8/2/09

Una memoria que llueve



Una de las pocas fotos que existen de Chris Marker

Un cineasta secreto, fascinante y visonario; una voz inconfundible, una obra inclasificable, una mirada que piensa; una encrucijada de imaginación, poesía e inteligencia: estamos en el territorio Marker, un viaje inagotable por los caminos de la memoria que cruza todas las fronteras del cine moderno.


En la apertura de La jetée (1962) -mi primer Marker, amor a primera vista- una voz declara: “Ësta es la historia de un hombre marcado por una imagen de la infancia”. Como la magdalena de Proust. Como la obra entera de Chris Marker. Formado en Travail et Culture, organismo de educación popular que surge en el fervor de la Resistencia francesa, y en la órbita de André Bazin, irrumpe como cineasta con Dimanche a Pekín (1956) y Lettre de Siberie (1958), dos filmes que establecen las claves y las resonancias constantes en la obra de Marker: una primera persona enunciada bajo diversas máscaras en la voz en off, un relato concebido como montaje de fragmentos de toda condición puestos en contacto de forma inesperada, azarosa y poética, y un hilo memorioso que nutre la articulación de la imagen y el texto, e invoca la belleza como iluminación, como epifanía. Como esas imágenes fijas en blanco y negro, y una voz en off, que cristalizan una evocadora historia, una cine-novela según su autor, en la que la única imagen en movimiento –una mujer que abre los ojos- consigue estremecernos: La jettée.


Fotograma de La jetée

Diario íntimo, cuaderno de bitácora, libro de viajes… André Bazin, en la reseña crítica a propósito de Lettre de Siberie definió la forma markeriana como cine-ensayo. O tomando las palabras de Jean Vigo, un punto de vista documentado con medios cinematográficos. El cine-ensayo mostraría cómo el cineasta articula una reflexión sobre el mundo, y representaría el pensamiento en acción, una dramaturgia del proceso de conocimiento.


Gay Lussac, mayo del 68 en París.
Imagen de Chris Marker

Frente al cine de puesta en escena, el cine de Marker elige la puesta en serie de imágenes -captadas por su cámara de 16 mm- hilvanadas por una voz de textura profundamente humana y de expresión diáfana: palabras cálidas que representan el último refugio de la conciencia. Una conciencia que reflexiona sobre el tiempo y la memoria, y destila una síntesis del presente.


Además de un gran escritor –los textos desgranados por la voz en off en sus films son piezas de gran belleza literaria-, Marker es un verdadero cineasta porque su confianza en las palabras no impide que éstas alcancen su temperatura de fusión a través de las imágenes, donde radica la verdadera línea de tensión –choque- emocional. Imágenes-memoria que registran la huella del tiempo en la conciencia.



Hay quien considera a Marker el último enciclopedista del XVIII, que usa un catálogo de imáges para ilustrar, primero, y modificar, después, nuestra concepción del mundo, llevándonos desde el reconocimiento al descubrimiento. El cine como herramienta de una nueva percepción. Quién sabe si por eso ha declarado Henri Michaux: “Habría que derrumbar la Sorbona y poner a Chris Marker en su lugar”. En último término, el cine de Chris Marker constituye una tentativa para una pedagogía crítica de las imágenes: una escuela para abrir los ojos.


Los más diversos intereses reclaman la atención de Chris Marker: la obra fotográfica de Denise Bellon –Recuerdos del provenir (2001)-,



la obra fílmica del cineasta bolchevique Aleksandr Medvedkin y la experiencia pionera del cine-tren –El último bolchevique (Le Tombeau d’Alexandre, 1993)-, el cine de Akira Kurosawa, -A.K. (1985)- aprovechando el rodaje de Ran. O el de Tarkovski –Un día en la vida de Andrei Arsenevich (1999)-. Motivos diversos que giran tantas veces alrededor de los mecanismos de la percepción, de los trabajos de la imagen, de los misterios de la mirada, y cómo sedimentan la memoria como palimpsesto de la experiencia. El gran tema de Chris Marker. Como en este juego de seducción entre la cámara del cineasta y la mujer de Guinea-Bissau en Sans soleil:



Un día en la vida de Andrei Arsénevich representa una reveladora aproximación –en la estela de las Iluminaciones de Walter Benjamín- a la obra de Tarkovski, al corazón de su universo fílmico y a su método de trabajo. Se trata de una película que cartografía las constelaciones temáticas e iconográficas –materias y figuras cinemáticas- del director de El espejo.

Escribe Chris Marker y escuchamos en la voz de Marina Vlady: “Llueve mucho en las películas de Tarkovski, como en las de Kurosawa”. Deberíamos añadir que pocas veces llovió tan bien, desde luego nunca mejor, que en los filmes de Tarkovski y Kurosawa.

Nunca Marker fue más Chris Marker como cuando explora el universo de Tarkovski, mirándose en su espejo. Un día en la vida de Andrei Arsénevich deviene la más lúcida indagación sobre el director de Nostalgia y un filme puramente markeriano, cribando la obra de Tarkovski a través de los cuatro elementos –agua, fuego, aire, tierra- que componen asociaciones de imágenes y sonidos de intensa fecundidad poética.



