19/12/12

El gato y el ratón



Quince años. Se dice pronto. Casi toda su vida como director de cine le costó a Mackendrick llevar a la pantalla Huracán en Jamaica, la novela de Richard Hughes que aquí se publicó con el mismo título, pero la película se estrenó como Viento en las velas (1965); a saber por qué, quizá para evitar que se pensara en un filme de catástrofes y subrayar que se trataba de una película de piratas. Quince años. Y eso que a la vista del detonante del proyecto y de la mirada de Mackendrick, destilada a través de nueve filmes y en el curso de dieciocho años, casi se podría concluir, como apuntamos, que Huracán en Jamaica aguardaba por él para ser llevada al cine.


Todo comenzó en el pub Red Lion al lado de los estudios Ealing en 1950. Después de la guerra, Mackendrick había empezado a trabajar en la emblemática productora del cine británico como guionista y dibujante de storyboards y el año anterior había estrenado Whisky Galore!, su primera película como director. El Red Lion era el lugar de reunión habitual tras la jornada de trabajo en la Ealing, un estudio que presumía de espíritu de equipo y estimulaba el compañerismo entre sus trabajadores, y la fidelidad  al patrón de la compañía Michael Balcon, una figura autoritaria y paternal a partes iguales. Pero aquel día de 1950, Mackendrick se dejó caer por el pub a una hora en que sólo había otro cliente, un galés con pinta de soldado, de cejas y barba frondosas, bebiendo un brebaje marrón oscuro. Enseguida congeniaron. Un galés  y un escocés en un pub ingles, evocaba el cineasta en una memorable entrevista con Antonio Castro. El otro le contó que aquella bebida era una salsa picante ideal para las resacas, sólo superada por una buena cucharada de pimienta de cayena.

El capitán Chávez toma una cucharada de pimienta de cayena 
y la niña se maravilla de que no suelte una lágrima: 
un verdadero héroe a sus ojos. 

A Mackendrick se le encendió una lucecita, pero no fue suficiente para alumbrar un recuerdo concreto, sólo la memoria de haber leído en alguna parte eso de la pimienta de cayena. Poco después entró en el pub un amigo del cineasta y los presentó. El otro era Richard Hughes, y entonces Mackendrick recordó donde lo había leído, en Huracán en Jamaica, la primera novela del escritor publicada en 1929. Aquella noche volvió a leerla, ya con el gusanillo de llevarla al cine. Pronto averiguó que la Fox había comprado los derechos aunque había pospuesto el proyecto. Le comentó a Balcon la posibilidad de que la Ealing comprara los derechos, pero el precio era disuasorio. Eso no iba a ser suficiente para detener a Mackendrick: si no podía hacerse con la historia por las buenas, lo haría por las malas. Y se dispuso a robarla, enmascarando el argumento de Huracán en Jamaica en una película de bandidos sicilianos, pero a Balcon no le convence el guión y se archiva.


Pasan los años. Y las películas. Rueda algunos de los filmes más representativos de las llamadas comedias Ealing, un tipo de comedia amable que Mackendrick subvierte con una mirada donde se conjuga la ironía, el escepticismo y una negrura mordaz, como en El hombre vestido de blanco (1951). Y aun trastorna el modelo en The Ladykillers (1955) que aquí se tituló El quinteto de la muerte, la primera película suya que vi a principios de los ochenta; no recuerdo bien si la reponían en los cines o bien nunca se había estrenado aquí. En realidad, por más que se trate de una película producida en el seno de la Ealing, esta comedia aviesa y con un aquel macabro es un filme raro que no se corresponde con las películas que promovía Michael Balcon, donde se permitía cierta subversión pero acotada local y temporalmente; en todo caso, nada de sátira radical del modo de vida británico (como le hizo prometer al cineasta antes de rodar la película, escarmentado con El hombre vestido de blanco) ni por asomo mirada vitriólica.

En segundo término, a la izda., Mackendrick; 
a la dcha., el director de fotografía Douglas Slocombe;
en primer término, a la izda., Joan Greenwood, 
y en el centro Alec Guiness, 
en el rodaje de El hombre vestido de blanco.

