Hablemos entonces de Escándalo en París. No es la primera película de Sirk en América pero puede verse como su primera película americana. Fue la última película de Sirk que vimos; la primera vez hace un par de meses, y repetimos hace un par de semanas.
Al cineasta le hizo muy feliz que Escándalo en París -uno de sus filmes preferidos- le gustara tanto a Drove, lástima que esa gozosa memoria -quería hacer una película irónica basada en la idea de que se necesita un ladrón para atrapar a otro ladrón- se viera enlutada por el recuerdo del suicidio de Carole Landis, dos semanas antes de que se estrenara el 19 de julio de 1946; la actriz da vida a Loretta, una cabaretera en tiempos de Napoleón, que se nos aparece por primera vez -y a Vidoq (cuando era el teniente Rousseau), el protagonista encarnado por George Sanders- como una sombra...
La pantalla arde en el escenario del teatro y la sombra se hace carne... en la pantalla del cine. (El destino de las sombras. Ya veremos que, en el caso de Loretta, la sombra cobrará la forma de un destino.) En una escena anterior, Vidoq (cuando aún no es Vidoq) y su compinche Emile (Akim Tamiroff), tras escapar de la cárcel y encontrar cobijo una noche de lluvia inclemente en el pórtico de una iglesia, sirven de modelos a un pintor que ve en sus rostros figuraciones ejemplares del Bien y del Mal, y acaban dando cuerpo -y rostro-, con sus disfraces respectivos, a San Jorge y al dragón.
Vidoq y Emile, San Jorge y el dragón, personajes cómplices -opuestos y complementarios (personajes-espejo, como Rock Hudson y Robert Stack en Escrito sobre el viento o Ángeles sin brillo)- inmortalizados en el mural, acabarán luchando a muerte en el tiovivo chino donde la lanza del San Jorge/Vidoq atravesará al dragón/Emile. Como si el azar culminara la promesa de la imagen -la máscara- bajo la forma de un destino. En realidad, se trata de eso, el destino -el único destino- se cifra en las formas, parece decirnos Sirk. Desde el primer momento, Escándalo en París, nos muestra -pone en escena- cómo mienten las imágenes y, con las cartas boca arriba, nos invita a los juegos de sociedad que (siempre) devienen un carrusel de máscaras. Y los personajes, apenas sombras de una representación. (Sombras iluminadas por el gran director de fotografía Eugen Schüfftan.)
Y se queda paralizada -y muda- cuando lo descubre en su propia casa, invitado por su abuela, y lo podría tocar porque la fantasía ha tomado asiento en lo real.
¿Qué fue de la transparencia del cine clásico, donde podían mentir los personajes pero los rostros jamás? Como señala Jesús González Requena en su iluminador comentario sobre Escándalo en París, nada sabemos de Vidoq sino las sucesivas imágenes que proyecta en los otros personajes; dicho de otra forma, sólo conocemos de Vidoq lo que los otros ven en él (la naturaleza, por otro lado, de las criaturas de la pantalla, carne del deseo de los espectadores), y ninguna espectadora de Vidoq más entregada que esa Thérèse que bebe los vientos por la imagen de San Jorge. Sabemos, por tanto, que todas esas imágenes no son más que disfraces -máscaras- de Vidoq; ni él mismo sabe quién es: su madre dio a luz en una cárcel y un borrón del escribano al apuntar el nombre de la criatura veló su (verdadera) identidad con una sombra, el rastro de una ausencia. Vidoq sólo es un apelativo más (como el de teniente Rousseau) que esta vez roba de una tumba. Por eso tampoco puede hablarse de redención (por el amor de Thérèse) al final de la película, sólo se trata de un cambio de papel, un disfraz más en el carrusel del juego social; en fin, la única diferencia entre un ladrón y un policía es una cuestión de máscaras. (Y nadie mejor que George Sanders para encarnar la ambigüedad y la ironía. Cuánto celebraba Douglas Sirk haber colaborado con el actor.)
