9/3/10

La chica que se enamoró de una película


En 1945 Ingrid Bergman para el público americano era más que una actriz. Era una mujer a la que adorar. Una santa. No sólo había sido Ilsa Lundt, la chica de Casablanca, era la hermana Benedict en Las campanas de Santa María, la película que Michael Corleone (Al Pacino) ha ido a ver con Kay (Diane Keaton) cuando se entera de que atentaron contra su padre en El Padrino. En la vida real, Ingrid Bergman estaba casada con un dentista y tenía una hija. Y no era ninguna santa. Propendía a enamorarse de los directores y de los compañeros de reparto. Y en 1945, cuando era el modelo de feminidad norteamericana y una de las más deslumbrantes estrellas de Hollywood, vivía una apasionada aventura con Robert Capa, el creador de la agencia Magnum y una leyenda de la fotografía.

Robert Capa

Lo conoció en junio, en París. Capa había fotografiado algunos de los episodios de la guerra civil española y de la 2ª guerra mundial. Algunas de sus fotos forman parte del imaginario del siglo XX, como las del desembarco de Normandía, o las de la liberación de París adonde llegó con la Nueve, la compañía de los republicanos españoles.




Capa invitó a la Bergman a una modesta cena, pasearon junto al Sena, le habló del arte de la fotografía, le hizo unas fotos. E Ingrid se enamoró. Si no hubiera conocido a Robert Capa, probablemente la historia del cine no sería tal como la conocemos y nos hubiéramos perdido algunas películas decisivas que amojonan su modernidad. Porque ése era el motivo por el que ayer os quería hablar de Ingrid Bergman, pero tenía que hablaros primero de Encadenados. Como hoy, antes de nada, debía traer a colación a Capa. Ya veréis por qué. Además, tampoco me hacían falta muchas razones, bastaba una: a mis trece o catorce años estuve enamorado de Ingrid Bergman, ya lo conté aquí, en la primera entrada de esta escuela, por algo sería. Amores así no se olvidan. En fin, creo que le debía esta carta en correspondencia a las que ella me escribía desde Stromboli, Casablanca, Río de Janeiro o Nápoles.

Ingrid Bergman posa
para Robert Capa



Ingrid Bergman por Robert Capa

Cuando el 22 de octubre de 1945 empezó el rodaje de Encadenados Ingrid Bergman estaba enamorada de Capa y Hitchcock seguía enamorado de Ingrid Bergman. Así fueron las cosas. Es sabido que el cineasta se enamoraba de sus rubias -Grace Kelly, Vera Miles, Tippi Hedren-, pero lo de Ingrid Bergman fue algo especial, llegaron a ser amigos íntimos y esa amistad duró toda la vida. Entiéndase, quizá no llegaron a tener relaciones sexuales, quizá sí, pero basta ver a Ingrid Bergman hablando sobre Hitchcock cuando el American Film Institute le concedió al director en 1979 el premio a toda su carrera para comprender cuánto amor había entre ellos. Pero tampoco hacía falta, basta ver Encadenados para percibir la corriente amorosa entre Hitchcock e Ingrid Bergman, eso sí, por persona interpuesta. Porque Encadenados no sólo cuenta una gran historia de amor, sino que es una historia de amor entre un cineasta y una actriz. Por eso hablamos de ella.

Ingrid Bergman por Robert Capa

Hitchcock era el confidente de Ingrid Bergman y ella le contó la aventura que vivía con Robert Capa. Por aquellas fechas, como casi siempre, el fotógrafo andaba mal de dinero y la actriz habló con el director para que pudiera cubrir el rodaje para Life. Así que en el set de Encadenados quedó trazada una telaraña de deseos -la de Hitchcok por la actriz, la de la pantalla y la de la actriz por Capa- que quizá contribuyó a la intensidad que aflora en la película. Pero Ingrid Bergman no sólo le contaba a Hitchcock sus aventuras amorosas -que él escucharía encantado, con una mezcla de celos, humor y devoción-, sino también sus anhelos como actriz, sus deseos de hacer otras películas, otro tipo de cine.