El quinteto de la muerte fue otra película que germinó, pinta va pinta viene, en el Red Lion, mientras Mackendrick escuchaba cómo el guionista William Rose les contaba a los parroquianos una historia que había soñado la noche anterior sobre una banda de criminales que atracaban un banco y se alojaban en la casa de una dulce e inocente viejecita... Esa abuelita encantadora que se convierte en un semillero de desgracias para los ladrones. Fue su última película con la Ealing.

En segundo término, Mackendrick; 
en primer término, a la dcha., Kathie Johnson, 
la adorable ladykillers,
 en el rodaje de El quinteto de la muerte

Mackendrick era un cineasta respetado y brillante, pero también un perfeccionista incorregible, un maniático. Para muestra, un botón (un botoncito, en realidad, tratándose de Mackendrick): en pleno rodaje de El quinteto de la muerte durante le verano de 1955, echa cuentas y comprueba que el botín de los ladrones -las 200.000 libras en billetes- no caben en el escondite previsto -la funda del cello-, así que reduce el botín a 60.000, bastante menos sustancioso pero estrictamente riguroso (aunque quizá sólo un empleado de la empresa de Moneda y Timbre hubiera caído en el error de guión).

A la dcha., Mackendrick; en el centro, Alec Guiness, 
en el rodaje de El quinteto de la muerte.

PhilipKemp, después de charlar con muchos de los que trabajaron con el cineasta, llegó a la conclusión de que inspiraba afecto pero todos coincidían en rechazar la idea de volver a trabajar con él. Total, Mackendrick llevaba tiempo un tanto harto del corsé estético de la Ealing y empezaba a sentir una cierta claustrofobia, y,  por otro lado, no podía desarrollar los proyectos que más le interesaban, en particular la adaptación de Huracán en Jamaica. Además, la compañía de Balcon también tenía los días contados y pronto iba a ser vendida a la BBC.


Pocas semanas antes de dejar la productora, Kennet Tynan, un crítico amigo del cineasta que acababa de ser contratado como guionista, le sugiere la posibilidad de adaptar El señor de las moscas de William Golding, una novela con un tema cercano a Huracán en Jamaica (aunque creo que ésta es mucho mejor novela que aquélla). A Mackendrick le apetecía pero estaba convencido de que el patrón de la Ealing no iba a dar el visto bueno a semejante proyecto.


Así que en 1956 se fue a Hollywood en busca de nuevos horizontes cinematográficos, pero (sobre todo) con la idea de poner en pie la adaptación de Huracán en Jamaica. Y consigue interesar a James Mason. Aquí debo hacer un inciso, un flashback digamos: cuando leí la entrevista de Mackendrick con Antonio Castro en un Dirigido por de finales de los ochenta, hacía pocos años que había visto en un pase por televisión Viento en las velas y me había gustado mucho, pero no pude dejar de imaginarme cuánto me habría gustado con el gran James Mason encarnando al capitán pirata. Cerramos el flashback.



Ni con James Mason en el proyecto consigue Mackendrick concretar la producción. Y como tiene que ganarse la vida, rueda Sweet Smell of Sucess (1957), o sea, "el dulce aroma del éxito", que aquí se tituló Chantaje en Broadway, una película muy negra con una magnífica fotografía (en blanco y negro, sobra decirlo) de James Wong Howe, que se mostraba orgulloso de este trabajo y que debió disfrutar lo suyo trabajando con Mackendrick. Fue un fracaso de público rotundo.

Mackendrick en el rodaje de Chantaje en Boradway.
Arriba, con Burt Lancaster (también productor de la película, 
con quien el cineasta se las tuvo tiesas y mantuvo el tipo). 
Abajo, con Tony Curtis.  

