22/3/12

Una carta de amor al cine de los orígenes



El pasado fin de semana aproveché para ver películas de estreno (relativamente) reciente que me había perdido en el cine. Por orden de visionado: Drive de Nicolas Winding Refn,  El topo de Tomas Alfredson, J. Edgar de Clint Eastwood y La invención de Hugo de Martin Scorsese. Cada una tiene su aquel; quizá uno atravesaba una fase (lunar) propensa a novedades y distracciones, pero, así y todo, no me hicieron latir más fuerte el corazón, o no tanto como para empujarme hasta esta escuela y escribir sobre ellas, salvo la última, y por razones que van más allá de la película misma. Veamos.

Scorsese en uno de los decorados de Méliès 
en La invención de Hugo

Tres advertencias. Una, los que tengáis interés en ver la última película de Scorsese quizá deberíais posponer la lectura de esta entrada. Dos, vimos La invención de Hugo en televisión, así que nada puedo comentar sobre el grado de excelencia estética del 3D, un logro que ha sido valorado por algunos críticos, hasta el punto de subrayar que no se trata de un mero añadido -cada plano ha sido rodado en 3D-, sino que deviene la forma misma de la película  o la forma que la película pide, y aun justifica por sí misma "el renacimiento de la tecnología estereoscópica"; el director de fotografía Robert Richardson -colaborador habitual de Scorsese- definió el proceso de La invención de Hugo como un entregarse al 3D.

Scorsese le muestra a los protagonistas de su película
 uno de los dibujos del libro de Brian Selznick, 
La invención de Hugo Cabret

Y tres, vimos la película sin lecturas previas; no leímos el libro de Brian Selznick que cautivó a Scorsese y que adaptó el guionista John Logan -ni novela gráfica ni libro ilustrado, quizá más bien un libro que enhebra palabras y dibujos, o donde palabras y dibujos afluyen de forma orgánica en una misma corriente textual (como compruebo ahora, y desde luego la opción de rodarla en 3D no era obvia ni mucho menos, fue la opción de Scorsese)-, y tampoco leímos lo que se escribió con motivo de su estreno en las salas hace un mes (hasta que la vimos). Digamos que llevo casi veinte años de relación conflictiva con Scorsese después de otros tantos de amor apasionado. Y con La invención de Hugo, si no me ha devuelto los ardores cinéfilos que antaño me inspiraba el cineasta, me ha deparado algunos momentos de emoción pura mientras recuperaba en la pantalla el niño que fui una vez, arrobado por las maravillas del cine.  


Me explicaré. Recuerdo como si fuera ayer la lectura de mi primera historia del cine -la Historia del cine de Mario Verdone, editada en 1954-, cuántos sueños de películas por ver germinaban en aquellas páginas, cómo se animaban los fotogramas que la ilustraban, cuántas películas soñé antes de verlas y, aun sin verlas, de tanto soñarlas las recordaba, y, cuando al fin podía contemplarlas en una pantalla, un caudal de deseo afluía en la mirada, porque en aquellos años las películas se deseaban mucho tiempo antes de verlas; mientras, era como si uno le escribiera cartas de amor, para que vinieran, para que llegaran, para que se dieran a ver; y uno no se cansaba de invocarlas. El primer fotograma que llamó la atención de aquel niño que uno era en aquella primera historia del cine fue el de un cohete clavado en el ojo de la luna.


En la película de Scorsese, Hugo le cuenta a su amiga Isabel que su padre le llevaba mucho al cine: Me habló de la primera película que él había visto [Viaje a la luna (1902) de Georges Méliès]: en una habitación muy oscura, en una pantalla blanca, vio volar un cohete y estrellarse en el ojo de la luna. Fue como soñar a plena luz del día.  Ya os advertí que no debíais leer si queréis ver La invención de Hugo: una película que convierte el fotograma fantástico y cómico de la luna de Méliès en su centro de gravedad permanente.