Encadenados era un primer paso en esa dirección, aunque ella no se diera cuenta, aún. El cineasta le contó a Truffaut que la película había sido pensada como una historia de amor, por eso Ben Hecht, el guionista, no entendía que Hitchcock insistiera tanto en el Macguffin de la botella rellena de uranio, si lo que importaba es que se trataba de una historia de amor. Pero era una historia de amor -"la nuestra es una historia de amor muy rara", dice Ingrid Bergman en un momento de la película- un tanto retorcida, incluso siniestra, o sea, hitchcockiana: un hombre obliga a la mujer que ama a irse a la cama con otro por deber profesional. Alicia (Ingrid Bergman) y Devlin (Cary Grant), un agente secreto que la prepara con vistas a infiltrarse en una red de nazis refugiados en Brasil, se enamoran, pero ella debe casarse con Alexander Sebastian (Claude Rains), uno de los nazis, para descubrir lo que traman. Pero no hay que tener demasiada imaginación para ver en esa trama los hilos que se trenzaban a este lado de la cámara.


Foto de Robert Capa
durante el rodaje de Encadenados

Para empezar, hay quien asegura que Hitchcock reescribió personalmente los diálogos de Encadenados, porque la película era una forma de exorcizar sus propios fantasmas, de sublimar en la pantalla lo que no podía haber vivido de, por así decir, en carne propia. Y así las frases transfiguraban desde aspectos más superficiales de Ingrid Bergman cuando su personaje dice que odia cocinar hasta experiencias profundas sobre el deseo y sus máscaras. Porque Encadenados es una película sobre la interpretación, sobre actuar, sobre fingir ser otro. Y, como tantas veces, las máscaras pueden ser -y de hecho son- un espejo. Devlin y Sebastian pueden verse -¿habrá otra forma?- como dos caras (máscaras) del propio Hitchcock ante Ingrid Bergman: es un Devlin emocionalmente acorazado que se protege tras el muro del deber, que debe esconder el amor que siente por Alicia porque teme dejar su corazón a la intemperie, aunque vive atenazado por los celos y el silencio; y es un Sebastian entregado desde siempre y francamente al amor que siente por Alicia aunque sabe que hay otros más apuestos y hasta es capaz de perdonarle los celos que le provoca.


Un triángulo con todas las letras:
Alfred Hitchcock, Ingrid Bergman
y el guión de Encadenados

Cuando escuchamos aquel diálogo de Alicia con Devlin de noche en la terraza, cómo no percibir una clave dolorosamente íntima que Cary Grant e Ingrid Bergman trasmiten con soberana y contenida elocuencia que sólo dos maestros en el arte de la interpretación. Veamos, recordemos: Devlin le informa de la misión, nosotros sabemos que intentó disuadir a los jefes con el argumento de que Alicia no está preparada para algo tan peligroso y sabemos que están enamorados, dos secuencias antes hemos asistido a ese travelling sublime que los llevaba desde la terraza hasta la puerta mientras ellos, abrazados, incapaces de separarse, se besaban, se acariciaban, mientras hablaban de lo que iban a cenar (como en la penúltima escena cuando Devlin lleva abrazada a una Alicia moribunda y hablan de la misión);


pero ahora la misión, la trama, ha quebrado la frágil burbuja amorosa en la que se habían instalado, y Alicia implora que Devlin le diga, al menos, que ha hablado en su favor, que ella no es la misma (desde que se ha enamorado), que ya no es la mujer apropiada para la misión, que no podrá seducir a Sebastian; y Devlin calla, por miedo, por celos retrospectivos, por sentido del deber, escuchemos...

(Devlin apoyado en el balcón de la terraza y Alicia sentada a la mesa, de espaldas a él. Se alternan primeros planos de uno y otra.)

Devlin.- Pensé que dependía de ti si querías abandonar.

Alicia.- Les habrás dicho que le tendría comiendo en mi mano en unas semanas, que siempre he sido buena en eso.

Devlin.- No he dicho nada.

Alicia.- ¿Ni una palabra por la chica enferma de amor que dejaste hace una hora?

Devlin.- Te lo he dicho. Es el trabajo.

(Plano frontal de ambos.)

Alicia.- No te amargues, Dev. Estoy esperando que el hombre de mis sueños haya dicho algo... Algo como... "¿Cómo se atreven a sugerir que Alicia Huberman, la nueva señorita Huberman, sea enviada a un destino tan cruel?"

(Alicia se levanta y se acerca a Devlin, que enciende un cigarrillo, y se queda a su lado.)

Devlin.- No tiene gracia.

Alicia.- ¿Quieres que lo haga?

Devlin.- Responde por ti misma.

Alicia.- Te lo pregunto a ti.

Devlin.- Depende de ti.

Alicia.- Ni mu.

