Leí estos primeros días del otoño Un gran futuro a mis espaldas, la autobiografía de Vittorio Gassman. Fue llegar a las páginas donde evoca el rodaje de Rufufú (1958), como se tituló aquí I soliti ignoti ("ladrones desconocidos", o también "sospechosos habituales"), esa obra maestra donde Monicelli lo reinventa como actor de comedia (como reinventará a Monica Vitti en los sesenta), y no pude sino dejar el libro y proponerle a Ángeles verla otra vez. No hizo falta insistir.
Gassman, Monicelli, Totò y Renato Salvatori
durante el rodaje de Rufufú.
Age, Scarpelli, Suso Cecchi D'Amico y el propio Monicelli armaron el guión de I soliti ignoti a partir de la trama básica de Robo en una pastelería, un cuento de Italo Calvino incluido en la antología Por último, el cuervo (publicada aquí por Siruela), donde encuentran también la clave del final de la película, además de transfigurar el personaje del cuento, Niñojesús, en el Capannelle del filme (encarnado por Carlo Pisicane), que no para de llevarse a la boca cuanto comestible encuentra a mano.
Como en una novela picaresca, la película nos lleva de un personaje a otro para acabar fraguando una empresa -ese atraco- con vistas a cambiar sus vidas, una empresa que no es gran cosa pero (como siempre en Monicelli) cae por encima de sus posibilidades. No sería exagerado decir que Rufufú se despliega como un cantar de gesta (todo lo calamitosa que se quiera) del lumpenproletariado romano.
A un nivel epidérmico salta a la vista un (buscado) efecto paródico -en Rufufú- del Rififí (1955) de Jules Dassin, y aun de las películas (serias) de atracos como La jungla de asfalto (1950) de John Huston. Dicho de otra forma, I soliti ignoti se trama sobre la falsilla del noir para subvertirlo a través del humor, y no hay nada tan negro como esa mirada de Monicelli destilando el motivo carcelario que permea las imágenes del filme, iluminadas por Gianni di Vennanzo.
La cárcel -donde pasan temporadas más o menos largas los cacos de la película, como Cósimo (Memmo Carotenuto), autor del plan del atraco- apenas se distingue de las otras cárceles (de la vida) que aprisionan a los personajes, pongamos por caso Carmela (Claudia Cardinale), encerrada en casa por su hermano Ferribote (Tiberio Murgia) y enamorada de uno de los cacos, Mario (Renato Salvatori); o el fotógrafo Tiberio (Marcello Mastroianni), encerrado en su estudio con un bebé llorón, y claro, Peppe el Pantera (Vittorio Gassman), confinado finalmente en la tropa proletaria, por culpa de un maldito reloj-despertador que ha robado el viejo Capannelle.
Por así decir, Monicelli quiebra con Rufufú el andamiaje de la comedia italiana de los cincuenta y abre con el bisturí de la ironía la trastienda del milagro económico italiano, ese lumpen de desheredados que deambulan por el extrarradio romano, ese paisaje de los ragazzi di vita que canta Pasolini en su novela e iluminará en Accattone (1961).
Casí puede verse en la presencia de Totò, encarnando al experto en cajas fuertes Dante Cruciani, que imparte su magisterio a nuestros héroes, una función simbólica (metafílmica), el viejo cómico que transmite su legado a los herederos que han de poner patas arriba la comedia italiana, que ahora verá germinar la risa en el venero de la desesperación.
Depara tantos momentos memorables la película... Y los que preferimos cambian cada vez que la volvemos a ver. Esa escena en la que Cósimo, de nuevo en libertad, salta a un coche de choque y le dice al conductor (un niño) sigue a ese coche, el coche (de choque) donde se lo pasa pipa Peppe -que le robó el plan del atraco cuando coincidieron en la cárcel- en compañía de su novia Nicoletta (Claudia Gravina). O la tentativa de atraco de Cósimo a la casa de empeños. Pero la cumbre de esta comedia negra llega en el momento en que un frigorífico lleno de comida deviene la más preciada caja fuerte (como si todos -no sólo Capannelle- llevaran consigo un hambre atrasada).
Las comedias de Monicelli se nutren de sustrato amargo, no hay esperanza. Es más, la arquitectura dramática de un filme como Rufufú puede verse como un castillo en el aire, o mejor, una construcción abocada al colapso. De igual forma (qué decisiva siempre la forma), la estructura interna del plano, la densidad de los volúmenes en el encuadre, se ve amenazada por el vacío que acecha, y que acaba por apoderarse de las imágenes en el tramo final del filme. La escena del lucernario, la noche del atraco, cristaliza esa idea de fragilidad del mundo de nuestros cacos que el rigor constructivo (desde el guión preñado de rimas, ecos, correspondencias) apenas consigue enmascarar.
La realidad cobra visos en Rufufú de un edificio efímero. Quizá la arquitectura de toda gran comedia se transfigura en un trampantojo, una ilusión de orden (dramático) a modo de veladura sobre la precariedad de las apariencias de un mundo donde sobrevivimos haciendo como si algo tuviera algún sentido, después de todo. Y así echarnos unas risas.
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