Más allá de que el cine representa una vía de conocimiento y una experiencia cargada de sentido, que amplía -in extenso y de profundis- nuestra sensibilidad, cuando vemos -y escuchamos- una película proyectada en una pantalla, más allá de esto, digo, cuantas definiciones -restrictivas- acerca de las esencias del arte cinematográfico se han vertido desde sus orígenes, en lugar de iluminar, han acabado por confundir, peor aún, han devenido un instrumento inútil para entender la experiencia que se vive en el cine. Cuando se dice que el cine es sobre todo un arte de la imagen, olvidamos la función reveladora de la palabra en el cine: ¿qué quedaría de Secretos de un matrimonio, Tras el ensayo o Saraband sin las voces? ¿qué sería de París-Texas sin la escena de Natassja Kinski y Harry Dean Stanton en el peep show? ¿qué sería de Sans soleil sin las palabras?
Desde hace unos diez años reúno -con mi hijo- poemas de cine, o sea, poemas que escuchamos o leemos en películas, y que suelen cumplir una función estructural o reveladora; poemas que, a menudo, cifran en palabras el misterio que encierra la experiencia primordial que representa esa película. Palabras que dicen lo que, invirtiendo el proverbio chino, un millón de imágenes no podrían expresar. El Requiem de Stevenson en They Where Expendable de John Ford, When I have fears that I may cease to be de Keats en Track of the Cat de William A. Wellman, el soneto XXIX de Shakespeare en En un lugar solitario de Nicholas Ray, un fragmento de Sugerencias de inmortalidad en los recuerdos de la niñez de Wordsworth en Esplendor en la hierba de Elia Kazan, un soneto de Vita nuova de Dante en Hannibal de Ridley Scott... Y un poema de Rosalía de Castro en El espíritu de la colmena de Víctor Erice. Llegamos a planear la publicación de una antología de nuestros (36) poemas de cine favoritos con Pepe Coira, pero unas cosas por otras y el proyecto se quedó en el cajón: ¿por qué no empezar a airearlos? Y por dónde vamos a empezar sino por ese hermoso poema que escuchamos en El espíritu de la colmena y, de paso, trazamos una última aproximación a la película de Erice que reclama una inmersión sostenida, cuando disponga de unas cuantas horas por delante. Una última aproximación que se centra en las coordenadas de la película y del poema, y de la inserción de éste en aquélla, tal como habíamos imaginado para enmarcar cada una de las piezas de la antología de poemas de cine.
El espíritu de la colmena (1973) es una película sobre la experiencia del cine en la infancia. La experiencia de Ana (Ana Torrent), la niña protagonista es la de cualquier espectador de cine: un viaje que comienza en una pantalla (exterior) y continúa (y nunca termina) dentro de nosotros, en nuestra pantalla interior. Desde que Ana ve El doctor Frankenstein de James Whale (1931) -cuyo monstruo muy pronto se convierte para ella en el espíritu- empieza un camino amojonado por las cuestiones primordiales de la existencia, y la película enhebra poéticamente (no causalmente, sino con rimas, ritmos y resonancias ) los momentos esenciales, cargados de significado: las piedras miliares -los doce dibujos de los créditos- del camino del espíritu. Un viaje iniciático que la conduce fuera de la colmena, más allá de las fronteras del mundo habitado por seres ensimismados, vencidos, absortos en el tiempo suspendido, modelado (milagrosamente) por la luz amarilla con tonos verdosos del caserón familiar creada por Luis Cuadrado.
El espíritu de la colmena es una película que se nos entrega como un don, no sólo nos invita a proyectar con Ana, a invocar con Ana, a soñar con Ana, sino que se nos ofrenda como espejo, como superficie propicia -nunca mejor dicho- a la especulación; como territorio de incertidumbre, nos regala la posibilidad de viajar con Ana y descubrir quienes somos: permite que nos reflejemos en la película, como Ana en las aguas del río, y, como ella, desdoblarnos, vernos proyectados en la pantalla y habitar la película. El espíritu de la colmena construye una mirada interior (la de Ana) que podemos compartir, más aún, una mirada que nos recuerda nuestra primera mirada sobre el mundo, allí donde el mito se conjuga con la memoria en el territorio de la infancia.
El poema de Rosalía de Castro ocupa un lugar central en la película de Erice y cifra un doble vínculo, es decir, se religa con la colmena y con el camino del espíritu que recorre Ana. La escena del poema viene procedida por la escena en que las niñas (Ana y su hermana mayor Isabel) aguardan junto a las vías el paso del tren, el tren que más adelante traerá al espíritu encarnado en un fugitivo, tras la invocación de Ana. Resulta especialmente significativa la mirada fascinada con que Ana espera la llegada del tren, una mirada que lo dota de una significación mítica.
