Ludwig Wittgenstein
Desde luego, Wittgenstein iba al cine a menudo. A partir de 1930 impartió clases en Cambridge. Recibía a un grupo de alumnos en el cuarto que le habían asignado y, sin texto ni notas que consultar, pensaba en voz alta. Las únicas interrupciones que permitía eran sus propios silencios, que no pocas veces duraban toda la sesión, o las preguntas que lanzaba a sus alumnos. Las clases le agotaban. Digamos que dar clase le hartaba. Ya había perdido la paciencia más de una vez en aquella escuela de aldea donde ejerció de maestro, después de la primera guerra mundial. Los padres se quejaron porque les pegaba a los niños. En realidad, lo único que le gustaba era leerles cuentos de hadas. En fin, después de las clases –“agotadoras jornadas filosóficas”, según las describe algún biógrafo- (menos mal que no le tocó trabajar en un instituto como el de La clase, por ejemplo), se refugiaba en alguna sala de cine, se sentaba en la primera fila y se relajaba viendo westerns o comedias musicales, las películas que prefería, cine hollywoodense, en general. Detestaba el cine inglés; llegó a decir que una buena película británica no era una posibilidad siquiera concebible. Las novelas de detectives también representaban otra de sus vías de escape, en ellas encontraba más sabiduría que en las revistas de pensamiento.
Fotograma de El espíritu de la colmena
Víctor Erice
Se trataba del prólogo a la edición del guión del filme. Traigo aquí un fragmento que puede resultar ilustrativo del tiempo en que fue escrito –Franco acababa de morir-:
Fotograma de El espíritu de la colmena
Fotograma de El espíritu de la colmena
¿Qué estrecho, rígido y reductor suena, no? Quién diría que escribe sobre una película que habla de los poderes del cine para iluminar el aprendizaje sobre el otro lado de las cosas. El peaje de la historia, mejor dicho de El siguiente texto que leí también pertenecía a Savater. Se lo dedicó a El sur (1982), de Víctor Erice también. Recuerdo que apareció publicado en la desaparecida revista de cine “Casablanca” y se titulaba “¡Qué hermosa es!”. No se trata de textos filosóficos, son textos de cinéfilo, de aficionado al cine. O mejor, con excepción del cine de Erice, los textos de Savater se refieren al cine americano y cuando aparece opinando en algún programa de televisión suele presentar una visión, digamos restringida, respecto a la experiencia cinematográfica. Quizá estoy siendo injusto.
Poco después me sumergí en los escritos sobre cine –“La imagen-tiempo” y “La imagen-movimiento” del filósofo francés Gilles Deleuze, que falleció el año del primer centenario del cine. Dos volúmenes que se han convertido en títulos de referencia de los estudios fílmicos en los que Gilles Deleuze se sitúa en el lugar del cine para reflexionar filosóficamente. El cine como lugar para pensar, desde el que pensar de otra forma. Por esos mismos años, Godard formulará la necesidad de trabajar el filme como forma que piensa. El filósofo francés confrontaba sus reflexiones con las de Henri Bergson –y sus tesis sobre el movimiento- que en fechas tempranas del siglo XX había comprendido la necesidad de pensar la experiencia cinematográfica:
Con Deleuze me ocurre algo curioso, películas y/o cineastas que él utiliza como ejemplo para tal o cual concepto yo los adjudicaría a otro distinto. Quizá porque el cine tiene un estatus dudoso como lenguaje y se resiste a las taxonomías –la clasificación de las imágenes y de los signos (con la del lógico Peirce como referencia) tal como aparecen en el cine, o de las modulaciones del tiempo y su presentación directa en la pantalla- que ensaya Deleuze. Porque el espacio se experimenta en términos de duración y el tiempo, irremediablemente, se ancla sobre la superficie representada en la pantalla. Tengo aquí al lado los dos volúmenes que leí en 1987. Subrayé párrafos como estos:
¿Cómo construir un espacio cualquiera (en estudios o exteriores)? ¿Cómo extraer un espacio cualquiera de un estado de cosas dado, de un espacio determinado? El primer recurso fue la sombra, las sombras: un espacio llenado con sombras, o cubierto de sombras, se convierte en un espacio cualquiera.
El punto en que la imagen cinematográfica se confronta más estrechamente con la fotografía es aquél en que más radicalmente se distingue de ella. Las naturalezas muertas de Ozu duran, tienen una duración, los diez segundos del jarrón: esa duración del jarrón es precisamente la representación de lo que permanece, a través de la sucesión de los estados cambiantes.
