15/3/09

La boda

Era sábado y volvía del mercado. Echaba mano de la memoria para repasar si me había olvidado de algo: pan de centeno, espárragos trigueros, tomates, fresas, mangos… Me detengo en el stop del empalme del Vilar, un lugar numénico en los cuentos orales de Quico Cadaval, donde la Santa Compaña de la parroquia de Aguiño y la de la parroquia de Carreira se encuentran y se evitan porque, como es bien sabido, mantienen en el otro mundo la misma contienda que en éste ultimó la secesión de aquélla a mediados de los sesenta del siglo pasado.




Y ahí estaba la pancarta en la baranda del empalme. El caso es que, mientras proseguía el viaje hacia Aguiño, los nombres de los contrayentes del enlace anunciado me llevaron de vuelta treinta y cinco años atrás por estas mismas fechas. Quién sabe si por la coincidencia de las iniciales, aunque la memoria echa mano de cualquier azaroso asidero para encaramarse en el brocal del pozo, sin pedir permiso ni dar explicaciones y manifestarse con la fuerza de lo visible.




Vaya, El Negro y La China, Paulino y Vanesa. Ya se ve que la realidad se aliaba con la memoria para no darme tregua en el aquel de recordar aquella otra boda anunciada de hace treinta y cinco años. Era 1974, yo tenía diecinueve años y ejercía de maestro en L., una aldea perdida de la frontera. Era mi primera escuela. Mi primer destino como docente, que se dice.

Cuando los niños salían de la escuela a las cinco de la tarde, me quedaba tres o cuatro horas en el aula vacía. Tenía la vivienda encima pero prefería quedarme en la mesa del maestro que no usaba apenas mientras daba clase. Corregía tareas de los alumnos, veinte niños y niñas de nueve a dieciséis años, de cuarto a octavo de E.G.B., estudiaba para las oposiciones o leía, Rojo y negro, La saga-fuga de J.B. o Los manuscritos económico-filosóficos de Kart Marx.

A partir de las ocho y media, dos o tres paisanos me aguardaban a las puertas de la escuela, en una terraza sobre un río de aguas cristalinas que bajaba de la Sierra de F. y allí empezaba a remansarse junto al sotillo donde los chavales jugaban al fútbol en el recreo, mientras las niñas se ocupaban en cuidar las rosas y las margaritas que crecían al pie de la escalera que subía a la casa del maestro.

En L. no quedaban jóvenes. O niños o viejos prematuros, jubilados a fuerza de silicosis, o emigrantes retornados, como S., que había trabajado en los años cuarenta de camarero en un barco de pasajeros que hacía la ruta Lisboa-Buenos Aires y me mostraba orgulloso las obras con dedicatorias autógrafas de Bergamín, Rafael Dieste, o León Felipe, y hablábamos de política, de cuánto duraría la dictadura y si Franco se moría de una vez. Los jubilados de las minas de León solían venir por la escuela a que les cubriera algún impreso para cobrar la pensión o para que les redactara una instancia con vistas a reclamar haberes pendientes. No quedaba nadie de mi edad.

Bueno, sí, quedaba alguien, una chica de diecisiete años. Todos los días pasaba por delante de la escuela a eso de las once, y quince minutos antes –el único momento del día en que consultaba el reloj-, ya estaba yo junto a la ventana esperando su aparición. Porque de una aparición se trataba. De una belleza casi dolorosa. Se había quedado en L. para cuidar a su abuelo, por eso no había seguido los pasos de sus padres y de la gente de su edad camino de la emigración.

Los paisanos me habían adoptado y venían a buscarme para jugar al subastado antes y después de cenar en la tienda del pueblo, donde el padre de la cocinera me cogía la mano y se la llevaba a su cabeza, para que palpara el cuero cabelludo que albergaba restos de metralla desde la batalla de Teruel. Lo habían dado por muerto y en L. habían celebrado su funeral. Al cabo de un año, apareció, nunca mejor dicho, y también tuvieron que palparlo para convencerse de su trabazón de ser vivo.

A veces, los paisanos también me llevaban a cenar lacón con grelos a tabernas recónditas perdidas en los caminos de la Sierra o a colmados arrayanos que frecuentaban contrabandistas y guardias civiles, donde preparaban una lamprea que ellos juzgaban el condumio ideal para agasajarme. Padecí periódicos problemas gástricos a lo largo del curso que estuve en L.

Pero aquel día uno de los paisanos me presentó a su hijo recién llegado de Suíza. P. tenía entre veinticinco y treinta años y se casaba en quince días. Venía a ultimar los preparativos de la boda. Así que se unió a la partida de subastado que tras la cena se prolongó más allá de la medianoche. Luego, una última copa y un paseo remontando una leve cuesta sostenida de un quilómetro hasta la escuela en una noche de luna que no se dejaba ver.

Parábamos cada poco a medida que lo requería la conversación o las sucesivas despedidas de los paisanos que me acompañaban y tomaban caminos adyacentes. Hasta que se despidió también el padre del novio, pero él se quedó con el pretexto de visitar la escuela que al parecer tantos recuerdos le traía. Y juntos hicimos el último tramo mientras me contaba su rutina laboral como mozo de portería en un hotel de Lausanne.

En cuanto encendí las luces de la escuela buscó su pupitre y me enseñó su nombre inscrito con la punta del bolígrafo, y lo recorría con la yema de los dedos como un ciego que leyera un texto que cifrara un momento luminoso de su existencia. Entonces se sentó en el pupitre, adoptó la postura de un escolar y me contó que era bueno con la escritura pero malo con los números. Sonrió al saber que yo cojeaba del mismo pie.

Pronto me di cuenta de que P. tenía otra razón para quedarse a solas conmigo pero le costaba encontrar la brecha por la que descargarla. Me senté en un pupitre justo al otro lado del pasillo del que él ocupaba. Quién sabe si por concederle un espacio a su intimidad. Entonces empezó a contarme la causa de su angustia.

Tres días antes, V., su novia, le había confesado que no era pura. Así, con esas palabras. No dijo que no era virgen. Sino que no era pura. Y quería que él lo supiera antes de celebrar la boda para que pudiera decidir si quería seguir adelante. V. ya lo había decidido: si P. la rechazaba, se metería monja. Por lo visto tenía una tía que era monja de clausura en el convento de Sabarís.

Aquel hombre sentado en el pupitre de la escuela de L., en el mismo pupitre donde había pasado tantos días de la infancia, me pedía desde su pozo de dolor que despejara la incógnita que lo abrumaba, que resolviera la ecuación de su futuro, que le dictara lo que debía hacer. Yo, que era tan malo con los números, que apenas sabía nada de la vida, y que todo lo que sabía del amor lo había aprendido de Stendhal y de las películas.

No sé cuánto tiempo pasamos allí sentados en nuestros pupitres. Cuando apagué las luces y salimos de la escuela, la luna estaba alta y el claror se derramaba sobre el sotillo. Paulino insistió en que fuera a su boda y nos despedimos con un apretón de manos. Antes de entrar en casa, vi desde lo alto de la escalera que se alejaba a buen paso y escuché que silbaba una canción.

Renuncié a ir a la boda. No quería comparar a V. con el retrato de aquella mujer que yo había trazado a partir de las palabras de P. amasadas por el tormento del amor y el desamparo. Aquel retrato de V. llevaba inscrita la verdad de las lecciones de la vida que sólo por un azar inverosímil se aprenden en la escuela.

Aún hoy me pregunto por qué P. descargó conmigo su corazón. Y si fue feliz. Y si V. se arrepintió alguna vez de haberle revelado el secreto antes de la boda.

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