Quizá haya sido Detour (1945) la última gran película de cine negro que pude ver y llevaba años deseando hacerlo. Pero se hacía de rogar. Durante mucho tiempo, probablemente treinta años, el cine negro fue mi género favorito. En la primera promoción de
Ann Savage
A finales del pasado diciembre murió Ann Savage, la protagonista de Detour, y la semana pasada leí una entrevista de Peter Bogdanovich con Edgar G. Ulmer, su director. Probablemente le podía haber sacado más jugo, pero quizá se sintió abrumado, literalmente sepultado, por los episodios biofilmográficos que Ulmer se atribuía hasta desconcertar a su experimentado entrevistador. Edgar G. Ulmer creció y se educó en Viena, en la época de Freud, Mahler, Schnitzler, Zweig, Reinhardt… Estudió arquitectura y filosofía, y se introdujo en el mundo del teatro como actor y escenógrafo.
Edgar G. Ulmer
Si hacemos caso a lo que cuenta el director de Detour, trabajó –y colaboró- con todos los grandes del cine: Pabst, Lang, Lubitsch, Stroheim… Y Murnau. Por lo visto fue su asistente en El último y Fausto, y desde luego está acreditada su participación en Sunrise (Amanecer, 1927) como ayudante del escenógrafo Rochus Gliese.
Lotte Eisner asegura que Ulmer es el mentiroso más grande de todos los tiempos. Tavernier y Coursodon ven en el currículo que se atribuye Ulmer una de esas biografías imaginarias a las que eran tan aficionados Schwob y Borges. Incluso puede apreciarse un ángulo poético en la construcción de una peripecia vital tan rocambolesca, por lo menos, como su filmografía, donde la extravagancia –sus filmes yiddish, por ejemplo- rivaliza con la marginalidad –trabajó en las más pobres de las productoras y su obra apenas empezó a valorarse en los años sesenta-. Sólo un tipo poseído por tan insensatos sueños de grandeza podía lograr obras tan personales como Detour. Y a ella he vuelto. Una vez más. Si no la conocéis, podéis bajarla libremente aquí.
Buena parte de los grandes filmes negros son piezas de serie B, películas de complemento, con presupuestos bajos y planes de producción ceñidos. Condiciones propicias para la niebla, la lluvia, las luces oblicuas y las sombras marcadas; todo lo que pudiera enmascarar escenarios reciclados, atrezzo escaso y recursos limitados Pero Detour, aún siendo un filme de serie B y cocinando ingredientes similares –voz off, flashbacks, la mujer mantis, la deriva existencial, el destino trágico, el vértigo del deseo-, resulta una experiencia insólita. Porque es el filme más B de toda la serie B: o sea, un presupuesto miserable, una semana de rodaje y las condiciones de producción más precarias. Porque donde otros cineastas emplean el talento y/o el oficio para enmascarar o disimular las limitaciones aparejadas a un filme de bajo presupuesto, Ulmer las convierte en un alfabeto de rupturas y disonancias para caligrafiar una pesadilla fílmica, una película claustrofóbica, una obra asfixiante.
Edgar G. Ulmer contaba con pocas cartas buenas en Detour pero las jugó con maestría: un guión estupendo de Martin Goldsmith con un material pulp en la onda de James M. Cain que había despertado el interés de John Garfield; una fotografía tenebrosa de Benjamin H. Kline que otorga una cualidad onírica y una sensación de irrealidad a las imágenes del filme que devienen condición esencial de una puesta en escena basada en la estilización visual, la abstracción simbólica y una composición plástica nada naturalista; y el encuentro propicio con dos actores en estado de gracia: Tom Neal/Al Roberts y Ann Savage/Vera, la inolvidable Vera, no ya una mujer fatal, sino una verdadera arpía que despliega todas sus dotes de sadismo sobre un infortunado músico, en una interpretación de gran modernidad.
Ann Savage y Tom Neal
Detour despliega un relato de extrema negrura que transpira fatalismo por las costuras de su abrupta construcción en cada uno de sus 67 minutos, envuelta en una atmósfera angustiosa, desasosegante, que transmite la impresión de deriva mental donde los personajes padecen la fuerza del destino y acaban despedazados en sus mecanismos implacables. Diríase que las imágenes y sonidos de Detour representan hilachas de memoria desprendidas de la corriente de conciencia del protagonista, cuya voz en off arrastra el relato en una travesía caótica, tanto que nos hace dudar del estatus de las imágenes -¿recuerdos, sueños, delirios?- y nos colocan ante el espejo de una mirada trastornada.
Esa incierta consistencia de lo que contemplamos –carreteras perdidas, lugares desolados, niebla densa, lluvia espesa, noche negra- representa la obra de un cineasta que nos transmite en cada secuencia la impresión de una caída vertiginosa e irremediable, a través de una puesta en escena sofocante en el uso de los espacios desnudos, abstractos, cerrados; acentuada mediante elipsis abruptas, cambios de iluminación dentro de la misma escena y un tratamiento sonoro hipnótico; una derrota alucinada donde se conjuga la culpa accidental, el azar peligroso y la usurpación de identidad; donde el bien y el mal representan dos caras de la misma moneda y la fatalidad conduce a los personajes hacia la autodestrucción; una danza de muerte, o dicho en palabras del propio Ulmer, el mundo de Zola a través de la mirada de Kafka.
Quiza todo eso y más contribuye a que la contemplación de Detour se convierta en una experiencia inolvidable. Aquella conversación telefónica resuelta con las voces de los amantes sobre un travelling por los hilos telegráficos; el cambio brusco de iluminación mientras nos acercamos al protagonista y en la pantalla ya sólo brilla su mirada febril que nos abre las puertas de la memoria o de una pesadilla fatal; el descubrimiento por Al Roberts del asesinato accidental de Vera, las panorámicas rápidas y breves con cambios de foco sobre los objetos que pueden convertirse en pruebas inculpatorias, que terminan con ese travelling por el hilo del teléfono que nos lleva otra vez hasta él, como si del círculo del destino se tratara. ¿Quién puede olvidar momentos así?
Hay muy pocos filmes que como Detour trasmitan una tan vívida sensación de mala estrella, donde se confunde lo irracional, lo insano y lo azaroso, que como una tela de araña atrapa sin remedio al desdichado pianista encarnado por Tom Neal, y pocas veces –o nunca- una mujer como Vera ha encarnado, gracias al talento de Ann Savage, semejante instinto sádico y aniquilador, sin perder un ápice de magnetismo.
Por eso también, Detour constituye una película memorable. A la que volver. Como esos personajes de Ulmer atraídos por una fuerza que no pueden nombrar, transitando por un mundo hostil, tan reconocible en sus formas depuradas y esenciales, como sonámbulos.
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