15/2/13

¿Qué era? ¿Un gato?


Tal día como ayer hace cincuenta años se estrenó Ocho y medio. Habría que declarar este febrero el mes de Fellini.

Fellini con Claudia Cardinale en el rodaje de  

O diciembre cuando se cumplen cuarenta años de Amarcord. O septiembre, sesenta de I vitelloni -aquí Los inútiles (no está mal, pero aun mejor "Los zánganos")-. O bien octubre, treinta de E la nave va, y veinte años sin Fellini. Todo 2013, quizá.


Ayer, a última hora, volví a ver Ocho y medio, o mejor, , y ya era hoy cuando sonaba la fanfarria de Nino Rota, y Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) se unía al corro de figuras de aquel circo primordial amasado en la imaginación con el fango de la memoria, el sueño y la fantasía. (Una escena final que el cineasta encontró cuando la rodaba como trailer.)


Guido soy yo, podría decir Fellini, pero no, porque  (nos) dice Guido somos todos, haciendo(nos) -montándo(nos)- la película que se resiste a nacer de la bella confusión -el hermoso título que le sugirió el guionista Ennio Flaiano- y el cineasta sólo puede dar cuenta de una tentativa imposible, pero infinita, en la bella confesión -qué título tan justo también- que deviene 8½. Tan infinita como la fidelidad a una idea que amenaza tanto con devorarlo todo como con desvanecerse sin dejar rastro.


En vísperas del rodaje, el cineasta empezó a escribir una carta al productor para contarle que no podía hacer la película, porque la había perdido, ya no recordaba qué película quería hacer: El sentimiento, la esencia, el perfume, aquella sombra, aquel brillo de luz que me habían seducido y encantado habían desaparecido, se habían esfumado, no los encontraba más. Esa idea que se fagocita y agoniza, que arde y se consume, fuego y ceniza, aire y agua, fuente y viento (el viento que también sopla donde quiere en el cine de Fellini). : una fuga sin fin, como quien huye hacia abajo, hacia el abismo de los adentros donde se borran las fronteras de la memoria y el sueño, donde hierven las cosas primeras.


Aquella carta resuena en la confesión de Guido Anselmi a Claudia (Claudia Cardinale), mujer y actriz, actriz y sueño, sueño y salvación, salvación y perdición. Fulgor y negrura. Epifanía y ruina. Principio y fin.



¿Tú serías capaz de terminar con todo y empezar de nuevo? Elegir una cosa y ser fiel a ella. (...) Algo que lo abarque todo, porque tu fidelidad lo hace infinito. ¿Serías capaz, Claudia? Y ella que no sabe a dónde la lleva: ¿Y tú serías capaz? La respuesta está... Iba a decir en el viento, que también. Dejémoslo en  8½. 


Esto es entre tú y yo, parece decirle Claudia. Esto es entre tú y yo, parece decirnos Fellini.  es el tablero de juego. El making of por excelencia de la historia del cine, que sólo se convierte -se transfigura- en filme -un filme cómico, fue uno de los títulos que barajó Fellini y lo rotuló en un papel que pegó en la cámara durante en rodaje- a través de nuestra participación, del juego de nuestra mirada. Work in progress a modo de trampantojo. Un pase de magia por así decir.

Fellini y Mastroianni en el rodaje de 8½.
(Fotografía de Tazio Secchiaroli.)

Podemos quedar tan prendados de la película que Guido quiere (o sueña con) hacer que no vemos la película que hace (o sueña) Fellini. Cómo si quedáramos cautivados por el cuadro que Velázquez está pintando en (el cuadro de) Las Meninas que no vemos Las Meninas, un cuadro -el que de verdad pinta Velázquez- que sólo existe entre la tela y nosotros, pues nosotros somos parte esencial en (el juego de la) representación. Pudiera ser que cautivados por la idea de la obra por venir nos perdamos la obra que viene, que se hace -se está haciendo- ante nuestros ojos, en el juego de luces y sombras que destila la bellísima fotografía del gran Gianni Di Venanzo. Fellini monta un circo para nuestra mirada: con payasos y monstruos, fieras y acróbatas, magia e inocencia, fantasía y deseo. Un espectáculo inagotable. Un misterio insondable. ¿Qué era, qué es ?