Al final de Un día en la vida de… escuchamos: “Entre un niño junto a un árbol joven y un niño junto a un árbol muerto transcurre la filmografía de Tarkovski”. Entre La infancia de Iván y Sacrificio. Y a propósito de la casa que nunca falta en los filmes de Andrei Arsenevich, incluso, a veces, con carácter protagonista, concluye: "La casa de Tarkovski se encuentra entre dos niños y dos árboles". Gracias a ese filme hermano, Elegía de Moscú de Sokurov –al que Marker cedió imágenes del rodaje de Sacrificio-, sabemos que Tarkovski plantó un árbol junto a la casa natal poco antes de marchar hacia e exilio. Una casa, un árbol, un niño. Agua, fuego, tierra, aire. Un humanista ruso hace cine mientras esculpe en el tiempo. Tarkovski espera bajo la lluvia por esos niños perdidos que somos nosotros. Y que gracias a Marker reencotramos las huellas del camino de vuelta a casa. A la casa del cine de Andrei Arsenevich.


Fotograma con el crédito del título del filme

Sans soleil
: cosas que hacen latir deprisa el corazón, como ésas -gotas de lluvia que el viento arroja a las persianas, pasar por un lugar donde juegan los niños...- que menciona Sei Shonagon, una cortesana japonesa del siglo X, en El libro de la almohada, que cita Chris Marker en esta película de cabecera.

Fotograma de Sans soleil

Sans soleil
(1982), veinte años después de La Jettée, es la primera película de Marker después de su viaje por la debacle de las revoluciones de los sesenta y setenta, y durante la resaca tras la derrota de los años rojos. Algo parecido a lo que representa Sauve qui peut (la vie), de Godard, un filme del mismo año, tras la etapa del Grupo Vertov, veinte años después de Vivre sa vie.



Sans soleil
es un filme que enamora. O no, mala suerte. Pero si te enamora, es para siempre. Han dicho de ella que es adictiva, inagotable, compleja y preñada de un hondo lirismo en su aproximación a la misteriosa relación entre la memoria y el cine. Es puro Marker. Su promesa y su legado. Su carta de amor al cine, al mundo, a la vida. Su tributo al acto de filmar. A las cosas que hacen latir más fuerte el corazón. Una experiencia cautivadora que empuja a salir a los caminos y anunciar la buena nueva tras el primer visionado. Sans soleil es una película donde la voz es una imagen y las imágenes un texto en el que reverberan las palabras, un libro de horas de Marker que se contempla como una película y una película que se puede leer, como quien acaricia y siente una dolorosa impresión de las cosas. Memoria y melancolía.

Fotograma de Sans soleil

En Sans soleil, Marker toma prestadas las postales de un tal Sandor Krasna, cineasta freelance –la máscara de la primera persona en este filme- y nos lleva con la voz de Florence Delay –una voz tan hermosa que posee una cualidad táctil, con finísimas arrugas que te acarician- desde Islandia a Tokio, pasando por Cabo Verde, Guinea-Bissau y haciendo escala en San Francisco para seguir los pasos de Scottie (James Stewart), el protagonista de Vértigo, el filme de Hitchcock, la película-fetiche de Marker. Como el peinado de Madeleine que obsesionaba a Scottie, Sans soleil también traza una espiral vertiginosa: un viaje en el tiempo de la mano de la memoria convertida en un libro de imágenes. O de sueños. Basta asomarse a los primeros minutos para dejarse enredar en esa espiral cautivadora de Sans soleil -esta vez con versión inglesa de la voz en off, no menos cautivadora, de Alexandra Stewart- :



“Pasé la vida interrogándome sobre la función de la memoria, que no es lo contrario del olvido sino, quizás, su revés. No se recuerda, se reescribe la memoria como quien reescribe la historia”, escuchamos en Sans soleil. He ahí el tema central de la obra de Marker, urdida de tejidos y costuras, para acercarse con un sesgo inesperado al corazón de las emociones.


Fotograma de Sans soleil.
Chris Marker ama los gatos, como los amaba Cortázar,
como los ama su amiga Agnès Varda
.

Sans soleil
representa una síntesis de la obra pasada y una anticipación de la obra futura de Marker. Pero por encima de todo es una obra de arte que renueva la promesa del cine como forma integradora de pensamiento y emoción, en un tiempo cristalizado por el montaje y en una geografía inventada por la memoria –una encrucijada donde colisionan pasado, presente y futuro-.



Hace unos meses encontré en un pasillo de la Cinemateca Portuguesa de Lisboa –uno de mis lugares más amados- un cartel de Sans soleil de dos metros de alto pegado sobre un tablero que le servía de marco. Tuvieron que arrancarme de allí para aliviar la tentación de llevármelo. Ahora, cada vez que vuelva, buscaré esa imagen sagrada como quien busca el Grial o el aleph, peregrino en una ciudad que tanto le gustaba a Marker desde aquel hermoso abril del 74. Aquella noche de la Cinemateca, llovía en Lisboa. Como el cine de Marker. Una memoria que llueve.

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