Mackendrick regresa a Inglaterra. Seis años después (ya había rodado otra película entremedias y de Los cañones de Navarone lo echaron: los productores te echan cuando no haces lo que quieren que hagas) recibe una llamada de James Mason, por lo visto el productor Jerry Wald -el de Deseos humanos, por poner un ejemplo- tiene mucho interés en el proyecto y quiere que Mackendrick dirija la película con Mason en el papel de capitán del barco pirata y su hija de trece años, Portland Mason, en el de Emily, la protagonista de la novela. Pero al poco tiempo, Jerry Wald muere de un ataque al corazón. Y es como si esa nueva desgracia encorajinara al cineasta en lugar de desmoralizarlo, porque durante un viaje a Méjico se le ocurre cambiar el envoltorio del argumento de Huracán en Jamaica: los bandidos sicilianos se transfiguran en zapatistas en tiempos de la revolución mejicana. Escribió el guión, que con el tiempo inspiraría otras películas; en concreto, John Milius le aseguró que hizo El viento y el león (1975), después de leerlo.



El guión llegó a Elmo Williams -a cargo de la Fox en Londres- y le gustó el material pero, mira por dónde, ya tenían una película de piratas en producción muy parecida con Peter Ustinov. Mackendrick le pregunta por ese proyecto y el productor le cuenta que se trata de Huracán en Jamaica, basada en una novela que seguro que el cineasta no conoce. Sí, la historia tiene visos de pura ficción; de película, vamos. Y el destino sigue jugando al gato y el ratón con Mackendrick. Porque el proyecto se le atraganta a Peter Ustinov, demasiadas dificultades: rodar con niños, en un barco, en el mar. Y pide papas.


Entonces le ofrecen la película a Mackendrick, pero con una condición: rodarla con el guión que ya había aprobado la Fox. El cineasta estaba a dos velas y le presionaban -su mujer y su agente- para que aceptara el trato. Y aceptó. En cuanto leyó aquel guión se le cayó el alma a los pies: hasta habían eliminado el asesinato que comete Emily y desencadena la tragedia; por no hablar de un casting infumable. Los dioses lares del cine que se lo debían estar pasando de miedo con los tormentos de Mackendrick se apiadaron al fin de nuestro cineasta y le echaron una mano. Los actores propuestos en primer lugar no estaban disponibles, pero sí el que prefería, Anthony Quinn.


Y además, a esas alturas, tenía acceso a los archivos de la Fox y descubrió que Zanuck, el gran patrón del estudio, no había leído la novela de Richard Hughes porque en un telegrama preguntaba si podían conseguirle un ejemplar e informarle si el guión era razonablemente fiel al libro. Mackendrick vuela a París para encontrarse con Anthony Quinn y le lleva un ejemplar de Huracán en Jamaica. Al actor el guión le parece una mierda y la novela una maravilla, y presiona a Elmo Williams para reescribirlo. Y Mackendrick y compañía se ponen manos a la obra con un nuevo guión. Lo de la compañía no lo tengo muy claro, quiero decir que no tengo información sobre el grado de participación (ni sobre el método de trabajo) de los tres guionistas acreditados en la película: Stanley Mann, Ronald Harwood y Denis Cannan.


El cineasta siguió siempre muy de cerca la escritura de los guiones que iba a rodar, aunque no los firmara; tampoco quiere decir que diseñara las situaciones o escribiera los diálogos, sino que dirigía la escritura, es decir, cuidaba de que los guiones se construyeran con una sólida estructura, a través de un dispositivos de simetrías, rimas y correspondencias que iban a pautar la puesta en escena durante el rodaje, y desde luego era minucioso a la hora de darles forma visual y sonora en encuadres de gran precisión que preparaba con dibujos (storyboards) muy detallados, pensando también en su articulación temporal con vistas al montaje.



Cuando la pre-producción de Huracán en Jamaica ya estaba en marcha, llegó a manos de Zanuck el nuevo guión y se sintió traicionado, pero habían gastado ya tanto dinero (contrato con los actores, localizaciones, construcción del barco...) que era más costoso parar el proyecto que seguir adelante. Eso sí, contrató a un nuevo guionista (obediente, qué remedio) para una última reescritura con el objetivo de convertir Viento en las velas en una película de piratas más o menos canónica, donde la relación entre Chávez (Anthony Quinn) y Zac (James Coburn) cobraba un mayor protagonismo. Y ahí radica la mayor frustración de Mackendrick, la clave para entender por qué consideraba Viento en las velas como una película malograda y por qué nunca se perdonó haber estragado una obra maestra como Huracán en Jamaica; hasta tal punto se sentía avergonzado que no quería ver a su viejo amigo Richard Hughes.    



