13/3/09

El librero del café Gluck


Este libro tiene apenas cincuenta páginas y representa poco más de una hora de lectura. Puede llevarse en un bolsillo, y es tan leve que apenas se entera uno. Incluso en un bolso, aun en un bolso pequeño. Y llevamos una obra maestra, un cristal perfectamente tallado a través del que adentrarnos en toda una vida, un transporte puro hacia un mundo que fue ayer mismo. Un mundo rescatado gracias a las formas vivísimas de la mejor literatura.

Es recomendable leer este librito en medio de un paseo, en un transporte público, en una estación. Le conviene el trasiego de la vida alrededor, el ruido de las máquinas tragaperras, un cierto alboroto o la cháchara aledaña. En un café sería perfecto. Cuesta algo más que una entrada de cine, pero es tan bueno como la mejor película y dura más o menos lo mismo. O sea dura mucho tiempo, tanto como la recordamos, tanto poso nos deja.

Ah, ya se me olvidaba, no se os ocurra leer la contraportada. ¿Cómo pueden redactarse sinopsis completas de lo que debemos descubrir durante la lectura? ¿Cómo pueden ser tan irresponsables a la hora de arrebatar uno de los placeres del libro? ¿Es que nunca han leído Cien cartas a un desconocido de Roberto Calasso para aprender a redactar solapas y/o contraportadas sugerentes y acogedoras? Lo dicho, ignorad cualquier tentación de leer la contraportada de Mendel el de los libros, y en los tiempos que corren cualquier contraportada de cualquier libro de ficción literaria.


Stefan Zweig

Stefan Zweig es un gran escritor. Es decir, un tipo que escribe muy bien. Un escritor que escribió de maravilla cuentos, por ejemplo el que nos trae aquí, novelas, La impaciencia del corazón pongamos por caso, biografías –Balzac-, crónicas –Momentos estelares de la humanidad- y unas memorias, El mundo de ayer, de gozosa lectura. En su tiempo y a mediados del siglo, Zweig era un escritor muy popular, y además tuvo la suerte de que una de sus novelas, Carta de una desconocida fuera llevada al cine por un director de la categoría de Max Ophüls en 1948. Cuando yo era un adolescente, sus libros se podían encontrar en cualquier librería, quiosco, incluso papelería, en la colección Reno. Ahora ha sido recuperado, y en las mejores condiciones, por Acantilado. Zweig se suicidó en compañía de su esposa el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis (Brasil) tras huir de la persecución nazi, incapaz de soportar la catástrofe de la cultura europea que había evocado, en tono ya elegíaco, en sus memorias.


Stefan Zweig y su esposa

Mendel el de los libros, que Zweig escribió en 1929, ha sido traducido por Berta Vias Mahou, y su castellano suena que da gusto. O sea, podemos leer una obra maestra de la mano de una gran traductora.

…me basta el más fugaz asidero, una postal, los trazos de una caligrafía en el sobre de una carta, una hoja de periódico amarilla por el tiempo, y enseguida lo olvidado, como el pez en el anzuelo, resurge de un brinco de la fluida y oscura superficie, vivo y coleando.



La memoria se erige en fundadora de este relato sobre un librero de viejo. La poderosa y frágil memoria. La fuerza de evocación memoriosa de Zweig arranca del yacimiento del olvido a ese titán de la memoria, el personaje que nos convoca esta hermosa y triste historia (tan triste y hermosa como la inolvidable obra de Helen Hanff, 84 Charing Cross Road), aquel judío de Galitzia llamado Jacob Mendel:

Tras aquella frente calcárea, sucia, cubierta de un musgo gris, cada nombre y cada título que se hubieran impreso alguna vez sobre la cubierta de un libro se encontraban, formando parte de una imperceptible comunidad de fantasmas, como acuñados en acero. De cualquier obra que hubiera aparecido lo mismo hace dos días que doscientos años conocía de un golpe el lugar de publicación, el editor, el precio, nuevo o de anticuario.

En otro librito de Acantilado, ¿Para qué sirve la literatura?, escribe Antoine Compagnon que la literatura nos enseña a sentir mejor, nos hace ver, respirar y tocar las incertidumbres, las indecisiones, las complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales los discursos del conocimiento se pierden, y además mediante una experiencia, la lectura, en las que, a diferencia del cine por ejemplo, somos dueños absolutos del tiempo y de la imaginación. En fin, todas esas razones avalan también esta pequeña gran obra, Mendel el de los libros. Y una más: la literatura ampara la fragilidad del mundo, la de nuestra propia experiencia, nuestra precariedad.

¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?

No diré más, sólo os invito a que Zweig os acompañe por los caminos de la memoria hasta el librero del café Gluck en Viena.

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