapaz de consolarse con el recetario clásico, demasiadas dudas, demasiadas incertezas, demasiadas... Demasiadas tinieblas para tan pocas iluminaciones.
Persépolis, y con ella su protagonista, atraviesa el atormentado fin de siglo en un relato amojonado por momentos de fulgor. Más allá del didactismo, diario íntimo desbordado, apenas contenido por las costuras de la identidad, cosido a base de cicatrices del yo. A
El dibujo (animado) se convierte en trazo frágil para dar cuenta de tantas pérdidas con las que la protagonista devala en el torbellino de la historia. Entonces, el humor y el juego se alían para tramar la reinvención visual y dotar de ligereza al dolor que producen los cataclismos de la identidad. Así, cuanto más desgarradoras son las pérdidas, el vuelo humorístico permite al relato remontar el fango sentimental. El filme nunca se permite el regodeo sensiblero, ni siquiera en la tierna y emocionante despedida cuando la niña acude a la cárcel para darle el último abrazo a su tío comunista.
Un dibujo que recuerda a Tardi o Comès y que se revela como una herramienta poética de gran rendimiento para desvelar los entresijos del tiempo histórico, sin perder la condición de diario íntimo. La mutación visual de los fotogramas mediante el arabesco del dibujo permite la transfiguración de los estados anímicos de la protagonista, el temblor de una mirada que aspira a desentrañar el mundo.
Persépolis extrae de la labilidad del negro más profundo y del blanco más luminoso del dibujo los retazos de la memoria inscrita en la historia de una familia atravesada por
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