28/10/09

La niña y el monstruo


Hasta El espíritu de la colmena (1973) las películas habían representado para mí un territorio mitológico de historias fascinantes que me transportaban hasta los horizontes abiertos, donde Wyatt Earp se despedía de Clementine y se alejaba cabalgando hacia los confines del jardín salvaje del Oeste, porque Pasión de los fuertes era (es) una de mis piedras miliares en el camino de la frontera, en la geografía imaginaria del cine. Pero El espíritu de la colmena, partiendo de ese territorio mitológico (fundacional) del cine -Frankenstein (1931) de James Whale-, contaba mi historia, me contaba. Exploraba mi experiencia personal. En El espíritu de la colmena confluían por primera vez el mito y la memoria. El espíritu de la colmena sabía cosas de mí que ni yo mismo imaginaba, aquellas figuras primordiales -los dibujos de los créditos- amojonaban el territorio movedizo de la propia identidad, me remontaba a los orígenes de quien yo empezaba a ser. Era la primera película que contaba lo que algunas películas hacen con nosotros, lo que el cine opera en nuestro ser, lo que algunas películas encuentran en nuestra recóndita intimidad. El espíritu de la colmena reconocía la experiencia fundacional (y formadora) que el cine había representado para mí. Cuando vi la película por primera vez faltaba un mes para cumplir los dieciocho años, no sé cuántas veces la habré visto, cuántas veces habré hablado de ella, cuántas veces la habré rememorado. Recuerdo haber organizado proyecciones caseras de El espíritu de la colmena para quienes queremos mucho en ocasiones especiales, porque habían llegado desde muy lejos o porque siempre están ahí. Y cada vez que veo la película de Erice, me acerco una vez más al brocal del pozo y me veo en el agua de la memoria como en un espejo. Como Ana. Y como ella espero la llegada del monstruo. Como la primera vez. La primera vez que me encontré con el cine. Y me vio.


Treinta y seis años después, El espíritu de la colmena constituye también un documento de lo que el cine un día fue, de lo que una película podía representar, de la experiencia comunitaria que convocaba su proyección. De lo que un día significó la llegada del cine a una aldea perdida y que era recibido como se recibe un viático hacia otro mundo. Hasta el punto en que una película podía convertirse, como acontece en El espíritu de la colmena para Ana, en una iluminación, en una puerta abierta hacia el descubrimiento de un sentido otro del mundo. Y temo que la película de Erice documenta, a estas alturas, el documento de una experiencia irremediablemente perdida para siempre. Desde luego se ha perdido el cine como experiencia comunitaria, como sueño común, exiliado sin remedio de las salas (excepto en sus manifestaciones más mostrencas, salvo en contadas ocasiones para las que sobran dedos de una mano cada año), condenado al confinamiento doméstico. Pero también, ay, el cine como iluminación, como experiencia de un encuentro primordial, como rito de paso hacia el otro lado de las cosas. Y no podéis imaginar cuánto quisiera equivocarme. Pero cada año que paso descubro pruebas evidentes que confirman mis temores. Y sobre esas pruebas funestas, descubrir alguna vez a un niño arrebatado por la contemplación de una película me parece casi un milagro, o sin casi, un milagro que le devuelve a uno la esperanza -esa cosa con plumas que decía Emily Dickinson- y que me lleva por el aire. Como aquel día en una churrasquería, un domingo. Las voces de los comensales rebotaban en las paredes, chocaban los cubiertos y los platos, trasegaban los camareros las fuentes de costillas y chorizos criollos. En una de las paredes, un televisor. Un niño de unos seis años advierte que empieza una película, le da la vuelta a la silla y se sienta frente a la pantalla. A medida que la película se desarrollaba, el niño, embebido en la aventura, iba acercando la silla al televisor, hasta que se colocó a dos metros, olvidado de la comida, de sus padres, de la gente, del mundo, entregado a lo que desde la pantalla le convocaba hasta cautivarlo por entero. Hasta el punto de que a veces, arrastrado por lo que veía y vivía, se olvidaba de la silla y se levantaba movido, atraído, atrapado por el cine. Como Ana contemplando Frankenstein en la película de Erice. Cada vez resulta más infrecuente que me lleguen experiencias así. Y cuando llegan las atesoro como quien se guarda las promesas más preciadas para los tiempos peores. Que llegarán. Hace unos meses acudí al CGAI para ver una trilogía de Nicolas Klotz, pero lo mejor fue cuando conocí a la sobrina de un amigo que lo acompañaba y cuando supe lo que el cine representaba para esa niña. Como si en la pantalla todavía fuera posible el milagro de una cita secreta que nos reconociera y que nos redimiera. Como en El espíritu de la colmena.


Me he acordado de las fotos de los niños de las aldeas perdidas de España cuando contemplaban una película por primera vez, cuando descubrían el cine con la visita de alguna de las Misiones Pedagógicas en los años de la 2ª República, la más hermosa epopeya cultural del siglo XX:


Porque de esa experiencia que documenta la película surge ese cineasta llamado Victor Erice. De hecho, para el rodaje de la escena en que Ana contempla Frankenstein, proyectaron la película de principio a fin para los espectadores que aparecen en el filme.


