11/11/10

El artista y la modelo


Si necesitáramos alguna prueba de que un argumento -y aun el guión- son apenas una materia -una más- en la porfía del cineasta por esculpir el tiempo -como (precisamente) decía Tarkovski (y no como aquí se tradujo: "esculpir en el tiempo")-, para encontrar la forma fílmica que proyecte una idea -del mundo, de la vida, del cine- encarnada en una mirada, es decir, si necesitáramos alguna prueba de que el cine es una cuestión de formas, bastaría con ver las películas de Fritz Lang que toman como punto de partida las de Jean Renoir: Scarlet Street (Perversidad, 1945) a partir de La chienne (La golfa, 1931) y Deseos humanos (1954) a partir de La bête humaine (1938).

Jean Renoir

 Fritz Lang

Lang pensaba que las películas de Renoir eran mejores que sus versiones. No es cierto. Simplemente son películas distintas o, recurriendo a una obviedad, unas son películas de Renoir y otras de Lang, por más que procedan de un material literario -y argumental- común, en el primer caso de una novela de Georges de La Fouchardière y de una de Zola en el segundo; pero las formas de Lang son otras que las de Renoir. Otra la mirada -sobre el mundo, la vida, el cine- que cuaja esas formas. En la entrada sobre Deseos humanos, disculpad la autocita, escribí:

Para Renoir, el hombre deviene personaje de una representación. Para Lang, el hombre ha sido envenenado por el mal. Para Renoir, la vida es un teatro. Para Lang, la vida es un destino. Para Renoir, la puesta en escena es un juego. Para Lang, la puesta en escena es una geometría. Para Renoir, el personaje es una máscara. Para Lang, el personaje es un culpable.

Por eso, y centrándonos en los dos primeros filmes, aunque la trama y los incidentes de La chienne y de Scarlet Street sean prácticamente idénticos, las películas resultan completamente diferentes, porque las miradas, que estructuran trama e incidentes mediante la operación de puesta en escena y la aprehenden en la materia fílmica, pertenecen a cineastas que ven el mundo, la vida y el cine de forma diferente. Basta comparar los principios y finales de ambas películas.

La de Renoir empieza con un teatrillo de títeres en el que Guiñol nos presenta la obra que vamos a ver: No es ni un drama ni una comedia... Trata de pobre gente como nosotros... Es la historia de tres personajes: él, ella y el otro, como siempre. Al final, el protagonista encarnado por Michel Simon, tras haberse librado del castigo por el crimen con que concluye la trama de La chienne, ya ha cambiado de papel, como si viviera otra representación.

 Lang, a la izda., y Edward G. Robinson, en el centro, 
durante el rodaje de una escena de Scarlet Street

La de Lang nos introduce en un mundo de sombras donde el protagonista encarnado por Edward G. Robinson se ve atrapado en una encrucijada del destino -Cris Cross se llama el personaje-, que deriva hacia una atmósfera onírica y se transforma en una pesadilla. Al final de Scarlet Street, el protagonista también se libra del castigo pero no de los fantasmas que lo acosan sin remedio, porque, para Lang, el mundo también es una representación pero sólo podemos vivir un papel, el de culpable.

 Fotograma de Scarlet Street

Cabe subrayar que, a diferencia de La mujer del cuadro donde Lang explicitaba el sueño, en Scarlet Street la cualidad onírica se destila a través de la pura sugerencia, sencillamente no neutraliza la posibilidad de que lo que vemos sea un sueño, nos permite pensar que puede serlo -la lluvia desaparece entre un plano y otro, como el cuerpo de Dan Duryea, tras el encuentro entre Edward G. Robinson y Joan Bennett-, sobre todo porque Scarlet Street da forma a ese magma -informe- de pulsiones, necesariamente oscuras y ocultas, que alimenta los sueños -y las pesadillas- de la alteridad, de ser ese otro que nos cautiva y aterra a un tiempo. 

Fotograma de La chienne

Si no fuera suficiente, bastaría también comparar cómo filman la escena del crimen. Renoir recurre a la elipsis y, mientras Michel Simon apuñala a Janie Marèse, la cámara se aparta de la ventana del cuarto y desciende hasta la calle donde actúan unos músicos callejeros. Lang se queda junto a la cama y filma la espalda de Edward G. Robinson mientras clava una y otra vez el punzón en el cuerpo de Joan Bennett; un punzón que, tal como está filmada la escena, pareciera que el destino mismo le ha puesto en las manos al protagonista. En La chienne, el protagonista puede reintegrarse en el movimiento de la vida. En Scarlet Street queda cautivo de los fantasmas que se engendran en el crisol de la culpa.

