Estos últimos días vi media docena de películas pendientes. Por ejemplo Ladrones. Y uno se pregunta por la necesidad de hacer una película como ésa. ¿Por sus encuadres supuestamente “interesantes” y “cuidados”? ¿Por una historia con resonancias “bressonianas”? ¿Por una pareja protagonista fotogénica y químicamente resultona?
Todas estas razones se adujeron para “animar” a los espectadores desde tribunas influyentes. ¿De verdad tiene algo que ver esta película? ¿Quién vio las resonancias o correspondencias con Pickpoket (1959)? ¿Realmente alguien vio Pickpocket? ¿Porque el protagonista es un carterista es razón suficiente para sacar a relucir el filme de Bresson? Si vamos a eso ¿por qué no Manos peligrosas?
En fin, esa desproporción de las alforjas -la golosina visual- y el viaje -la escuálida experiencia- que la película propone no hace más que subrayar una tendencia cada vez más consolidada en el cine español. Ese cine buñuelesco -no de Buñuel, sino de buñuelo-, puro envoltorio, un asterisco respecto al referente, como El bosque de las sombras de Koldo Serra, que se cobija en el Peckinpah de Perros de paja pero delata enseguida lo raquítico de la propuesta, huérfana de la pulsión que debía alimentarse para convertirse en algo más que un envase de un argumento de género.
Por no hablar de otros filmes perfectamente prescindibles y tratados con tanta consideración como Las trece rosas o Los girasoles ciegos -sobre el que ya dije al menos una parte de todo lo que tenía que decir en Tempos novos-, además para qué insistir sobre la inutilidad -y la engañifa-de considerar el asunto que envuelve una película como valor fílmico de una película. Películas realizadas con una rutina que se viste con el aquel del oficio, que fabrican imágenes que devienen vistas, no mirada, que ocupan un escenario pero sin construir una puesta en escena significativa, e interpretadas con los recursos de un oficio que acaba delatando la ausencia de verdadera emoción. Falta verdad, tanta falta que hasta los escenarios naturales acaban viviéndose como decorados, donde los personajes se sienten como figuras transitorias que atraviesan pura cáscara vacía. Total que lo pendiente del cine español me lo podría haber ahorrado. Sin más.
Jean Douchet
Decía Jean Douchet que la crítica de cine debía ser un arte de amar (el cine). Así que advierto que esto no es una crítica sino un "arrebato" contra cierto ejercicio de la “crítica”. Esa crítica que señala con el dedo a quienes nos incomoda cierto cine español pero que es incapaz de señalar dónde hay auténtico cine, dónde podemos admirar a un verdadero cineasta, dónde disfrutar de buen cine, y sí, por qué no, español. Y no, por esta vez no voy a hablar de Erice ni de Isaki Lacuesta ni de Guerín ni de Llobet-Gràcia ni de Fernán-Gómez.
Quiero hablar de Enrique Urbizu. Me bastan dos películas: La caja 507 (2002) y La vida mancha (2003). ¿Por qué nadie cita estas películas cuando se habla de cine español? De buen cine español. Pues vamos a poner las cartas sobre la mesa: sin lugar a dudas son dos de las diez mejores películas de los últimos diez años. Enrique Urbizu es el único cineasta capaz de convertir un efecto de viento en un efecto de poesía dramática, y un efecto de luz en una revelación, y una máscara en el más elocuente de los rostros.
Tenía razón Tag Gallagher cuando decía que algunas actrices habían tenido mucha suerte con King Vidor, y ponía el ejemplo de Audrey Hepburn en Guerra y paz. ¿Por qué se habla tan poco de esta película? ¿Por qué no se la cita cuando se habla de adaptaciones cinematográficas, cuando estamos ante una de las tentativas más arriesgadas –y logradas teniendo en cuenta las tremendas dificultades-, sólo comparable con Dublineses de John Huston? Pues bien, qué suerte tuvieron Antonio Resines, José Coronado y Juan Sanz con Enrique Urbizu. Sólo de la mano de este cineasta –porque efectivamente se trata de un cineasta, Urbizu sí- logran esculpir presencias verdaderas, o sea, como decía Miguel Ángel, le arrancan lo que les sobra a las apariencias, a lo visible, para dejar ante nosotros, espectadores, la verdad desnuda, carne viva desolada, el temblor en el rastro de una pérdida irreparable. Porque de eso tratan estas dos películas de Urbizu. De tipos inconsolables.