En 2004 mientras El espíritu de la colmena volvía a las salas de los cines treinta y un años después (una reposición que apenas tuvo resonancias y que pasó, dolorosamente, sin pena ni gloria), el director escribió un texto titulado El latido del tiempo que se publicó en El País 23 de enero de ese año. Traigo aquí los tres últimos párrafos:

Si algo soy como cineasta, nace de ahí, de esa clase de experiencia. Hay que recordar -nunca está de más- el tiempo y el escenario. Los años cuarenta del siglo pasado. Un escenario de ricos y pobres en el cual los niños tuvimos que aprender a sobrevivir. Sobrevivir significaba, entre otras cosas, tratar de arreglarse solo. En mi caso, fue el cine el que vino en mi ayuda: sencillamente, me adoptó. Me permitió sacar partido a todo sin exigirme nada a cambio. Más aún: me ayudó a esquivar a una sociedad regida por vencedores. A sobrellevar primero, y combatir después, sus grotescos valores. No me ofreció otro modelo de sociedad, sino algo mucho más valioso: el mundo, el mundo entero...


A un pueblo perdido en el mapa de un país en ruinas, que hace el recuento de los muertos y desaparecidos en su última guerra civil, una tarde de invierno, en una renqueante camioneta, llega el cine. Como de costumbre, la función única, anunciada por la pregonera, tiene lugar en el interior de un destartalado local del Ayuntamiento. Los vecinos, de toda edad y condición, campesinos en su mayoría, han traído de sus casas sillas y braseros. Niños y niñas ocupan las primeras filas. Durante unos segundos se hace la oscuridad. Luego, la luz de un proyector se enciende. Unas imágenes en blanco y negro, venidas de muy lejos, surgen en una pared donde alguien ha pintado el marco de una pantalla...


En esta película que hoy evoco de nuevo no hay nada que no brote de una escena primordial: el encuentro a orillas de un río de una niña con un monstruo, contemplado por una mirada que observa el mundo por vez primera. Quizás, entonces, el tiempo que sus imágenes aspiran de verdad a capturar no sea otro que el de los orígenes: ese tiempo sin fechas que reaparece, una y otra vez, en los ojos de los niños
.


Pienso en El espíritu de la colmena cuando tengo que impartir unas clases, una charla sobre cine. Imagino cuál es la experiencia que esos jóvenes que me escuchan tienen del cine. No me importa tanto que hayan visto muchas películas, más bien me pregunto si alguna película representó para ellos algo comparable a lo que para mí supuso la de Víctor Erice, y las películas (de mi vida) que aun antes, en una infancia temprana, alimentaron mi amor por el cine. Y hago profesión de fe en que algo así hayan vivido porque, si no, me sería imposible trazar un puente entre ellos y yo, porque ese puente sólo es posible si de alguna forma ambas orillas han sido bañadas por el mismo río del cine, porque si esa experiencia no aconteció en la infancia ya nunca será posible. Por eso en los tiempos que corren resultaría fundamental que se propiciara ese encuentro de los niños con el cine. Y eso no tiene nada que ver con ese engendro llamado la didáctica de los audiovisuales o la educación para la imagen o la ética en el cine, o como se le llame. Propiciar el encuentro de los niños con el cine es un acto de amor, o sea, la más noble acepción de la pedagogía. Eso sí, hace falta comprender que el encuentro verdadero con el cine, como con cualquier arte (una forma de alteridad, como el monstruo que la niña de El espíritu de la colmena ansía conocer), exige tiempo, años, y dejar que la extrañeza de la obra de arte (la película) haga su trabajo lentamente, un calado para el que sólo hay que crear las mejores condiciones posibles. En fin, se trataría de favorecer ese encuentro sin pretender otra cosa que facilitarlo, sin pervertir ese encuentro con objetivos, metodología o contenidos "educativos". Y cuando los padres no pueden, no saben o no les importa propiciar ese encuentro entonces es el momento de la escuela pública, pero poner a los niños en contacto en el cine depende de maestros que amen el cine, que no lo vean como un medio para otros fines, sino que comprendan que ser tocados por la gracia del cine en la infancia es un objetivo que colma cualquier propuesta educativa. ¿Hay algo más hermoso que asistir al encuentro de la niña con el monstruo?


Sólo la exposición al misterio que alienta en una obra de arte resulta educativo en el pleno sentido del término. Como escribe Alain Bergala en el mejor libro de cine que se haya publicado en lo que va de siglo, La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del cine en la escuela y fuera de ella, las películas más bellas para mostrar a los niños son aquellas en las que otro niño desempeña el papel de mediador ante los enigmas del mundo (el mal, la muerte, la violencia...)


Aceptar ver las cosas con el misterio que llevan aparejado es ya, sin necesidad de exhortaciones y corolarios didácticos, una pedagogía de la mirada. El arte es, ante todo, un estremecimiento íntimo y deja una huella imborrable. El temblor y la conmoción de Ana en El espíritu de la colmena. Nuestro temblor ante el encuentro de la niña y el monstruo.

Sí, claro, ¿hace falta decirlo?, continuará. Cualquier día.

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