Hemos hablado demasiado poco de Mikio Naruse. Hemos de arrepentirnos de haber olvidado a Naruse. Hemos de corregir con urgencia esta laguna imperdonable. Hemos de proclamar la deuda que el cine tiene con Naruse. Hemos de recuperar a Naruse con honores en nuestra escuela de los domingos.
Conozco apenas un par de filmes. Y mira que mi hijo me insistió: “Naruse está a la altura de los más grandes. Es uno de los grandes. Mira La voz de la montaña”. Y lo hice. Y me sobrecogió. Pero no de forma abrupta. Te va calando como una lluvia mansa horas después de haberla vista. Como un rumor de una profunda corriente subterránea que no te abandona.
Setsuko Hara en La voz de la montaña
La gran Setsuko Hara encarnando ese inolvidable personaje femenino, Kikuko; esos paseos junto a su suegro que cuentan una de las más hermosas, contenidas y sutiles historias de amor que se hayan vivido nunca en una pantalla. Pura elegancia japonesa, permítaseme una múltiple redundancia. La voz de la montaña (Yama no oto, 1954). De eso hace unos años. Pero no volví a Naruse. Ya lo sé, no me castiguéis, ya lo hago yo. He empezado a ponerle remedio.
Acabo de ver Nubes flotantes (Ukigumo, 1955), un filme que parte de un guión escrito por la misma guionista de La voz de la montaña, Yôko Mizuki, a partir de una novela (con el mismo título) de Fumiko Hayashi. Cuenta la historia del empeño obstinado de Yukiko –encarnada por Hideko Takamine, una actriz inmensa con quien Naruse rodó diecisiete películas- por mantener vivo el fuego de las cenizas del amor de Tomioka –interpretado por Masayuki Mori-, un amor que surgió en Indochina durante la 2ª guerra mundial, pero que ahora –la historia transcurre en 1946-, con la paz, la derrota, Tokio, la desolación y el tiempo, vive amenazado de extinción.
Fotograma de Nubes flotantes
En cada plano del filme alienta la ardiente tenacidad de Yukiko, y basta la primera mirada sobre Tomioka, tras su regreso a Tokio al comienzo de la película, para que comprendamos todo lo que esta mujer siente por ese hombre, hasta qué punto el pasado calcinante sigue colmando las emociones que apenas puede contener. Porque ése es el arte de Naruse, un prodigio de contención, de sutileza, de levedad enfebrecidas. Arden los planos bajo una superficie aparentemente calma. Entonces entendemos cuánto aprendieron de Naruse otros cineasta a los que admiramos tanto como Edward Yang (véase Yi Yi) o Wong Kar-wai (véase In the Mood for Love).
Fotograma de Nubes flotantes
Preservar las cenizas del pasado de la erosión del tiempo. He ahí la tarea de Yukiko. Para nosotros, el pasado es nuestra única realidad, dice en un momento del filme. Cuando te acuerdes de Indochina, ven a verme, ruega en otro. Sólo soy un recuerdo y los recuerdos se desvanecen rápido, teme más tarde. Y Tomioka, arrastrado por el presente aciago e incierto, se resiste a semejante determinación: Somos demasiado viejos para vivir un sueño. O ya derrotado: Lo nuestro murió en Indochina. En Nubes flotantes, Yukiko se aferra a la memoria del amor como quien se agarra a un clavo ardiendo, como a quien le va la vida en ello. Porque eso es este filme de Mikio Naruse: una gran historia de amor en los peores tiempos, unos amantes con mala estrella.
Y como ese amor se nutre del pasado, éste irrumpe en el presente, fugaz pero pugnante, a veces como caricia, a veces como herida, como tacto doloroso en la piel del tiempo vivido. El pasado se mueve en los filmes de Naruse. Como en esos contraplanos en los que irrumpe el personaje que imaginamos inmóvil. El fuera de campo siempre resulta tan inestable como la vida en Nubes flotantes. O en esos campos/contracampos de la pareja paseando: Si paseamos juntos, parecemos una pareja, dice Yukiko. La proximidad como dolorosa sutura en esos travellings que constituyen auténticas figuras de estilo del cineasta.
Los filmes de Naruse presentan a la mirada una tersa superficie que oculta, envuelve o vela una turbulenta corriente subterránea. En la piel de Nubes flotantes, miradas, gestos y/o actitudes corporales -la forma de sentarse, la forma de coger una taza, la forma de ponerse un pañuelo en la cabeza- denotan, la redundancia en este caso es relevante, formas secretas de la intimidad de los personajes. Naruse, digámoslo ya, es el cineasta de la intimidad femenina. Una intimidad que se revela a medida que el tiempo moldea las emociones en formas concentradas y sutiles.
Qué bien definió Jean Douchet el oficio del cineasta japonés: Naruse fue moderno por su extremada atención a los movimientos y pulsaciones más leves de la vida. Su cámara se adhiere a cada instante del presente de sus personajes. Y ya que hablamos de la cámara sería injusto pasar por alto el trabajo de Masao Tamai, el director de fotografía. O la música delicada y enigmática de Ichiro Saito.
También el cine de Naruse se adhiere a nuestra sensibilidad con un velo de emoción sutil y concentrada, tan íntimo como la piel.
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