Y tras la escena del poema Ana visita por tercera vez la casa abandonada (que cobijara al espíritu que llega en el tren), su hermana la observa a escondidas, excluida de la ceremonia en la que Ana, digámoslo así, ha bajado al monstruo (invisible para nosotros, para Isabel) de la pantalla para jugar con él alrededor del pozo. Entre ambas escenas, el poema de Rosalía de Castro. ¿Pero como llegó hasta la película? Nos lo cuenta Víctor Erice:
Durante la preparación de El espíritu de la colmena estuve durante unas semanas buscando el lugar donde rodar la mayor parte de los exteriores. Recorrí una serie de pueblos de las provincias más cercanas a Madrid. En uno completamente abandonado de Guadalajara, visitando la escuela, entre los materiales que quedaban desperdigados aquí y allá, encontré un libro escolar: El libro de las niñas, editado el año 1942. Lo hojeé y di con un poema de Rosalía de Castro traducido al castellano. Cuando acabé de leerlo pensé: Este poema lo incluyo en la película. Sentí que el azar había venido en mi ayuda porque el significado del poema tenía que ver directamente con la entraña de El espíritu de la colmena.
Aquí tenéis la versión del poema (en castellano) que se escucha en la película y la versión original (en gallego) del poema de Rosalía de Castro:
Ya ni rencor ni desprecio,
ya ni temor de mudanza,
tan sólo sed..., una sed
de un no sé qué que me mata.
Ríos de vida, ¿do vais?
¡Aire!, que el aire me falta.
-¿Qué ves en el fondo oscuro?
¿Qué ves que tiemblas y callas?
-¡No veo! Miro cual mira
un ciego al sol cara a cara.
¡Yo voy a caer en donde
nunca el que cae se levanta!
(pags. 90-91 del guión de El espíritu de la colmena)
Xa nin rencor nin desprezo,
Xa nin temor de mudanzas,
Tan só unha sede... unha sede
Dun non sei qué que me mata.
Ríos da vida, ¿onde estades?
¡Aire!, que o aire me falta.
-¿Qué ves nese fondo escuro?
¿Qué ves que tembras e calas?
-¡Non vexo! Miro, cal mira
Un cego a luz do sol crara.
Eu vou caer alí en donde
Nunca o que cai se levanta.
(Follas Novas. Vaguedás. Poema XIII)
El poema de Rosalía de Castro preludia, como hemos señalado, uno de los momentos esenciales de la película, en el camino de invención del espíritu por la mirada anhelante de Ana. Una niña lo lee en la tarima de la escuela, mientras Ana intenta deletrearlo como si quisiera arrancarle el significado, la maestra lo escucha ensimismada (absorta en quién sabe qué pérdida), Isabel parece despistada... Cuando la niña termina de leer el poema, mira a cámara durante unos instantes, o sea, a nosotros, nos interpela directamente a propósito de la sombra que entrañan los versos de Rosalía. Escuchemos otra vez a Erice:
En el rodaje le di ese libro encontrado en una escuela abandonada a una niña de Hoyuelos [el pueblo donde se rodó El espíritu de la colmena] y le hice leer los versos de Rosalía. La obligué a levantar los ojos al final de la lectura y mirar directamente al objetivo de la cámara, es decir, al espectador.Una quiebra -brechtiana- de la narración clásica que alcanzará su consumación cuando, al final, Ana. investida por los poderes del espíritu se vuelve hacia la cámara y nos mira con el aquel de quien llega (vuelve) de muy lejos.
El poema de Rosalía de Castro conjuga la fatalidad de la colmena con el fantasma que aguarda en el pozo oscuro, la realidad asfixiante de la colmena y la sombra del Otro, ésa que Ana persigue anhelante mientras se aleja de la colmena en el camino del espíritu, un deseo como una sed (la de Ana al final de la película) que casi le cuesta la vida. Pero el poema traduce también la experiencia de una mirada, la de ver "como un ciego a la luz del sol", nuestra experiencia de espectadores deslumbrados por las imágenes que nos devuelven la música de los orígenes, los mitos anegados en el pozo de la memoria: espectadores cegados por el primer encuentro con la luz del mundo. Por eso, en El espíritu de la colmena, como Ana, para ver hay que mirar desde dentro en la negra sombra: cierra los ojos.
Suxerente e moi interesante aproximación ao vínculo poema-filme ou, mellor dito, a inserción do poema no corpo do filme para completar o seu sentido; no entanto, e dándolle algo a volta o tema, eu proporía para a próxima vez a cuestión do filme como poema en si (e concebindo o filme como imaxe pura en movemento, sen máis aditamentos...), que vai elaborando o poema desde “dentro”. Algunha suxerencias ao respeito: “Few of us” (de Sharunas Bartas), “Uzak” (de Nuri Bilge Ceylan) ou toda (ou case) a obra do propio Chris Marker (nomeadamete “La jetée”) ...Contodo, parabéns pola entrada, que é excelente...e, de novo, por todo o blog, un verdadeiro luxo. Grazas.
ResponderEliminarCono espectador, no sólo me llega la imágen,la música ,sino el lenguaje como forma plástica lo que se dice y cómo se dice,los elementos lingüisticos y no lingüisticos que se conjugan en una escena.
ResponderEliminarPodía ser interesante retomar el proyecto de editar los poemas de cine
El lenguaje y sus funciones buen tema de debate y no sólo desde un punto de vista cinematográfico.
Un saludo