18/1/14

El Señor del Cine


Griffith en Francia, en 1917. 

Hace casi cincuenta años Orson Welles escribió Me encontré con D. W. Griffith una sola vez..., un texto que uno le leía a los alumnos de la EIS de A Coruña en los dos o tres cursos que impartí (también) Historia del Cine, como prólogo del visionado de algunas de sus películas cardinales, para que no olvidarán quién había sido -y quién era y quién es y quién será- el Señor del Cine:

Me encontré con Griffith una sola vez, y no fue un encuentro feliz. Fue en un cóctel, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en el producto -producto único- de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad jamás otorgada en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para eso, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven.

Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y un pionero, pues sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo el árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significa para mí, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo.

Griffith (a la dcha.) con su operador Billy Bitzer
en el rodaje de La dos tormentas (1920).

(Cuando Welles rememora a Griffith hace casi diez años que el Señor del Cine filmó su última película para un estudio de Hollywood, donde tampoco nadie quería ya contratarlo.) Cabe señalar dos encuentros cruciales de Griffith para el devenir de la historia del cine: con el operador Billy Bitzer (el primer gran director de fotografía) y con Lillian Gish. No importa que no sea exacto que Griffith fuera el autor del primer primer plano o el primero en mover la cámara. Tanto da. Welles también tiene razón en eso, porque nada fue igual después de que Griffith moviera la cámara o filmara un primer plano de Lillian Gish.

Lirios rotos (1919)

True Heart Susie (1919)

Way Down East (Las dos tormentas, 1920)

(Sternberg filmando a Marlene Dietrich, Rossellini a Ingrid Bergman, Antonioni a Monica Vitti, Godard a Anna Karina, Cassavetes a Gena Rowlands... herederos de Griffith en el aquel de filmar a Lillian Gish.) El cineasta portugués Pedro Costa recordaba en una conversación con Cyril Neyrat unas palabras de Danièle Huillet: Si uno no es capaz de lograr esa alianza de realismo y misterio [la que Griffith conseguía cuando encuadraba un talud, un poste eléctrico y unas vías debajo], es mejor no dedicarse a hacer ninguna imagen. O dicho de otra manera: para Griffith, el realismo en el cine no tenía que ver tanto con la búsqueda de un reflejo de lo real sino con la tentativa de llevarnos hasta el umbral del misterio, donde el cine acaricia lo invisible. Con la memoria de Welles, las palabras de Danièle Huillet quizá le hayan rendido el más bello tributo al Señor del Cine.

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