 Fotograma de La chienne

En Renoir, cada encuadre es un marco propicio a abrirse hacia el exterior mediante un reencuadre: Michel Simon pinta junto a una ventana abierta a un patio interior, entonces el cineasta reencuadra  el espacio donde una niña de un piso vecino toca el piano; diríase que pinta hacia fuera. En Lang, cada encuadre lleva la marca de lo inexorable, no hay salida para los personajes, atrapados en un círculo fatal; el encuadre aferra a Edward G. Robinson encerrado mientras pinta en el cuarto de baño; diríase que pinta hacia dentro.

 Fotograma de Scarlet Street

Y si las miradas resultan definitivas, la mirada primordial es aquella que elige los cuerpos sobre los que dirigir la cámara -Michel Simon/Edward G. Robinson; Janie Marèse/Joan Bennett; Georges Flamant/Dan Duryea- que encarnan -necesariamente- otros personajes aunque sea idéntico el dramatis personae. En el aquel de mirar otros cuerpos, los filmes devienen fatalmente otros. Miradas, en definitiva, que devienen formas.

 Janie Marèse y Georges Flamant en La chienne

Dan Duryea, Edward G. Robinson y Joan Bennett 
en Scarlet Street

Y si de formas hablamos, Scarlet Street, más allá de las formas del cine negro, puede verse -y la veo- como una confesión de Lang a propósito de su cine o como un autorretrato, pero el autorretrato del artista a través del retrato de la modelo, o mejor aún, a través de la mirada que cuaja en las corrientes -de amor- entre el artista y la modelo. Situar el tema del arte en el centro de la trama de Scarlet Street constituye la matriz de la mirada de Lang  y subraya de forma significativa una visión diferente respecto a la de Renoir en La chienne.

 Un momento del rodaje de la escena de la terraza

En un momento muy significativo de Scarlett Street -la escena de la terraza-, Cris Cross -el cajero y pintor aficionado encarnado por Edward G. Robinson- le confiesa pudoroso a Kitty -la actriz, o eso dice ella, encarnada por Joan Bennett-, cuando le sugiere que pinte su retrato, que cada cuadro puede ser una historia de amor; una confesión que empieza a revelar al artista que hay en ese pintor aficionado, pero también desliza sutilmente que ese artista empieza a aflorar en el espejo de la modelo. Una confesión -¿hace falta decirlo?- del propio Lang: cada película puede ser una historia de amor. Como Scarlet Street.


El encuentro -fatal- de Cris y Kitty resucita al otro que cada uno lleva dentro y cataliza las fantasías que se despiertan recíprocamente. Cris y Kitty se necesitan para montarse la película que la encrucijada de miradas activa. El papel de cada uno -su identidad- cuaja en la mirada del otro, del otro que mutuamente se resucitan: Kitty aflora el pintor oculto en Cris y éste la actriz que ya se esfumaba en aquélla. Pero el proceso de identificación definitivo se produce cuando Kitty finge -al fin, actriz- que las pinturas de Cris son obra suya -se apropia de su identidad- y Cris le sigue el juego. A partir de ese momento, la fantasía los reúne en un mismo papel, son uno: Es como un sueño, dice Cris. Al fin su arte se reconoce aunque las obras no lleven su firma: Es como un matrimonio, y yo llevo tu nombre. Por eso, cuando pinta el retrato de Kitty, lo titula Autorretrato. Y la tragedia está servida.   


La identidad entre el artista y la modelo -que, a su vez, se hace pasar por el artista- llega hasta tal punto que, cuando Cris mata a Kitty, también mata una parte de sí mismo -la parte más viva, más exaltante, el otro, el artista que lleva dentro-; en el clímax de Scarlet Street, el filme de Lang se nos revela como una versión muy libre, pero también muy honda, de Dr. Jekyll y Mr. Hyde: no matas a Hyde sin matar a Jekyll. Y se nos revela el tema del doble -tan caro a R. L. Stevenson- por un procedimiento puramente langiano, es decir, por la puesta en escena del crimen: cuando Kitty, echada en la cama, comprende que Cris va a matarla, se cubre con el edredón -y desaparece del campo de la imagen-, entonces Lang corta a un plano sobre la espalda de Cris que se echa sobre ella y la apuñala: mata aquello que daba sentido a su mirada, a su deseo, a su ser de hombre y de artista. Por eso también su rostro desaparece. Y en adelante se convierte en una sombra, un fantasma, emanación de su propia culpa.   