Para Mackendrick, la película debía construirse en torno a la mirada de los niños (secuestrados por los piratas, sin querer). Ésa era la espina dorsal de su guión; no los piratas, la espina dorsal del guión reescrito bajo las directrices de Zanuck  De tal forma que podemos contemplar Viento en las velas como el desenlace de una batalla que se libraba tras la cámara: la lucha denodada de Mackendrick (contra Zanuck) por mantener vivo su guión a través de la puesta en escena, mostrándonos las situaciones a través del punto de vista de los niños -sobre todo de Emily (Deborah Baxter), la niña protagonista-, hasta en las escenas protagonizadas por los adultos; aprovechando cualquier oportunidad para contaminar el relato con la mirada de los niños, colocando la cámara a la altura de sus ojos incluso cuando no están en escena...


Por así decir, el cineasta sometió los requerimientos del guión definitivo de Zanuck al régimen del punto de vista de los niños para mostrar su percepción de la realidad, una forma de ver el mundo que acaba por transfigurarlos a los ojos de los supersticiosos piratas en seres demoníacos. Mackendrick tenía muy clara su idea del filme, la mirada que había germinado en la lectura de Huracán en Jamaica y que debía articular a través de formas fílmicas muy precisas: Estaba bastante seguro de la manera en que debía ser rodado: los niños en un gran primer plano, con los adultos situados detrás, al fondo de la pantalla [nótese que la película se rodó en formato scope, con pantalla ancha]. De esta forma vives en el mundo de los niños y, mientras tanto, puedes insuflar una especie de ironía visual a todas esas cosas que los niños ven pero no comprenden.


Viento en las velas se rodó durante el verano de 1964 en el Caribe y luego en estudio, en Londres. Martin Amis recuerda en Experiencia su participación en la película encarnando a John, el hermano mayor de Emily, el que muere en Tampico: Morbosamente absorto en la contemplación de una pelea de gallos que se dirimía en la plaza (...), me caí de una ventana del burdel regentado por Lila Kedrova.


Le pagaban 50 libras a la semana durante los dos meses de rodaje que pasó en las Antillas, una fortuna si se compara con los 48 libras al mes que costaba el alquiler de la casa de cuatro pisos en South Kensington donde vivía con su familia. En esas memorias comenta que la novela de Richard Hughes está bien escrita y la trama es emocionante, y que es más persistentemente sinuosa, introspectiva (y amena) que la de Golding; se refiere, claro, a El señor de las moscas. Durante años le avergonzó verse en Viento en las velas, le dolía verse con aquel culo grande, y en cinemascope.


Los mayores disgustos para Mackendrick llegarían durante el montaje sobre el que, por supuesto (bueno era Zanuck), no tenía ni voz ni voto, y donde practicaron cortes diversos que suman treinta minutos de película. Según Antonhy Quinn y James Coburn se amputaron por lo menos veinte minutos de metraje esencial. Para el cineasta, los cortes más importantes se referían a escenas con los niños, sin los piratas, de lo mejorcito que he rodado nunca.


Cuando Viento en las velas llega a las pantallas se acaba de estrenar El señor de las moscas, dirigida por Peter Brook, y los críticos usan esta película para zaherir la de Mackendrick, que consideran mucho menos inspirada como retrato de la infancia (se ve que el destino quería gastarle una última broma, pesada, dicho sea de paso, a nuestro cineasta); sólo algunos críticos franceses apreciaron la inteligencia y contención de Viento en las velas, y Tavernier y Coursodon (en su 50 años de cine norteamericano) valoraron como merece la extrema sutiliza, ambigüedad y delicadeza profundamente modernas.


Mackendrick cae en el pozo de una depresión y le va a costar lo suyo volver a asomar la cabeza. Pero creo que nunca se recuperó de Viento en las velas. No fue su última película, pero como si lo fuera. ya no le quedaron fuerzas para luchar por los proyectos que acariciaba, como la adaptación de El rinoceronte de Ionesco. Y en 1968 aceptó una plaza como profesor en el CalArts donde diseña el plan de estudios del departamento de cine y video con las especialidades de cine y animación.

