Casi no puedo imaginar un día sin leer o sin ver una película (pero ya puedo pasar sin el periódico, y no debe ser buena señal). Eso sí, cada año leo menos novelas. Estos días, Años luz de James Salter. Creo que la última la leí en abril o mayo, Uno de los nuestros de Willa Cather. Desde entonces volví a leer El señor de Ballantrae y Pedro Páramo y El blues del Misisipí. Y para de contar; quizá me olvide de alguna, una miseria en todo caso, ¿qué fue del lector de novelas que uno era? En casa, la verdadera lectora de novelas -y aun diría la lectora por excelencia- es Ángeles; leídas o releídas no baja nunca de las cien por año (y creo que me quedo corto). No considero atrevido conjeturar que los novelistas viven de las mujeres (de las lectoras, se entiende), ni que Ian McEwan exagere al pensar que cuando las mujeres dejen de leer novelas, el género habrá muerto, según leí en una entrevista publicada en Babelia (sí, aún leo algún que otro... suplemento).
Mujer leyendo en un jardín de Matisse.
Barbara Laage, en su apartamento de París en 1946.
Fotografía de Nina Leen.
Fotografía de Ruth Orkin.
El comentario venía a cuento de un experimento del escritor: Saqué a la calle unas trescientas novelas y se las ofrecí a la gente que pasaba. Las mujeres las aceptaban encantadas, pero no conseguí que ningún hombre se llevara un ejemplar.
Por lo visto (remedando el título de la película que más me gusta de Hong Sang-soo), la mujer es el futuro de la novela.
Fotografía de Alfred Stieglitz.
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