17/11/10

Solo en la cocina


No cuentes lo que vas contar ni lo que ya has contado. Seguro que os suena, es uno de esos mandamientos de uno de tantos decálogos a propósito de la narrativa. Decálogos que a los mortales -como uno mismo, sin ir más lejos- les conviene conocer para no enredarse en el relato, pero que también tienta transgredir. Claro que con resultados lamentables las más de las veces. Por eso os resultará fácil imaginar que uno, gozosamente, se postre de hinojos cuando un escritor tocado por la gracia de los dioses lares del arte de la escritura nos cuenta lo que va a contar y lo cuenta de tal forma que nos entregamos con armas y bagaje a que nos lo cuente otra vez. O sea, cuando un escritor transgrede las buenas formas de la narrativa con las bellas formas de la literatura. Y eso quizá quiere decir que sólo existen algo así como las buenas formas si devienen formas bellas.

Ya, ya, ya va el ejemplo. Pero aún no. Cuando escribí sobre Nabokov no cité Risa en la oscuridad, una novela de doscientas páginas (en bolsillo), que escribió y se publicó en ruso en 1932 durante su exilio berlinés, y luego la tradujo él mismo al inglés y se publicó en 1938.

Nabokov con Vera y su hijo 
en los años de Berlín

Una novela quizá menor para alguien tan grande como Nabokov pero de deliciosa lectura a medida que comparte con nosotros el relato, y digo comparte porque nos guía de forma delicada -pero inexorable- hacia el corazón mismo de cada situación y nos deja allí bien instalados para que sea nuestra imaginación la que haga el trabajo. Por así decir, Nabokov apenas nos invitó a entrar en la historia desde los dos primeros párrafos de la novela, diez líneas, mejor dicho, nueve, nueve líneas en las que nos cuenta lo que nos va a contar. Y ahora ya sí, el ejemplo, esas primeras nueve líneas -en la edición de bolsillo, aquí, en la transcripción, serán sólo siete- de Risa en la oscuridad:

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.  


Añadiré la primera frase del tercer párrafo: Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Claro, sólo un escritor completamente seguro de los poderes del arte de la escritura se atrevería a comenzar así una novela. O un artista o un idiota. Cabe señalar que Nabokov no sólo nos cuenta lo que nos va a contar, también da forma a una voz, establece un tono e hilvana las primeras puntadas con el hilo del humor que nos sitúa, como lectores, a una distancia justa con lo que nos va a contar otra vez, con detalles.

Nabokov se defiende

Pero ni se os ocurra pensar que os estoy recomendando Risa en la oscuridad. Ni por asomo. Andaba esta mañana con un guión que tengo entre manos, ya sé qué historia voy a contar, incluso tengo bastante claro el orden de los incidentes, el trazo de la peripecia y la dinámica de fuerzas que atrapan a los personajes en la trama, pero no tengo claro cómo contar algunas de las situaciones que van a vivir. Por ejemplo, la secuencia de escenas de los diez primeros minutos de la película. Y a primera hora, bajo la ducha, le daba vueltas a ese arranque. Detesto las películas que comienzan como un cohete y llegan muy pronto muy arriba porque luego sólo les queda bajar la pendiente tan rápido como subieron en un implacable desmayo, vamos, como en una eyaculación precoz. Disculpad la imagen pero no encuentro otra, ya no digo más, ni siquiera tan exacta. No me pidáis ejemplos, sobran las películas que buscan desesperadamente capturar la atención del espectador a cualquier precio, en realidad al precio más alto: llegar al clímax antes de tiempo.

Uno se conforma con un arranque que conjugue la voz -la forma de contar- con el tono de la historia, enhebrando las situaciones de partida de los personajes de tal forma que despierten las ganas del espectador de saber más sobre sus vidas, añadiéndole una pizca de urgencia destilada con humor para acercarnos a ellos con calidez, y todo así, como quien no quiere la cosa, y, ya puestos, condensar en una imagen poderosa el corazón del relato, una imagen en la que ya está contenida la resolución de la película pero el espectador aún no lo sabe, no lo sabrá hasta el final donde encontrará su resonancia y la revelación de la bella promesa que le hicimos al principio. Como en aquella imagen del comienzo de Río abajo (1984) de José Luis Borau, cuando la avioneta del ranger desciende sobre el río que separa México de EEUU para trazar una frontera en el agua, y les habla por el altavoz a los inmigrantes que se disponen a cruzarla: "Coyotes, quedáis advertidos: el que cruce esta raya se juega la vida". Ahí está toda la película: un destino y un desafío. Una metáfora de la historia -esa raya imaginaria que cuesta sangre, sudor y lágrimas- y de cualquier historia, de cualquier narrador. En fin, uno se conforma con algo sencillo.


En realidad, os he hablado de Nabokov y de Borau por no hablar solo. En la cocina.

3 comentarios:

  1. No está mal encontrarse solo en la cocina ,sí lo que resulta son reseñas como esta.

    Siento la muerte de Berlanga,me gustan mucho algunas de sus películas.
    Yo también guardo un grato recuerdo del uso de la guadaña.
    Me gusta como escribes
    Un saludo

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  2. Yo hablo sola en la cocina...a veces incluso discuto sola, acaloradamente, me cargo de razón a medida que ensayo el alegato maestro que deje al adversario, osea a mi, sin palabras...El penúltimo párrafo de este post es el evangelio, Daniel, mañana, mientras prepare la comida, lo debatiré conmigo.

    Un beso

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  3. ¡Deja ya de escribir tanto y tan bien!

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