(Alicia se vuelve hacia Devlin. Corte a primer plano de ella.)

Alicia.- Cariño, dime a mí lo que no les has dicho a ellos. Que crees que soy buena y que te quiero y que no volveré a cambiar.

(Primer plano de Devlin.)

Devlin.- Espero tu respuesta.

(Plano medio de los dos, ella se vuelve y la seguimos en travelling hacia la derecha mientras se separa de él y le da la espalda.)

Alicia.- Cómo eres. Nunca me crees, ¿verdad? Ni una palabra...

Bueno, y seguimos el travelling con ella que abandona la terraza, suspirando el nombre de Devlin, entra en el apartamento, cada vez más lejos de él. Y sólo dos secuencias antes habíamos presenciado ese mismo movimiento de cámara y ellos estaban unidos y se comían a besos.



Por eso resulta tan difícil contar lo que una escena -el cine- dice, porque la forma en que está rodada traduce un desgarro que sólo la mirada es capaz de atrapar, un desgarro que sentimos nosotros mismos porque la conjugación de los cuerpos, los rostros, las palabras, los movimientos y los planos cobra vida y significado en nuestra imaginación, digamos que somos nosotros quienes ponemos el desgarro, por eso Cary Grant e Ingrid Bergman se pueden permitir aprisionar las emociones en las máscaras, porque bastan gestos leves y breves, inflexiones de voz y las miradas para que se nos ponga un nudo en la garganta; porque no es sólo esta escena, es esta escena sobre la memoria de otra anterior que ya estaba haciendo su trabajo dentro de nosotros. Porque Encadenados se estructura en torno a media docena de acordes que se repiten a lo largo de la película con variaciones de intensidad, tono y timbre, de tal forma que cada momento incorpora en el presente la música del pasado. De hecho basta coger las seis últimas escenas y hacerlas corresponder en orden inverso con las seis primeras: la última con la primera, la penúltima con la segunda, y así sucesivamente para comprobar hasta qué punto las correspondencias temáticas y las rimas visuales dotan a la película de una inagotable riqueza de significados.

Cary Grant, Ingrid Bergman y Alfred Hitchcock
en el rodaje de
Encadenados

La primera vez que Devlin aparece en pantalla lo vemos de espaldas, nos oculta su rostro. Un travelling, aprovechando los movimientos de Alicia que sirve copas a sus invitados, nos acerca poco a poco hasta él. Vemos lo que él ve, a Alicia flirteando con él, seduciéndolo. Pero su rostro nos es negado. Hasta que en la escena siguiente se queda a solas con ella. Pero aún así, lo que muestra es una máscara. Está fingiendo. Aún no ha mostrado sus cartas. Y cuando un par de escenas después las ponga boca arriba, tampoco nos revelará quién es Devlin. Y este juego de máscaras durará toda la película. No es casual -cómo podía serlo si se trata de una película de Hitchcock- que el beso más apasionado de Alicia y Devlin sea un beso que se dan para fingir cuando Sebastian los descubre al salir de la bodega y así disimular que andaban buscando las botellas rellenas de uranio, el Macguffin de la película.


Sólo en la penúltima escena, cuando arranca casi literalmente de la muerte a Alicia, entonces, aun conservando su máscara impasible, es el Devlin que al fin ha sido bendecido por la gracia del amor, es el Devlin que ya no tiene que fingir con Alicia y, si sigue llevando la máscara, es porque sigue siendo un agente secreto, está rodeado de nazis y quiere salvarla. Es decir, desde el primer momento la película, o sea, la puesta en escena, revela ya lo que aún no conocemos y asienta en la memoria un saber -inconsciente, si se quiere, secreto- que germinará en el momento preciso con ayuda de las rimas y de las correspondencias. Como en la escena que precede al momento en que Alicia revela que Sebastián quiere casarse con ella, vemos a Devlin, una vez más de espaldas, porque poco antes se le ha roto el corazón en la escena del hipódromo cuando Alicia le asegura que ha conquistado a Sebastian.