Mackendrick durante una clase en el CalArts

El primer curso se inaugura en 1970. Mackendrick imparte clases de "Contrucción dramática" y "Gramática fílmica" durante más de veinte años. Se centrará sobre todo en el cine como relato, como forma narrativa, como construcción dramática. Trataba de inculcar la idea de que la escritura del guión y la dirección formaban parte de un mismo movimiento; la escritura es una forma de dirección: el director dirige ya desde el guión. Solía clavar en las paredes del aula tarjetas con ideas-clave, como este aforismo sobre el concepto de progresión dramática (en el interés, en la participación, en la emoción del espectador):


O sea, lo que sucede en este momento [en la película] no es tan interesante como lo que puede o no suceder después. O esta idea nuclear en el método de Mackendrick: Los guiones son ESTRUCTURA, ESTRUCTURA, ESTRUCTURA.


Entre las diferencias que podemos apreciar en Viento en las velas -la película- respecto a Huracán en Jamaica -la novela-, hay dos especialmente significativas y que se desprenden de ideas visuales y directrices de guión de Mackendrick, y que contribuyen a la trabazón formal de las secuencias y a centrar la trama, dicho de otra forma, a consolidar la construcción dramática; en fin, a reforzar la estructura. Aunque el cineasta nunca se cansará de insistir en que todo lo que hay de bueno en la película ya estaba en la novela, que es maravillosa. Y cuando Antonio Castro le insiste en que ambas son maravillosas, Mackendrick no puede ser más claro: Con todo el dolor de mi corazón no puedo compartir ese punto de vista.  Y habían pasado más de veinte años desde el estreno de Viento en las velas. Esas diferencias apreciables entre la película y la novela le permiten al cineasta articular la película (a pesar de todo) en torno a la mirada de los niños, y en particular de Emily, la niña que consigue que todos los piratas acaben en la horca por un crimen que ella cometió.


Por un lado, el hallazgo de Mackendrick al convertir unas líneas de Huracán en Jamaica en un motivo visual recurrente que va cobrando nuevas resonancias y enriqueciendo su significado a través de tres movimientos que revelan la dialéctica entre la percepción de los niños y la de los adultos, matriz del conflicto que despliega Viento en las velas. En la novela, el narrador se refiere a los espectros de los muertos como los primos -los fantasmas en la tradición oral caribeña- que es imposible confundir con los vivos, porque tienen la cabeza vuelta hacia atrás. A partir de esa idea, Mackendrick desarrolla un motivo visual que enhebra  momentos relevantes de la película que denotan una mirada infantil que cobra visos enigmáticos para los adultos, en particular para los piratas.


En un primer momento -con los niños aún en Jamaica-,  Laura, una de las hermanas pequeñas de Emily se cubre la cara con el pelo para hacerle ver a sus padres quiénes -y cómo- son esos primos que se invocan en un ritual vudú (más adelante se lo hará ver a los piratas), un juego infantil más (en la película, los juegos relacionados con la muerte resultan formal y estructuralmente muy rentables bajo la dirección de Mackendrick).


En un segundo momento, ya en el barco de los piratas que deviene un juguete inagotable (no se ha inventado nada mejor ni más austero para pasárselo bien que el aparejo de un barco, se lee en Huracán en Jamaica), los niños le dan la vuelta a la cabeza de la mujer del mascarón de proa.




Chávez intenta volverla a su posición pero cae al mar; Zac la rescata del agua y la cabeza acaba rodando por cubierta, hasta que Raquel, la otra hermana pequeña de Emily, la coge y se la pone vuelta hacia atrás sobre la cabeza. Y los piratas acaban viendo en los niños una encarnación de los espíritus del mal.




Pero Mackendrick nos reserva para un tercer momento la explotación más sutil y dramática del motivo visual (porque, como él mismo se encargará de recordar a sus alumnos, lo que sucede ahora nunca es tan interesante como lo que puede o no suceder después), cuando Emily, herida, yace en el camarote de Chávez en medio de un delirio febril, ve al capitán del barco holandés, atado, arrastrándose y mirando desesperado por encima del hombro... El prisionero se transfigura en un primo que la amenaza con un cuchillo. Y el motivo visual se transforma en el detonante de la tragedia.


