29/11/10

Noviembre

Podría enumerar unas cuantas razones por las que este noviembre está siendo un mes, no sé si memorable -quién sabe cómo lo cocinará la memoria-, pero sí memorioso, especialmente memorioso. Uno de esos días que estuve en Areas pasando unas horas con mi madre, vino a visitarla una vecina, unos cuantos años mayor que yo. Se llama Vita, bueno, en realidad se llama Felicidad, pero toda la vida la llamamos Vita. Nos vemos muy poco ya, la última vez, hace unos años, nos habíamos encontrado después de mucho tiempo en un entierro. Mi madre aprovechó para recordarme que Vita fue la culpable de que me guste tanto el cine, porque fue ella la que me llevó al cine a Tui hasta que empecé a ir solo. Vita, a finales de los cincuenta y principio de los sesenta, a mis cuatro, cinco o seis años, venía por casa los domingos a eso de las tres menos cuarto de la tarde para recogerme y llevarme a la sesión infantil del Teatro Principal. Mi madre o mi tía le daban dos duros -o sea, diez pesetas-, suficiente para la entrada y un café con leche o un corte -de helado-, dependiendo de la estación. A veces, había suerte y no me cobraban la entrada así que íbamos también a la sesión siguiente. Pasó el tiempo, y entre mis catorce y dieciocho años, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, Vita y su hermana mayor trabajaban en Alemania y le regalaron a sus padres un televisor, uno de los primeros que hubo en la parroquia. Una o dos noches por semana, en vacaciones, iba a casa de Vita a ver las películas que pasaban, normalmente programadas por ciclos, de géneros (oeste, aventuras...) o actores (Errol Flynn, Ingrid Bergman...). Salía de casa a eso de las diez menos cuarto, cruzaba un campo de maíz crecido, si era verano, cogía el camino del río y llegaba a la casa de Vita, la más próxima al Miño de toda la parroquia. Felis, el padre de Vita, ya me estaba esperando en el comedor, donde habían puesto el televisor -en blanco y negro, claro-; en realidad se llamaba Felisindo, pero toda la vida lo llamamos Felis. Me servía un café y, cuando yo ya había cumplido quince años, me ponía delante una caja de puritos que las hijas le mandaban de Alemania, y pasados los dieciséis una copa de coñac. Sara, su mujer, nunca estaba, madrugaba muchísimo y a esas horas ya había cogido el primer sueño. Al poco de empezar la película, fuera cual fuera, Felis ya estaba dormido, pero no roncaba. Al terminar, yo apagaba el televisor, salía sin hacer ruido, cogía el camino de río -a veces coincidía que la luna estaba alta- y volvía a casa atravesando el campo de maíz -si era verano- con la película pasando una vez más en el proyector interior de la memoria reciente. Algunas de aquellas películas que vi por primera vez -¡ah, las primeras veces!- son las culpables de esta escuela. Como Encadenados de Alfred Hitchcock, Stromboli (1949) de Roberto Rossellini, o Elena y los hombres (1956) de Jean Renoir. Las tres, del ciclo de Ingrid Bergman. Las tres las he visto muchas veces. Pero, si no me falla la memoria, es la primera vez que hablo de Elena y los hombres. Y es algo especial, o mejor, se ha convertido en una película especial en el curso de estos últimos cuarenta años, los que van desde aquella feliz primera vez en casa de Felis hasta hoy mismo.


Para empezar, Encadenados y Stromboli son películas en blanco y negro, pero Elena y los hombres es una película en color, qué digo una película en color, es una celebración del color, pero tardé algo así como unos años en saberlo, el tiempo en que tardé en encontrar el libro de André Bazin sobre Jean Renoir, y tuve que esperar hasta los ochenta para ver Elena y los hombres en color, en un ciclo sobre la obra de Renoir en la segunda cadena. Y tendrían que llegar los noventa para verla proyectada en una pantalla de cine en todo su esplendor.