Thérèse se nos revela como una ingenua cuya pureza esconde un potencial de transgresión portentoso, dispuesta a romper con todo y todos por seguir a Vidocq donde el destino los lleve, una determinación tal que acaba por arrastrar al aventurero a cambiar de vida. Un personaje femenino -en todo su candor- de armas tomar. Vale la pena rememorar la escena del tiovivo chino -el insólito decorado, metáfora de la representación social (el carrusel de máscaras), escenario del clímax donde culmina la escena figurada en el mural de la iglesia- adonde Vidoq acompaña a Thérèse ante la insistencia de Mimí, la hermana pequeña de la chica. Vemos el carrusel reflejado en el lago, como en un espejo. Mientras Mimí monta en el tiovivo chino, Vidoq y Thérèse dan un paseo. Él le cuenta que se marcha de París. (Ha planeado con Emile y familia un golpe en el banco, por eso tramó que el padre de la chica lo nombrara jefe de policía tras resolver el robo de joyas de la abuela que habían perpetrado; quién puede robar mejor un banco que quien se encarga de custodiarlo.) A esas alturas Thérèse ya sabe cómo Vidoq (cuando aún no era Vidoq) y Emile acabaron figurando San Jorge y el dragón en el mural de la iglesia, y que robaron para huir el caballo con el que posaban para el pintor; y sabe también que robó las joyas de la abuela... La chica sabe latín, pero no sabe lo que de verdad quisiera saber. Recuerda que aquella noche del robo soñó que un hombre entraba en su cuarto y la besaba, y quiere saber si sólo fue un sueño o fuiste tú. Vidoq sugiere que, si el único rastro del intruso fue un beso, con otro beso ella podría saber si soy el hombre de tus sueños. Entonces la besa. Thérèse está segura de que no fue un beso como éste, ella nunca podría soñar un beso así, confiesa arrobada. Para Vidoq ha llegado el momento de despertar. Le cuenta que su pasado ha regresado en forma de mujer (Loreta) y, si se dejan llevar por los sueños, a esa mujer no le va a parecer ni medio bien y hablará, y entonces el padre de la chica -ministro del Interior, en vez de firmar el certificado de matrimonio, firmará la orden de arresto contra él.
Por eso debe dejar París (miente, no miente, miente, no miente...) No tengo alternativa, le dice. Ni yo, dice ella. Iré contigo. Estoy segura de que te podré ayudar, mucho mejor que tu compañero patoso. (Se refiere a Emile, al que antes y en escenas anteriores se refiere como el dragón.) Me deslizaría en las casas como un gato, los hombres se enamorarían de mí. Y les robaría mientras me besaran (como vimos que hizo aquel teniente Rousseau con Loretta y ésta con Vidoq hace nada). Y ante la incredulidad del ahora jefe de policía, la chica saca del bolso las joyas de la abuela que acaba de robar de la cámara del banco: Lo he hecho por ti. Vidoq se siente tan incómodo como conmovido: Gracias, pero no me casaré con una ladrona. Y llega la maravillosa réplica de Thérèse: ¿Qué voy a hacer? Si no quieres cambiar, tendré que cambiar yo. Él le promete que estarán juntos pero tiene que devolver las joyas de la abuela. Ella le aclara que las joyas son suyas, que se inventó el robo. Ahora sí que Vidoq se sorprende: Serás cuentista. (Otra cuentista, como él.) Mimí los llama, los anima a subirse al tiovivo chino. A Thérese le encanta la idea de montarse con él: ¿Cuál elegimos? ¿El grifo o el pececito? Claro, todo depende del papel, la única diferencia estriba en que te toque o que lo elijas. O quizá ni siquiera, ¿alguien puede elegir? Le llaman voluntad o destino al arabesco del azar.
Lo que distingue Escándalo en París del resto de la obra americana de Sirk se cifra en el tono, una alquimia de humor, levedad, gracia e ironía (el pesimismo del humor, como le define el cineasta a Drove esa ironía, que proyecta una sombra de escepticismo sobre lo romántico); esa ironía que destila George Sanders, quien tenía exactamente -en palabras de Sirk- el grado necesario de arrogancia y aplomo para el papel, un actor que deviene un instrumento primordial del aquel mozartiano del filme. Un tono que permea las imágenes, donde la comedia de aventuras, elegante e irreverente -con unos diálogos brillantes y divertidos de la guionista Ellis St. Joseph a la que el cineasta consideraba una excelente escritora-, se conjuga con el drama, y aun la tragedia, sin que represente una ruptura tonal o un tropiezo en el compás.
Si acaso, lo trágico dota al filme de mayor hondura humana, al humanizar -valga la redundancia- a Richet (Gene Lockhart), el personaje risible -ese policía, desplazado por Vidoq en el favor del ministro, que se sirve de patéticos disfraces (otra vez las máscaras) en sus pesquisas- cuando espía a su mujer -Loretta- disfrazado de vendedor de pájaros (un toque mozartiano, claro, de La flauta mágica) y confunde, desde la calle, la sombra de un maniquí con -Vidoq- el amante... Fatales sombras.
Y transfigurarlo en un ser conmovedor justo cuando se contempla a sí mismo de esa guisa en un espejo (otra vez los espejos) tras disparar sobre Loretta, que lo confunde con Vidoq -equívocos fatales-, al descubrirla bajo la forma de una sombra medio desnuda tras el biombo, esperando al amante con el que se había citado en la tienda... Y los pájaros vuelan espantados, como Richet se espanta de su propia locura.
Tenía razón también Antonio Drove cuando definió Escándalo en París como una película casi surrealista, preñada de asuntos y figuras cardinales en la obra de Sirk: la identidad, el peso del pasado, los personajes como sombras, la representación, los espejos... Desde luego fue uno de nuestros más dichosos descubrimientos en lo que va de año. Un travieso y encantado tiovivo chino.
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