Por otro lado, bajo la dirección de Mackendrick Viento en la velas deviene, más allá de la película de piratas que pretendía Zanuck y aun de una historia sobre la ambigüedad de la inocencia y lo indescifrable del comportamiento de los niños (en realidad, están locos, se lee en Huracán en Jamaica), en una historia de amor trágica, la que viven Emily y Chávez, de la que apenas hay leves trazos en la obra de Richard Hughes, por ejemplo cuando Jonsen (el personaje de Chávez en la novela), después de librarse de los niños (eso cree él, pobre ingenuo) vuelve al camarote donde cuidó de Emily y pone los ojos en los dibujos de la niña: Al verlos, frunció el ceño, pero también sintió una punzada en el corazón. Recordó a la niña allí tumbada, enferma e indefensa, y, de pronto, se sorprendió acordándose de al menos cuarenta cosas de ella, una abrumadora avalancha de recuerdos.











A partir de esas líneas, hacia el final de Huracán en Jamaica, Mackendrick pespuntó hacia atrás la turbadora historia de amor de Viento en las velas, que se hilvana con otro de los temas presentes en la novela y la película, la añoranza de la infancia por esos piratas en el ocaso de su tiempo (de su mundo, en la película, de su vida también en la novela) que anuncian los barcos de vapor.


Unos piratas contagiados por la mirada de los niños que se enseñorea del barco: Todo el barco olía a niños, se lee en Huracán en Jamaica.  


Harto de luchar primero con las restricciones de la Ealing y después con las maquinaciones de Hollywood, las clases fueron el último refugio para Mackendrick. Este año se cumple su centenario y sólo a la vista de las película mencionadas aquí -sus mejores filmes en mi opinión- que, quizá no sean obras maestras (qué más da, ni falta que hace) pero son, sin duda alguna, películas memorables, cuesta entender que tuvieran que pasar tantos años para que al fin se publicara un libro como el de Asier Aranzubia que valora como es debido la obra de Mackendrick, sin desatender su dedicación docente y resulta muy útil para recalar en la obra del cineasta.


Pero cuesta aun más si cabe que ninguna editorial se haya decidido a traducir On Film-making, un libro de trescientas páginas con textos y dibujos del cineasta editado por Paul Cronin; sobre el que podéis consultar referencias en esta estupenda web (adelantándome así por una vez al amigo David en su labor de linkeador oficial de esta escuela). ¿No habrá en este país suficientes cinéfilos que comprarían el libro? Pero quizá tampoco debe extrañarnos si Mackendrick fue un extraño en todas partes.

 Dibujos de Mackendrick para el storyboard 
de Chantaje en Broadway

Como lo supo ver muy bien Philip Kemp el cine de Mackendrick cultiva la percepción de las apariencias como matriz de la puesta en escena: un dispositivo lúcido y diáfano con vistas a un complejo ejercicio de percepción por el espectador, investido como analista de la inocencia letal que germina en la deficiente percepción de unos personajes por otros. Dicho de otra forma, la puesta en escena convierte al espectador en atento observador de las (falsas, deficientes, inocentes) apreciaciones de los personajes y le empuja suavemente a considerar de forma crítica las apariencias, a desvelar la complejidad que subyace en las simplificaciones de una visión superficial: las cosas nunca son lo que parecen y aun menos cuando parecen sencillas y claras.



Y quizá de esa ubicación crítica del espectador proviene la difícil identificación con los personajes, porque Mackendrick nos impone la distancia justa para ver mejor, nos mantiene a distancia de los personajes para que veamos cuán inocentes son y qué poco inocentes son los que parecen inocentes y hasta qué punto pueden resultar peligrosos  (esa viejecita de El quinteto de la muerte, esos niños de Viento en las velas). Como señalaba Charles Barr, aquella bravata del corrupto jefe de policía de Chantaje en Broadway puede cifrar el propósito de la puesta en escena de Mackendrick en relación con la mirada del espectador: Yo tengo ojos. Y ato cabos. Pues eso.

1 comentario:

  1. Alguien me dijo que una de las películas favoritas de Mackendrick era El verdugo. Le pega, ¿no?

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