Cada una de esas proyecciones significó el re-descubrimiento de una película que ya me había maravillado la primera vez en blanco y negro, cuando yo no sabía quién era Jean Renoir, pero sí sabía ya quién era Ingrid Bergman, una de esas mujeres de mentira -o sea que sólo eran verdad, gran verdad, en la pantalla, grande o pequeña-, una de esas mujeres de las que uno estaba enamorado, aunque quizá, hasta que llegaron Maureen O'Hara y Gene Tierney, de ninguna como de Ingrid Bergman. Pero es que en los ochenta, cuando ya vimos Elena y los hombres en color, tuvimos la oportunidad de disfrutar de un ciclo de la filmografía de Jean Renoir, prácticamente completa en lo que a la época sonora se refiere, es decir, pudimos ver Elena y los hombres después de las películas que la precedían cronológicamente y empezamos a comprender qué representaba en la obra del cineasta.


Y ahora debo hacer una acotación: si el cine fuera una religión, mi trinidad la formarían John Ford, Jean Renoir y Fritz Lang. Venero a los tres, y me hubiera gustado conocerlos y mantener una larga conversación con ellos, pero con Ford quizá sólo fuera posible durante la primera botella a bordo del Araner, donde se refugiaba después de un rodaje, y a Lang quién sabe si en sus últimos años... Pero creo que con Renoir podría charlar en una sobremesa interminable cualquier día en cualquier época. Si hace unos días enhebramos los hilos de la obra de Lang con la de Renoir, también podríamos pespuntar los vínculos entre la de Renoir y la de Ford a través de El hombre del sur (1945), en cuyo guión colaboró William Faulkner y que podría verse como una prolongación de Las uvas de la ira (1940), y entre la de Ford y la de Renoir mediante una sesión continua que yuxtaponga La ruta del tabaco y Aguas pantanosas, ambas de 1941. Podríamos ampliar los hilos de la trama que une a los tres cineastas: Renoir rueda Esta tierra es mía (1943) con Maureen O'Hara, la más fordiana de las actrices, y La mujer de la playa (1947) -su última película en Hollywood- con Joan Bennett, la más langiana de las actrices. Los tres vieron cómo la crítica mayoritaria ninguneaba sus últimas películas -considerando que los cineastas ya chocheaban- y el público les daba la espalda. Y en fin, tanto Ford como Lang hablaron de Renoir como uno de sus cineastas favoritos.

Jean Renoir en 1945, en el rodaje 
de El hombre del sur

Pues bien, la obra de Jean Renoir fue la primera de los tres (más) grandes cineastas que conocimos en profundidad, eso sí, en televisión. Y en esa obra, desde hace casi treinta años, La regla del juego (1939) representa, por así decir, la rosa de los vientos de los derroteros del cine (moderno). Y habiendo visto La regla del juego, se conoce mucho mejor Elena y los hombres porque entre ambas películas fluyen corrientes, se advierten correspondencias y aflora el deseo de un cine libre de ataduras formales, genéricas o canónicas, donde las búsquedas, hallazgos y extravíos encuentran su asiento, por incómodo o desgarrado que resulte a veces. Como la vida. Si La regla del juego era una summa -de búsquedas, hallazgos y extravíos- del cine de Renoir anterior a la 2ª guerra mundial, también podríamos hablar en esos mismos términos de Elena y los hombres respecto al cine posterior, donde encontramos también obras excelsas como El río (1951), La carrosse d'or (1952) y French Can Can (1954).