Los estudios sobre cine de Deleuze ampliaron la lista de las películas “imprescindibles” que aún no había visto. Y que tanto costaba ver. Ya habían pasado los setenta, incluso los primeros ochenta cuando se estrenaban con normalidad en las salas de cine de Vigo, Ourense ,Pontevedra o A Coruña, Amarcord (1973) de Fellini, El discreto encanto de la burguesía (1972) de Buñuel, Yo te saludo, María (1984) de Godard o Messidor (1979) de Alain Tanner. Y aquella primera época de la televisión de madrugada en la que programaban clásicos maravillosos en versión original subtitulada –uno no daba abasto a grabar en vídeo- acabó demasiado pronto. De aquella lista de “imprescindibles” aún quedan algunos títulos pendientes –algún título de Dovjenko, de Víctor Sjöstöm, o de Ozu-, pero ¡qué suerte tuvimos los cinéfilos con el invento del dvd!
Fotograma de los créditos de Saul Bass para Vértigo
En mis años de pasión por Hitchcock, representó un auténtico regalo “Lo bello y lo siniestro” del filósofo Eugenio Trías, que contenía un capítulo –“El abismo que sube y se desborda”- dedicado a una de las obras maestras del cineasta, Vértigo (1958) –mi amor por ella sigue intacta-.
Fragmento de un fotograma de Vértigo
Una película sobre la que volvería en “Vértigo y pasión”, donde Trías centra y analiza con hondura a lo largo de casi doscientas páginas el gran tema hitchcockiano que el filme lleva hasta el límite: el amor-pasión atravesado por la pulsión de muerte.
La revista “Trafic”, fundada por Serge Daney en 1992, sigue acogiendo en sus páginas las más recientes aproximaciones al cine desde el campo de la filosofía.
Serge Daney
Es el caso de los trabajos contenidos en "El cine, ¿puede hacernos mejores?" de Stanley Cavell. El pensamiento filosófico de Cavell se nutre del cine, se alimenta de películas; de las comedias clásicas de los 30 y 40, de Bergman, Godard, Rohmer o Jarmush, donde encuentra focos con los que iluminar a Heidegger, Thoreau, Wittgenstein o Descartes. Su pasión filosófica por el cine –y/o viceversa- la explica así:
No concibo la posibilidad de seguir hablando de mi interés por el cine sin permanecer fiel al impulso de filosofar tal como yo lo entiendo. Si no hubiera estado dispuesto a poner lo mejor de mí en ese esfuerzo, no habría abordado la cuestión de saber si la sensibilidad que la filosofía atrae e intriga también es atraída e intrigada por el cine.
Un impulso que lo ha llevado a reflexionar sobre las cuestiones esenciales de la existencia tomando como campo de estudio siete filmes canónicos de la comedia clásica americana –Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941)…- en “La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood”. Películas que despliegan visiones de la vida cotidiana trufada de errores y desventuras, de malentendidos e infortunios, como una síntesis cómica de la mirada sobre lo ordinario invocada, según Cavell, en las “Investigaciones filosóficas” de Wittgenstein: el deseo de escapar de cuanto podríamos llegar a percibir como los límites de la finitud, el apetito de metafísica.
Lluvia, fotografía de Kiarostami
Un aparte entrañable, cordial y, por qué no, recóndito, merece un librito, de tacto ligeramente rugoso, que me deparó horas felices que, en el fárrago de retrasos y puertas de embarque en algún aeropuerto, volaron como por ensalmo. Se titula “La evidencia el filme. El cine de Abbas Kiarostami”. Su autor, el filósofo francés Jean-Luc Nancy. Desgrana las reflexiones que le sugirió Y la vida continúa (1991), la segunda de las películas de la llamada “trilogía de Kokher” y se cierra con una conversación entre el filósofo y el cineasta. Para alumbrar el centro neurálgico del texto, este fragmento:
La evidencia del cine es la existencia de una mirada a través de la cual un mundo en movimiento sobre sí mismo, sin cielo ni envoltorio, sin punto fijo de amarre o de suspensión, un mundo sacudido por terremotos y atravesado por vientos, puede volver a darse su propia realidad y la verdad de su enigma (que desde luego no es su solución). Por esta razón, el cine de Kiarostami es una meditación metafísica (…) una metafísica cinematográfica, el cine como lugar de la meditación, como su cuerpo y su dominio, como el tener lugar de una relación con el sentido del mundo.
Tengo a mano, esperando, "La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine", de Jacques Rancière, un filósofo del que conocía "La carta de Ventura", el hermoso texto sobre Juventude em marcha (2006) de Pedro Costa, publicado en el número 61 de "Trafic".
Pedro Costa
En una entrevista le preguntaron por qué un filósofo se interesaba por el cine: “Bueno, no sé si usted lo sabe, pero es que yo soy francés”, le contestó Rancière. Pues sí, los filósofos van al cine, pero los franceses más.
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