En realidad, Lang emplea la atmósfera del cine negro -usa las formas visuales de su imaginario más que sus ingredientes argumentales, o sólo los usa de forma, por así decir, atravesada- para contar su propia trayectoria de cineasta, es decir, para contarse. Aunque Scarlet Street es una película de 1945, cuenta una historia que ocurre en 1934, justo el año en que Lang comienza su carrera en Hollywood, una historia que se vertebra en torno a un pintor que realiza su obra a escondidas pero que acaba conociéndose a través de una autoría interpuesta y cuando los cuadros ven la luz se desencadena la tragedia, la identidad misma del pintor se desmorona. Toda una metáfora de la experiencia americana de Lang. Pero podemos ir más atrás: la cualidad espectral que germina en Scarlet Street nos remonta al romanticismo alemán y a la cultura centroeuropea -y más concretamente, vienesa- en la que creció y se formó el cineasta. Y su filmografía se nos aparece poblada de espectros.

Fritz Lang, Joan Bennett y Walter Wanger

Pero hay más. Es imposible no percibir en Scarlet Street la corriente tortuosa -y oscura- que unía a Fritz Lang y a Joan Bennett. El cineasta, la actriz y su marido el productor Walter Wanger fundaron la Diana Productions, una compañía con la que produjeron Scarlet Street y Secreto tras la puerta (1947). Fritz Lang ya había dirigido a Joan Bennett en Man Hunt (1941) y en La mujer del cuadro (1944). 


Amigos y colaboradores del cineasta contaron cómo saltaba a la vista que estaba enamorado de la actriz, cómo la contemplaba fascinado mientras yacía en la cama y cómo preparó hasta el mínimo detalle cada plano de Joan Bennett en Scarlet Street, cuando Edward G. Robinson, arrodillado, le pinta las uñas de los pies, o cuando filmó el asesinato como si fuera una brutal escena de cama.

Fritz Lang pregara un plano con Joan Bennett


En 1952, cuando la Diana Productions ya se había extinguido, como las relaciones entre sus fundadores, Wanger disparó sobre el agente de Joan Bennett porque sospechaba que tenían un lío; el agente se llamaba, mira por dónde, Jennings Lang, y no sólo eso, trabajaba en la oficina de Sam Jaffe, el agente de Fritz Lang. Una historia real que parece una prolongación de la materia ficcional de La mujer del cuadro o de Scarlet Street.  

 

Si cualquier ficción cinematográfica -como decía Godard- puede verse como un documental de su rodaje, si en cualquier película que merezca ese nombre lo que vemos en la pantalla conserva la huella viva de lo que se experimentó tras la cámara,  cómo no ver también Scarlet Street como el documental de la relación entre Fritz Lang y Joan Bennett, entre el cineasta y la actriz, entre el artista y la modelo.

 Fritz Lang y Joan Bennett 
en el rodaje de Scarlet Street

5 comentarios:

  1. Qué gran análisis de una de mis películas favoritas... haces que me guste aún más y que tenga más ganas de volver a ella un día de estos. Gracias.

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  2. Pues yo que recuerde no la he visto.
    ¡qué ganas de verla me han entrado!, me encanta Edward G. Robinson, a ver si la encuentro.
    Buenas noches Daniel

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  3. Yo no la he visto y ahora me han entrado muchísimas ganas de verla, a ver donde la consigo. Me encantó la Mujer del Cuadro y me he quedado atrapada en la última foto de esta entrada y en los paralesismos de Lang con Renoir, sobre todo en esa frase "Para Renoir, el personaje es una máscara. Para Lang, el personaje es un culpable"

    Gracias Daniel. Muchos besos.

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  4. Yo sí que las había visto, pero hasta hoy no lo he sabido.
    Un abrazo.

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  5. El sábado por la noche, tarde, pillamos en Telemadrid, Luz que agoniza. En el programa de Garci. Maravilla. Nos tragamos hasta el bastante infame coloquio posterior.
    El domingo, intencionadamente, rescatamos de nuestra modesta videoteca vimos Scarlet Street -¿Quién le ha puesto Perversidad?-. En fin. Estupenda.
    Nada, que anduviste por aquí.
    Abrazo.

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