Los fingimientos tienen un precio que debemos esconder. Y las heridas son visibles en los cortes (de montaje), como al comienzo de la escena de la terraza ya comentada, cuando Devlin llega tenso tras la reunión con sus jefes y le cuesta contarle a Alicia -que está deseando cenar con él y celebrar que se han enamorado- en qué va a consistir la misión, y ella trata de soltarle la lengua y lo abraza -ambos reunidos en plano medio- y le dice: "Te lo pondré fácil. Es el momento de decirme que tienes mujer y dos adorables niños y que esta locura entre los dos no puede continuar". Y Devlin, dolido, deshace el abrazo, pero aún están juntos y le suelta: "Supongo que has oído esa frase bastante a menudo". Entonces Hitchcock corta a un primer plano de Alicia que lo siente como lo que es, un golpe bajo. O ese momento en que ella se siente morir porque Devlin se marcha, tras comprobar que sus jefes ven con buenos ojos que Alicia se case con Sebastian, por el bien de la misión; una panorámica acompaña el movimiento de salida de Devlin y se queda con el rostro de Alicia en primer plano, aguardando una palabra que no llega, entonces encadena lentamente y el plano de ella se funde con el siguiente, interponiéndose entre Sebastian y su madre que le reprocha la decisión de casarse con Alicia.


Un plano que tiene su correspondencia con aquél en que Alicia yace en la cama y su rostro aparece cercado por los rostros de Sebastian y su madre que la están envenenando. Relaciones de simetría para traducir las amenazas: primero, era Alicia quien amenazaba a los Sebastian; después son los Sebastian quienes amenazan a Alicia. Geometría de las emociones. Pura puesta en escena, pura puesta en montaje, pura puesta en pantalla. Puro cine.



Y claro, ha salido la madre, cómo no iba a salir la madre si hablamos de una película de Hitchcock. La madre de Psicosis, la de Marnie, la ladrona, la de Los pájaros. La de Encadenados, la magnífica Leopoldine Konstantin, que ama a su hijo sobre todas las cosas, que se alegra cuando Sebastian descubre que Alicia, su mujer, espía para los americanos, porque ahora tendrá que confiar solo en ella, en su madre, cómo disfruta del poder recobrado, cómo coge el paquete de tabaco de la mesilla y empieza a fumar un cigarrillo, tomando la vida de su hijo, otra vez, en sus manos, y empieza a tramar la muerte de Alicia. Pocas veces se ha contemplado en la pantalla ese instante en que planear un asesinato se conjuga como un acto de amor, de madre. Sobra decir que Hitchcock sabía de lo que hablaba y que cada madre era su madre, o mejor, que su madre era todas las madres de sus películas. Y deviene especialmente significativo en Encadenados la forma en que vemos -y conocemos- a la madre de Sebastian. Primero, porque se articula con un plano subjetivo de Alicia, y una espía, como le han indicado, es, sobre todo, ojos y oídos; y así, desde el primer momento, en la película se pone en escena la mirada de Alicia, seduciendo a Devlin, descubriendo que no es quien dice ser, contemplándolo a través de la resaca mientras le da órdenes, como lo contemplará en la penúltima secuencia a través de la nebulosa provocada por el veneno y los somníferos, como descubrirá que Sebastian y su madre la están envenenando. Pero sobre todo porque contemplamos a través de la mirada de Alicia a la madre de Sebastian mientras ésta desciende la escalera de la mansión, uno de los ejes vertebrales de la película.


Las miradas de los personajes son la herramienta primordial a través de la cual Hitchcock gestiona nuestra propia mirada de espectadores. Al igual que Devlin manipula la mirada de Alicia cuando ella despierta con resaca, así Hitchcock dirige la nuestra en la sala oscura. Ford nos da a ver, Hitchcock nos obliga a ver; Ford nos permite -y aun nos invita- a vagar con la mirada por el encuadre, Hitchcock nos disciplina a ver lo que debemos ver, o sea, lo que a él le interesa, o mejor, construye los planos y sus relaciones para que nuestra mente arme el puzle de las imágenes que nos permite ver; Ford comparte el tiempo con nosotros, Hitchcock siempre tiene un cronómetro en la mano y secuencia el tiempo, lo construye según le interese. A veces contrae el tiempo, como en la escena de la fiesta, a medida que van disminuyendo las botellas de champán, que son el reloj dramático del asunto articulado, por la mirada de Devlin y Alicia -y la nuestra- porque se juegan -nos jugamos- mucho. O lo dilata en la penúltima escena, en ese lentísimo descenso de las escaleras de Devlin llevando abrazada a Alicia, con Sebastian y su madre, mientras los nazis aguardan en el vestíbulo ajedrezado. O lo contrae, cuando Alicia roba la llave de la bodega, pero Sebastian, que aun no sospecha nada, le coge las manos y ella, para evitar que la descubra, se abraza a él con desesperación y Sebastian cree que es un abrazo verdadero. O lo dilata en la escena siguiente, es la fiesta, la cámara está en lo alto de la escalera, plano general, abajo Sebastian y Alicia, en traje de noche, reciben a los invitados, y nosotros queremos saber dónde tiene la llave, entonces la cámara desciende en un solemne movimiento de grúa y termina en un plano detalle: en la mano de Alicia que apresa la llave y que, con los nervios, debe estar sudada. Tiempo y mirada, mirada y tiempo: la alquimia del suspense.