Jean Renoir, sentado bajo el objetivo de la cámara, 
en el rodaje de Elena y los hombres

Jean Renoir comentó alguna vez que, de todas las artes, la cerámica es la más cercana al cine: El ceramista imagina un jarrón, lo moldea, lo pinta, lo pone a cocer y, después de varias horas, sale del horno algo inesperado, muy diferente de lo que uno quería o creía hacer. Renoir no dijo que las películas las hacía -las hace- la vida, pero lo pensaba. La vida mezcla la farsa con la tragedia, la comedia y el drama, el vodevil y el guiñol, y sólo la ligereza permite el tránsito entre tal variedad de géneros con fluidez, sin apagar los latidos que revelan (la verdad de) los personajes en el curso del tiempo en que representan su papel en este mundo. Renoir confía en que la vida acabará siempre por desenmascarar a los personajes: él sólo puede disponer los escenarios y las figuras, crear un dispositivo (teatral) y elegir los cuerpos que van a ser atravesados por el tiempo y en los que aflorará la verdad, si cuaja. El cineasta sabe que los milagros son cosa de la vida. A él sólo le corresponde el deseo de ver y de compartir una mirada.


Elena y los hombres nace del deseo de hacer una película con Ingrid Bergman, de un deseo aun más concreto: Renoir se moría de ganas por hacer una película alegre con ella, hacía mucho tiempo que deseaba verla reír, sonreír en una pantalla, y aprovecharme yo en primer lugar -y hacer que el público se aprovechara- de una especie de plenitud carnal que es una de sus características. Dicho de otra forma, soñaba mucho con Venus. (...) De cualquier manera, la única razón de la película es la mujer, y es la mujer representada por Ingrid Bergman. (...) Ingrid fue maravillosa, fue mi apoyo y mi consuelo. Este deseo de la risa de una actriz nos remite a Lubitsch que hizo Ninotchka (1939) para mostrarnos la risa de Greta Garbo en una pantalla. En el caso de la Garbo, la risa representó algo así como un gozoso epílogo, Ninotchka fue su penúltima película; en el caso de la Bergman, Elena y los hombres representó una resurrección, no sería exagerado decir  que el deseo de Renoir la salvó.

Ingrid Bergman en el rodaje de Elena y los hombres

Quizá convenga una segunda acotación. Si la historia del cine moderno encuentra en La regla del juego su rosa de los vientos, Viaggio in Italia (1953) de Rossellini representa su epifanía, una película en la que, más allá de la ficción, la cámara atrapa con fidelidad el movimiento de la vida, más aún, la intimidad de una mujer en trance de separarse de su pareja, una mujer llamada Katherine Joyce que encarna Ingrid Bergman, una actriz que experimentaba en aquel tiempo los mismos sentimientos con su marido, el director de la película: el leve dispositivo de la ficción deviene una fina piel que envuelve la experiencia íntima de la actriz, es decir, documenta -y da forma a- una experiencia verdadera. Desde 1948, cuando rodaron Stromboli, hasta 1955, Ingrid Bergman fue una actriz que sólo trabajó en películas de Rossellini. Durante los primeros años tampoco le llovían las ofertas, al fin y al cabo había abandonado Hollywood -y a su marido y a su hija (así lo veían y contaban los moralistas de siempre)- por un cineasta que contaba las películas por fracasos comerciales. Pero aquella actriz que se había enamorado de Roma, città aperta (1945) y Paisà (1946), acabó sintiéndose atrapada en una forma de hacer cine -la de Rossellini- que no entendía o que ya no compartía y necesitaba hacer otras películas. Y empezaron a llegar ofertas de Hollywood que Rossellini, celoso, le desaconsejaba. Entonces en el verano de 1955 llegó Renoir con el guión de Elena y los hombres, ¡un guión! Llevaba años rodando con Rossellini con guiones inacabados la mayoría de las veces -Stromboli, pongamos por caso-, cuando no a partir de unas pocas cuartillas, como en Viaggio en Italia. Y lo más parecido a una comedia que Ingrid Bergman había leído en muchos años, una fantasía musical, según reza en el subtítulo de la película. Pero lo más importante, Rossellini y Renoir eran amigos, y a esa amistad le debemos Elena y los hombres e Ingrid Bergman le debe otro horizonte en el cine. Ingrid Bergman y Rossellini se separaron después de Elena y los hombres y nunca volvieron a rodar juntos.