Cuando Hugo e Isabel se asoman a las páginas de La invención de los sueños. Historia de las primeras películas, un libro ficticio de un no menos ficticio historiador del cine llamado René Tabard -Tabard era el trasunto de Jean Vigo en Cero en conducta-, sobreviene una de esas secuencias en las que el cine te ve, remonta el río de tu propia memoria y te devuelve el tiempo perdido, y renace la experiencia germinal con tu primera historia del cine, cuando unos pobres fotogramas se animaban con el sueño de las películas, con la promesa de tantas maravillas entre las páginas de aquel libro, verdadero pozo de los deseos. De cine.


Creo que fue en otra historia del cine donde leí unos años después -y se me quedó grabado- que el gran Méliès, pobre y olvidado por todos, acabó sus días tras el mostrador de una tienda de juguetes y chucherías en la estación de Montparnasse. Pero aún tardaría en ver una fotografía que documentaba lo que uno sólo había leído.


O esta otra, con Méliès ante el mostrador y, detrás, su segunda mujer Jeanne d'Alcy que antes había sido su amante y actriz en tantas de sus películas.


Así que ya podéis imaginar lo que sentí al ver el plano de La invención de Hugo que mostraba, no ya una fiel traslación del documento fotográfico sino una imagen con visos de lo que había imaginado.


Y como supe en ese instante que ese viejo era Méliês, algo que aún tardará en descubrir el protagonista -y supongo que la mayoría de los espectadores (no tienen  por qué haber leído una historia del cine) si no leyeron una crítica imprudente y desconsiderada, o un texto como éste (mira que os avisé)-, me encontré alentando al chaval en sus pesquisas, disfrutando por anticipado de las revelaciones que le aguardaban; en fin que la historia dickensiana del niño huérfano me quedó -creo que para bien- en muy segundo término, o mejor, devino la historia de un niño que encuentra amparo en uno de los padres del cine.


Y hay más. La invención de Hugo nos lleva hasta el estudio de Méliès en Montreuil, a esa casa de cristal (para aprovechar al máximo la luz del día en aquellos rodajes de las ficciones pioneras) que había cautivado nuestra imaginación cuando leímos las historias de las primeras películas. Pero Scorsese no sólo reivindica el cine de los orígenes, el llamado cine primitivo de Lumière y Mèliès, sino que nos lo da a ver, no como algo caduco o minusválido -como predica The Artist del cine mudo-, sino que nos contagia de la experiencia de los primeros espectadores -que no buscaban en las películas lo mismo que nosotros-, cuando los efectos espectaculares predominaban sobre los narrativos, porque era otra la recepción de las películas, otra la estética del cine: un cine de atracciones donde el hecho de ver en movimiento, ver lo muy pequeño aumentado, ver a través de una cerradura, ver algo tan mágico como que un autobús se convertía en un cortejo fúnebre o ver algo tan fantástico como un cohete en el ojo de la luna representaban las más novedosas atracciones de feria (de la feria de lo visible, cabría añadir); y traspasar las fronteras de la percepción cotidiana transfiguraba el cine en un circo de las maravillas.


Por eso La invención de Hugo me reconcilió con Scorsese, porque nos regala una carta de amor al cine de los orígenes, una carta que sólo un gran cineasta podría escribir y uno se limita a suscribir con devoción. El tiempo no ha sido amable con las viejas películas, dice el historiador René Tabard. Por eso tipos como Scorsese -y su Fundación del Cine del Mundo- y los archivistas y los restauradores y los historiadores son tan necesarios. Y La invención de Hugo los reivindica.


Y, quizá con vistas a un público más amplio que el de los estudiosos o los cinéfilos, Méliès ha encontrado el valedor que merecía ciento diez años después de su Viaje a la luna.
  

3 comentarios:

  1. Tengo intención de ver la peli, pero la advertencia, con todo y temprana, me llegó tardísimo. Ya no pude dejar de leer.... La primera historia del cine que yo leí fue la del profesor Gubern y también se cuenta en ella el olvido y la miseria de "el alquimista de la luz". Ahora tengo más ganas todavía de ver la película. Tendría que ir al cine con mis zapatileones :D, pero no me acuerdo de donde los puse.

    Un abrazo grande

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