Hoy ha sido un día complicado, por muchas razones. Pero he vuelto a ver Encadenados. Y todos los nudos de la vida se deshacen ante una película tan maravillosa. Y lo que acabo de escribir apenas si es un soplo de todo lo que experimenté viéndola. Quería compartirlo con vosotros. Hacía quizá veinte años que no la veía. Fue estupendo esperar para verla, para que redimiera un día como el de hoy, también para Ángeles que también le hacía falta. Cuando se vuelve a ver Encadenados, como cualquiera de las películas de nuestra vida, es siempre, casi, como la primera vez. Pero no he olvidado, el motivo de este texto -un tributo a Ingrid Bergman- ni que os hablé de Robert Capa. Porque era Robert Capa quien le hablaba a Ingrid Bergman de otras películas, de otro cine. Porque -¿hace falta decirlo?- no hizo muchas películas como Encadenados. Nadie hace muchas películas como Encadenados. Y aun habiendo hecho Encadenados, Ingrid Bergman estaba harta de Hollywood y del papel que debía representar. Y Hitchcock sentía celos, porque le había rendido un tributo magistral y ella quería otra cosa. Y si por Hitchcock fuera trabajaría con Ingrid Bergman de por vida. Estoy exagerando. Pero sólo un poquito.

Ingrid Bergman y Robert Capa

Tras el estreno de Encadenados, Robert Capa seguía siendo el amante de Ingrid Bergman. Pero también el compañero. El mentor. Le aconsejaba qué libros leer, qué obras y películas ver, qué conciertos escuchar. Ingrid Bergman apenas había visto otros filmes que los producidos en Hollywood y Robert Capa la llevaba a los cines de arte y ensayo de Manhattan. Y un día le recomendó que viera especialmente una película. Era la primavera de 1946 e Ingrid Bergman compró una entrada en el World Theatre de la calle 42 Oeste. Ponían Roma, città aperta (1945) de Roberto Rossellini. Dos horas después, Ingrid Bergman salió conmocionada del cine, apenas podía hablar. Le pidió a Capa que le hablara del director. El fotógrafo habló y habló. Y al final Ingrid Bergman sólo atinó a preguntar: "¿Por qué no puede Roberto Rossellini venir a Hollywood y hacer una película como ésa con alguien como yo?". Sí, era una gran actriz, era la gran actriz de su tiempo, era un modelo para las americanas. Todos los directores de Hollywood querían trabajar con ella. Hitchcock la amaba. Pero aquella primavera de 1946, aquel día, tras haber visto Roma, città aperta, sólo era la chica que se enamoró de una película.


(Continuará.)

5 comentarios:

  1. ¿Y quién no se enamora de cualquier película cuando se presenta de esta manera ?hablas de los actores como Cary Grant e Ingrid Bergman, esos divos del cine, o de ciertas generaciones, de directores o fotógrafos como Robert Capa o Hitchcock, lo bien que enlazas las vidas con los guiones o las propias obras cinematográficas .Estas deseando volver a verlas
    Bueno, como siempre, gracias por poner un broche de oro en este mundo del cine.
    Un saludo.

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  2. Soy un devorador de películas, sobre todo de cine clásico, y tu blog lo he marcado entre los favoritos. Aquí hay mucha calidad. Felicidades y me tendrás de oyente (lector, sin matricular, que los tiempos no están para mas.
    Un abrazo

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  3. Eres una máquina de escribir. Bien, además. Con pasión, además. Se agradece.

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  4. Qué crónica, artículo, o lo que sea, más extraordinaria...

    Llego al final del texto, magnífico desde el principio, y me encuentro aquella peli en blanco y negro (Roma citta aperta) que me mantuvo clavado a la butaca.

    No sé quién eres, pero chapeau.

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  5. saludos

    interesante la historia, realmente me "enamoro" aquella actriz Ingrid Bergman una mujer muy hermosa.

    Gracias.

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