Desde que el maestro ya no está, me hace compañía cada vez que leo algún texto de John Berger, de ésos que comentamos en el estudio -la casiña- o callejeando por Tui. A veces subraya unas líneas por mi mano y otras pone notas en el margen de una página o enhebra una idea con un párrafo, como quien prende una candela, y entonces lo releo con esa luz. Vuelvo a las páginas de Mirar, El sentido de la vista, Fotocopias, Siempre bienvenidos, o El tamaño de una bolsa porque el maestro lee conmigo. Y hablamos. El otro día encontré Sobre el dibujo, y me hubiera gustado regalárselo, aunque buena parte de los textos ya habían aparecido en esos y otros libros de Berger, y más de uno desgranamos con fruición y sendos Glenkinchies.
Así que, tratándose de John Berger, no diré leo, sino leemos, no sólo porque el maestro me lo descubrió, sino porque la memoria de filias y filiaciones que compartimos -pretérito indefinido y presente de indicativo- teje, contra el olvido y la desaparición, un sudario para las pérdidas, y aun mejor, traza un dibujo para abolir la ausencia, porque, como escribe Berger, dibujar no es sólo descubrir, también es recibir. Acoger una presencia invisible. Como los hospitalarios dibujos del maestro cobijan nuestro desamparo y nos hacen compañía en la oscuridad, y nos alivian de la orfandad, como el mapa del último refugio en la noche de los tiempos. Una experiencia que nos reúne de forma entrañable con aquellos pintores de las cavernas que Berger evoca en Le Pont d'Arc, un maravilloso y conmovedor texto sobre la pinturas de las cuevas de Chauvet.
Un rinoceronte de la cueva de Chauvet.
Dibujo de John Berger
La mayor parte de los animales representados en Chauvet eran feroces, pero no hay huella alguna de temor en la forma en la que están dibujados. Respeto, sí, un respeto íntimo, fraterno. Pero todas las imágenes de los animales que se encuentran en la cueva tienen una presencia humana. Una presencia que viene revelada por el placer. Todas las criaturas aquí representadas se sienten uno con el hombre: extraña manera esta de formular algo que, sin embargo, es incontestable.
Resulta emocionante acompañar a Berger mientras dibuja con tinta negra en un papel absorbente japonés, que ha elegido para acercarse a la experiencia de aquel artista que treinta mil años antes dibujó una pareja de renos con carboncillo (quemado y preparado en la misma cueva) sobre la tosca superficie de la roca. La línea nunca se muestra obediente en ninguno de los dos casos. Uno tiene que empujarla suavemente, engatusarla...
Me pregunto mientras dibujo si mi mano, obedeciendo al ritmo invisible de la danza de los renos, no estará bailando con la mano que los dibujó por primera vez.
Y creo que es el maestro quien me subraya con el dedo las líneas que casi no soy capaz de leer, como si también él me empujara suavemente, y traviesa y dulcemente me engatusara:
Para los nómadas la experiencia de pasado y la de futuro quizá estén supeditadas a la experiencia de 'en otra parte'. Algo que ha desaparecido, o que espera, está oculto en algún lugar, en otra parte.
Tanto para los cazadores como para sus presas saber esconderse es la condición previa de la supervivencia. La vida depende de encontrar dónde esconderse. Todo se oculta. Lo que ha desaparecido está escondido. Una ausencia -como sucede en el caso de los muertos- se siente como una pérdida, nunca como un abandono. Los muertos están escondidos en otra parte.
Por eso no hay que asombrarse del conocimiento rudimentario -dicen los historiadores del arte- de la perspectiva por parte de los pintores paleolíticos. Lo cierto es que cualquiera que dibuje o haya dibujado, en cualquier época, sabe qué cosas están más cerca que otras. Es algo más táctil que óptico. Porque la perspectiva no es una ciencia, sino una esperanza. La esperanza de ver. Debería extrañarnos, eso sí -cuántas veces lo habrá formulado el maestro y de cuántas formas distintas-, de haber perdido la capacidad de asombrarnos de los misterios, de experimentar la vida como recién llegados, como el hombre de Cro-Magnon. Pero no, en lugar de enfrentarse a los misterios, la cultura de hoy persiste en evadirlos.
Hemos de tocar otra vez los misterios. Hemos de aprender a ver con las manos. Como el artista de la cueva de Chauvet que poseía un conocimiento tan profundo de los animales que sus manos los veían en la oscuridad y los escuchaba en las paredes rugosas y húmedas, y la roca le decía que los animales -al igual que el resto de lo que existía- estaban dentro de ella, y que él, el artista, con su pigmento rojo untado en el dedo, podía persuadirlos para que salieran a la superficie, a su superficie membranosa, para frotarse en ella e impregnarla con sus olores.
Hoy, debido a la humedad ambiental, muchas de las superficies pintadas son tan sensibles como una membrana y se pueden borrar sencillamente pasando un paño. De ahí la reverencia que provocan.
Fotograma de La cueva de los sueños olvidados
Sí, maestro, Berger escucha en ellas la plegaria de la mano que ve. Cuánto me gustaría ver contigo La cueva de los sueños olvidados de Werner Herzog sobre las pinturas de Chauvet. Pero la veremos. Con ojos y manos, maestro.
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