6/2/10

Algo más fuerte que la memoria


A media tarde, mi madre recogía un cesto de fruta, se sentaba a la sombra y empezaba a pelar las pavías y los pexegos. A medida que los pelaba, nos los iba tendiendo al tiempo que nos desgranaba los últimos episodios de la novela familiar, amojonada con periódicas digresiones de la historia parroquial (entierros, bodas y bautizos; agonías, noviazgos y embarazos; enfermedades, divorcios y esterilidades). Era uno de los rituales de agosto. Era su manera de anudar los lazos con el lugar donde yo había nacido, de suturar la distancia y la ausencia con los relatos, de abonar el árbol de la memoria. Por eso, los recuerdos de aquellos días puedo morderlos, me dejan los dedos pegajosos y me saben a pavías. Y aquellas historias, casi siempre tristes, son tiernas, dulces y jugosas. Como los pexegos. Alguna vez una ligera brisa movía las hojas de los frutales, entonces mi madre callaba y era como si un espíritu nos acariciara y nos reuniera en el rito memorioso. Sería el soplo de Mnemosyne, digo yo.

Cada vez que recorro un mercado, y hoy fue uno de esos días, busco sin querer en los puestos de fruta el aroma de la infancia. La casa donde nací tenía debajo una bodega fresca donde se alineaban las pipas de vino, en uno de los extremos había una viga donde se colgaba el cerdo boca abajo, abierto en canal y vaciado al final del día de la matanza, con unas cañas separando las patas y las carnes para que se curara; en el otro extremo había una tarima donde se esparcían las manzanas iluminadas apenas por un estrecho ventanuco abierto en la gruesa pared de piedra. Manzanas de San Juan, rojas con vetas verdes y doradas; y manzanas malladas, amarillas con manchas rugosas y pecas oscuras. Solía bajar a la bodega después de comer, subía a la tarima con un libro, me sentaba cerca del ventanuco y me tomaba mi tiempo para elegir qué manzana iba a comer. Dilatando la espera del goce del primer mordisco. Y comérmela leyendo un episodio de las aventuras de Edmundo Dantés.

Alguna vez he creído reconocer el perfume de las manzanas de San Juan en el puesto de alguna viejita que trae los tomates, las lechugas y las frutas de su huerta. Pero no he vuelto a encontrarlas desde que el manzano se secó hace ya muchos años. Tampoco las manzanas malladas desde que un huracán partió el tronco del árbol que las daba. (Y los frutales de las pavías y de los pexegos no sobrevivieron a una helada de hace cuatro años.) Así que me acerco al puesto de la viejita, cojo una de las manzanas pero me basta verlas para saber que no son aquéllas que perfumaban la bodega en los veranos de mi infancia, aun así me llevo unas cuantas y saben mejor que toda esa fruta industrial que no sabe a nada, que ya no se como por placer, sino por cuestiones meramente higiénicas. A medida que pasa el tiempo empiezo a dudar de aquellos sabores, de aquellos colores, de aquellos aromas que enhebran la memoria de un lugar perdido y a figurarse que tan sólo los ha imaginado.



Entonces uno se encuentra ante uno de los bodegones de Cézanne en el MoMA de Nueva York y descubre que no, que uno recuerda lo que el maestro de Aix también vio, porque sólo de lo verdadero puede emerger una belleza tal que nos conmueve hasta las lágrimas. Cézanne pintó mis manzanas y mis pavías y mis pexegos antes de que desaparecieran y salvó mi memoria de la infancia. Recordé aquel día en el MoMA mientras leía el libro de Joachim Gasquet, Cézanne. Lo que vi y lo que me dijo a la vuelta del mercado:

A las flores he renunciado. Se marchitan enseguida. La fruta es más fiel. Le gusta que la retraten. Esta ahí como pidiéndote perdón por descolorarse. Su idea se exhala con su perfume. Viene hasta nosotros con todos sus olores, nos habla de los campos que ha abandonado, de la lluvia que los ha alimentado, de las auroras que espiaba. Al delimitar con pinceladas pulposas la piel de un hermoso melocotón, la melancolía de una vieja manzana, vislumbro en los reflejos que intercambian la misma sombra tibia de renuncia, el mismo amor del sol, el mismo recuerdo del rocío, un frescor...

Tenía razón Iván Turguenev, hay que apresar los momentos felices con algo más fuerte que la memoria.

2 comentarios:

  1. sobre extincións:
    na miña infancia> mazás: de san Xoán, pirurellas moles, pirurellas duras, canles, grandeales, fariñentas, repinaldos, reinetas,

    na infancia dos meus fillos> golden, granny smith, royal gala, e reinetas

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    1. Teño unha mazanzeira pirurella. Mazás exquisitas, por certo

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