Jean Renoir, Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, en 1955

El rodaje de Elena y los hombres resultó complicado al compaginarse dos versiones, una francesa y otra inglesa, y se estrenó el 12 de septiembre de 1956. Fue un fracaso y la mayoría de los críticos la pusieron de vuelta y media. Por eso, no olvidamos a aquellos como Bazin o Truffaut que, en su momento, salieron en su defensa. O a Godard que definió Elena y los hombres como la más mozartiana de las películas de Renoir, por su ironía, por su osada y genial simplicidad. La película de Renoir e Ingrid Bergman es un prodigio de ligereza y de libertad tonal que le permite transitar desde la comedia  al vodevil y la farsa sin que se desgarre el tejido formal, añadamos el tratamiento del color que bordea el delirio -esos árboles azules y el rojo sangre de las maniobras militares- o el movimiento de las masas durante el desfile (que no vemos) en el que asistimos a una de las escenas más gozosas de la película con la ida y vuelta de un niño de colo en colo y su intercambio con un periscopio. A propósito de las masas, cuando a un personaje le extraña ver a la princesa Elena Sokorowska -encarnada por Ingrid Bergman- mezclándose con el pueblo, ella le suelta: "¿No asaltaron la Bastilla para eso?"; y poco después, cuando una mujer se su clase se queja del populacho, Elena declara que "los besaría a todos".


La alegría burbujea en el curso de la película mientras Elena, la princesa arruinada -"se me han acabado las perlas y ahora tengo que venderme yo" (en matrimonio)-, se entrega en el aquel de derramar felicidad, a través de sus dones -simbolizados en un amuleto, las margaritas-, sobre un mundo que no la merece, por eso duele cuando, al final, la margarita acaba en el suelo y ella se entrega al abrazo de Henri y se vuelven hacia la ventana abierta a la negrura de la noche: duele la cautividad -aunque sea una cárcel de amor- de quien ha nacido para revolotear y bendecir a los mortales con sus dones. Como Ingrid Bergman nos bendice desde la pantalla gracias a Elena y los hombres. Y a Jean Renoir.

 Jean Renoir e Ingrid Bergman 
en el rodaje de Elena y los hombres

Durante este mes que acaba volví a ver varias películas de Renoir, Toni, El crimen de monsieur Lang, La gran ilusión, El río... El jueves pasado, recordando Copie conforme y mientras escribía la entrada anterior, me vino a la memoria Elena y los hombres. La vimos ayer. Una vez más. No podía sino traer a esta escuela una de las películas de mi vida. No es una película perfecta, no podría serlo tratándose de una película de Renoir, si se quiere es una película llena de defectos -maravillosos-, y de una belleza conmovedora, casi dolorosa. Como la vida. O por decirlo con palabras de Godard, a la pregunta de qué es el cine, Elena y los hombres contesta: más que el cine.


Y una última acotación: Renoir e Ingrid Bergman empezaron a rodar Elena y los hombres hace cincuenta y cinco años. En 1955. En noviembre.

4 comentarios:

  1. Noviembre es un bonito mes. Un mes estupendo por muchas cosas entre ellas tener la suerte de leerte.
    Un abrazo Danielç
    Pd. Angeles ya he leido el último de Auster y tú?

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  2. Todavía no, pero no tardará en caer ¿Qué tal está?, supongo que lo has disfrutado.
    Un abrazo.

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  3. Renoir es de mis favoritos, me gusta mucho eso que has dicho de los defectos maravillosos y me gustaría muchísimo que la televisión volviera a hacer ciclos de cine clásico como aquellos de los que tú hablas, sería fantástico aún sin campos de maíz crecido.

    Me gusta mucho Noviembre y me gusta ver nevar. Se despide con mucha elegancia este año. Un beso, Daniel

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  4. Me ha encantado Geles, me ha gustado mas que el anterior Invisible.
    Ya me dirás que tal cuando lo leas

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