Fellini dirige una escena de   
con Mastroianni y Anouk Aimée

El tortuoso, cambiante y fluido laberinto de los recuerdos, los sueños, las sensaciones, una maraña inextricable de cotidianidad, de memoria. de imaginación, de sentimientos, hechos que sucedieron mucho tiempo antes y que conviven con aquellos que están sucediendo, que se confunden entre la nostalgia y el presentimiento en un tiempo inmóvil y amalgamado, y ya no sabes quién eres ni quién fuiste ni hacia dónde va tu vida que sólo se te presenta como una larga semivigilia sin sentido, le contaba Fellini a Giovanni Grazzini a propósito de la bella confusión en que germinaba la película sin título. (Sólo tenía una carpeta en la que había dibujado un gran , según el cálculo nada exacto de las películas que había dirigido; con apuntes y un esbozo de escaleta, y las habituales culonas que traen buena suerte.)



Una tarde habló con Ennio Flaiano en el coche camino de Ostia (hablándolas en un coche se fraguaron la mayoría de las películas de Fellini) para tratar de aclarar -para sí mismo- los motivos íntimos de aquel filme. Flaiano no decía ni mu; sólo al final hizo algún comentario que a Fellini le sonó a reproche, por adentrarse en un territorio que sólo a la literatura le estaba permitido. Pocos días después le comentó su fantasía a Tullio Pinelli pero el guionista tampoco veía cómo estructurar una película con ingredientes -o impulsos- tan volátiles. Sólo Brunello Rondi -Brunellone lo llamaba Fellini-, un oyente impagable, se animaba a trabajar con cualquier propuesta que al maestro se le pasara por la cabeza. (Los tres guionistas acabaron colaborando en el guión de .) Y Fellini le escribió una carta donde le contaba cuanto se le había ocurrido a propósito de aquella película tan propensa a fugarse. De ese documento fascinante, me encanta el episodio de la Saraghina... dragón horrendo y espléndido que, encarnado -nunca mejor dicho- por Edra Gale, se convertirá en uno del los personajes emblemáticos -si no el icono- de  y de algunas de las secuencias cardinales -la de la rumba, la de la playa- que desprenden el aquel primordial de lo felliniano.



La Saraghina era una prostituta gigantesca, la primera que vi en mi vida, en la playa de Fano, donde yo pasaba las vacaciones de verano en los salesianos. La llamaban así porque los marineros conseguían sus favores dándoles algunos kilos de pescado del más barato, como las "saraghinas". 


Con nosotros, que éramos unos niños, se contentaba con unas pocas monedas, o unas pocas castañas, o le bastaban los botones dorados del uniforme, o las velas que robábamos de la iglesia. Vivía en un fortín de la gran guerra, en ruinas, una especie de madriguera que olía a brea, a madera podrida, a pescado. 


Por dos perras nos dejaba ver en silencio su trasero que cubría el cielo por entero. 



Por una perra más lo movía poco a poco, y por cuatro perras se daba la vuelta. ¡Qué barriga inmensa! Y, allí abajo, todo aquel pelo negro. ¿Qué era? ¿Un gato?



(...) Es verdad, en mis películas muchas veces aparece una imagen de mujer abundante en carnes, grande, poderosa... Pero la Saraghina es una representación infantil de la mujer, una de las distintas y varias expresiones entre las mil en que una mujer puede personificarse. 



Es la mujer rica en feminidad animal, inmensa e inasible y, al mismo tiempo, nutricia tal como la ve un adolescente hambriento de vida y sexo, un adolescente italiano inhibido y reprimido por los curas, la Iglesia, la familia y una educación desastrosa. 


Un adolescente que, al buscar a la mujer, la imagina y desea como "una gran cantidad de mujer". 


Como un pobre que, al pensar en el dinero, razone y eche cuentas no sobre miles de liras sino sobre millones y miles de millones.


Imagino también una escenita con el protagonista niño, que después de la turbadora revelación de la Saraghina, vuelve a verla solo, con su uniforme de colegial, un día deslumbrante con el mar en calma y perfumado. No hay nadie, y en ese silencio encantado, la voz de la Saraghina que canta como una niña buena cualquiera. Canta mientras se zurce las medias sentada en una sillita junto al mar: una misteriosa y aterradora figura materna.


Una mirada de cine destila estos párrafos. Las imágenes correspondientes de la película parecen emanar de las palabras. Como si las frases cuajaran en celuloide. Esa alquimia del monstruo con la belleza que amojona la obra de Fellini.


No pocos espectadores se preguntaron hace cincuenta años qué era , como Federico-niño ante el frondoso monte de Venus de la Saraghina.

Fellini dirige .
 (Fotografía de Tazio Secchiaroli.)

Quizá otros espectadores se lo siguen preguntando hoy. es una carta de amor al cine. Pero también la prueba documental de un amor correspondido.


Porque no es sólo que Fellini no pudiera vivir sin el cine, es que el cine no podía vivir sin Fellini. deviene así una historia de amor.


Y nada impide que sea también un gato.


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