¿Y por qué es un cineasta Urbizu y tantos otros deberían aprender de sus películas? Porque nos ofrece apenas un asomo de presente pero también la posibilidad de excavar en él muy hondo con nuestra imaginación, y reserva un corazón misterioso en sus protagonistas al que nunca podremos acceder pero que nos llama con la fuerza de lo oscuro, con el magnetismo de lo insondable, con el hechizo de los misterios dignos de ese nombre.
Y queremos llegar hasta ese misterio no por el impulso de la trama que nos arrastra –verdadera trama, no jeroglíficos, no cajas chinas vacías, la de sus películas- sino por esa ráfaga de viento que agita el pelo de la chica en La vida mancha mientras la cámara se mueve con la levedad de un fantasma, o por esos gestos convertidos en ritos envueltos en el caudal del tiempo, o por esa terquedad obsesiva y desesperada porfía del protagonista de La caja 507. Herramientas sutiles de un cineasta sabio.
La trama ha trastocado los puntos cardinales de la existencia de los personajes de ambos filmes y vivimos su conmoción no a través de los diálogos, sino que surge de los intersticios de los pedazos de película impresionados y enhebrados gracias a la mirada de un cineasta, que ha dejado la distancia precisa y propicia para que nuestra imaginación entre en ese juego único que dura apenas hora y media y consiste en mirar una película.
Y cuando se habla de artesanía, de saber filmar, a ver quién filma algo tan difícil como una partida de cartas con la economía -y geometría- de puesta en escena como Urbizu en La vida mancha. Por no hablar de cómo extrae de un afeitado la convulsión sísmica de un todo o nada que cifra el sentido de toda una vida, otra vez en La vida mancha. O que nos cuenta el preludio de una trama de thriller a base de imágenes de una elocuencia tan natural que ni siquiera advertimos que estamos asistiendo a un inusual fragmento de cine puro, pongamos por caso en La caja 507.
Y en realidad, esta anorexia o bulimia crítica –a veces pareciera que no hay término medio- no sólo tiene que ver con el cine español. También contamina la apreciación del cine americano. Esa retórica crítica de “templar gaitas” que se usa a propósito de Che, el argentino de Soderbergh, una película de mirada adolescente, o sea, que si fuera filmada por un chaval de dieciséis años fascinado por “el guerrillero heroico” uno lo entendería, pero que un realizador curtido emplee más de una hora en contarnos lo que una pancarta al lado de una carretera cubana nos puede resumir en un eslogan es un mero acto de incompetencia, por no hablar de incapacidad de iluminar el asunto que se trae entre manos. Literalmente, no sabe de qué habla, nunca sondeó con seriedad las entretelas de un combatiente comunista, más aún en las coordenadas de la guerra fría, y que además hurta hechos capitales para entender las facetas más incómodas del personaje. O sea, ante la complejidad, se ha elegido la simplificación del icono que adorna millones de camisetas. Pero aún así se insiste en cómo Benicio del Toro se adueña del personaje sin imposturas. Ya me dirán cómo, en un retrato que es pura impostura; no hablemos de personaje, ¿dónde está el personaje en ese repertorio de tics de imitación en lugar de una verdadera creación? Pero a eso lo llaman visión naif, pues sí. Y se subraya la fluencia de las imágenes, tal cual. Bueno, ¿y qué? Por favor.
Y sin embargo se habla con la boca pequeña de Tropic Thunder de Ben Stiller, que no se trata tanto de una película que satiriza las películas bélicas de Hollywood, sino algo de mayor entidad y menos coyuntura, nada menos que de una visión oblicua sobre el arte de la interpretación en Hollywood. Tropic Thunder se podría subtitular “Cómo ser actor en Hollywood y sobrevivir al intento”. El personaje de Robert Downey Jr. representa una de las construcciones más exactas e hilarantes sobre la creación de un personaje que se ha visto en Hollywood desde Ser o no ser, a partir de un guión desopilante del propio Ben Stiller, Justin Theroux y Ethan Coen. Por otra parte, una sátira sobre Hollywood que no deja de ser una película de Hollywood. Un espejo que se refleja en un espejo que… Quizá ya sólo ahí encuentra Hollywood el aquel de sobrevivir con los harapos del talento de antaño. Para disfrutar.
Y luego ver, o volver a ver, La vida mancha. No es una obra maestra, ni siquiera es una gran película. Sencillamente es una película construida con las herramientas del cine que a estas alturas, en los tiempos buñuelescos que vivimos, sobrevienen artes de resistencia, intempestivas.
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