Más de una vez me referí aquí al hecho -documentado- de que muchas de las películas más memorables son, ni más ni menos, que un milagro. Ya os he relatado algunos, hoy me gustaría contaros otro. Me limitaré a la historia de un guión. Un guión casi perfecto. Casi, porque, por definición, un guión nunca puede ser perfecto, apenas es un texto combustible.
En el verano de 1944, Alfred Hitchcock se reunió con Ben Hecht para trabajar en el guión de su próxima película que iba a ser producida por David O. Selznick. Cuando Hecht y Hitchcock estaban desarrollando Recuerda (1944), la película anterior, comentaron la posibilidad de adaptar una novela de John Taintor Foote de cuyos derechos disponía Selznick, había sido publicada por entregas en el Saturday Evening Post en 1921 y se titulaba The Song of the Dragon. De esa novelucha conservaron poca cosa: la protagonista femenina, una especie de Mata-Hari inexperta a la que reclutan para fingir que se enamora de un espía alemán. Era una manera de que Selznick rentabilizara los derechos. En fin, una excusa. Sin embargo, Hitchcock había encontrado la (verdadera) inspiración para el proyecto en su entorno. Durante la 2ª guerra mundial, amigos del cineasta trabajaron para el Ministerio de Información británico y, más de una vez, a algunos espías aficionados les habían pedido que sedujeran a agentes alemanes. En la autobiografía que no llegó a publicar, Charles Bennett -guionista de varios filmes de Hitchcock, por ejemplo 39 escalones (1935)- contó que a él mismo, que estaba casado, le habían encomendado que cortejara a una mujer sospechosa de ser una agente doble y verificar su lealtad. Hay que ver, a algunos guionistas incluso le pasan cosas novelescas en la vida real, no se limitan a inventarlas, aunque quién sabe, ¿no? A lo que íbamos, el caso es que Hitchcock tenía muy a mano la idea que iba a desencadenar un proyecto que se convertirá en Notorious (1946) y que aquí se tituló Encadenados; es una de mis películas favoritas de Hitchcock, en los ochenta la vi tantas veces que llegué a saberla de memoria. Aun ahora, a poco que me esfuerce...
Aunque la guerra estaba en la fase final -ya se había producido el desembarco de Normandía-, a Hecht y a Hitchcock, como material narrativo, les interesaba qué iba a pasar con los nazis y sus simpatizantes en el futuro, qué iban a hacer los que huyeran, cuáles serían sus intenciones. Ese agosto, pergeñaron un tratamiento centrándose en la historia de unos científicos pro nazis que fuera de Alemania unían sus fuerzas para conquistar de nuevo el mundo. Hitchcock, y no andaba desencaminado, pensaba proponer Sudamérica como principal escenario de la acción. Y tanto él como Hecht trabajaron con la idea de que Ingrid Bergman -a la que ya había dirigido en Recuerda- y Cary Grant -al que ya había dirigido en Sospecha (1941)- fueran los protagonistas. En diciembre, Hecht y Hichcock desarrollaron los personajes principales. Por lo visto las reuniones de trabajo eran idílicas según contó Frank Nugent -que se convertirá en un guionista habitual de John Ford- en el New York Times: Ben Hecht andaba a grandes zancadas de un lado para otro y se dejaba caer en un sofá o en el suelo. Hitchcock, que se había sometido a una dieta y había rebajado el peso de ciento treinta quilos -los que aparenta en la foto que podéis ver más abajo- a noventa y dos, se sentaba en una silla de respaldo recto, con las manos cruzadas en torno al estómago. Y charlaban, desde las nueve de la mañana a las seis de la tarde. Luego Hecht se "fugaba" con su máquina de escribir dos o tres días. Y escribía. Parece ser que Hecht presumía de ser el guionista más rápido de la historia. En el fondo, y quizá ni siquiera en el fondo, pensaba que un guión no era algo tan importante como para dedicarle más tiempo del imprescindible. Luego uno le echa una ojeada a lo que escribió y bueno, es como para tirarse de los pelos. De envidia. Cito algunas de las películas: La ley del hampa (1927) de Sternberg, Scarface (1932) de Hawks, Una mujer para dos (1933) de Lubitsch, y con Charles McArthur escribió en 1928 The Front Page, una de las comedias más brillantes y adaptadas al cine -desde Luna nueva de Hawks a Primera plana de Wilder. Y pensar que en sus memorias apenas cuenta nada de sus innumerables trabajos en el cine.
Poco a poco la trama amorosa de la historia fue tomando forma y barajaron algunas soluciones para el Macguffin de la película, ese "hueso" que Hitchcock nos daba a roer a los espectadores para podernos contar lo que realmente le interesaba, una excusa argumental para envolver la verdadera historia de la película. Antes de Navidades, había pensado en que los nazis refugiados en Sudamérica estuvieran construyendo un arma secreta. Se tomaron un respiro en el guión para trabajar en algunos proyectos de la Oficina de Información sobre la Guerra de Estados Unidos en Whasington. Y aunque Hecht consideró aquellas jornadas con los políticos una pérdida de tiempo, Hitchcock encontró allí la idea para el Macguffin de Encadenados. Pero esa idea aún tardaría en definirse, en cobrar materialidad, en cuajar en un verdadero Macguffin: debe ser fácil de explicar, de concretar y aun de visualizar.
En enero de 1945, de vuelta en Hollywood, Hecht y Hitchcock tenían cincuenta páginas del guión y Selznick les señaló el 1 de febrero para una reunión. Selznick era, dicen, un buen editor de guiones y, tras leer el primer borrador de Encadenados, les criticó algunos giros argumentales demasiado precipitados y el tratamiento mediocre de algunos incidentes de la trama. Desde luego, tras leer Hitchcock & Selznick de Leonard Teff, no cabe duda de que sin el trabajo y la insistencia del productor, Encadenados no sería la película que conocemos. Cuando leí ese libro a principios de los noventa, fue la primera prueba -por escrito- de que existían productores con talento, con verdadero talento para editar guiones. Y vale la pena leerlo aunque sólo sea para comprobar que, quizá en extinción, pero esa especie tuvo existencia real sobre el planeta. Ahora bien, conviene advertir que Hecht y Hitchcock ya sabían que ese borrador era manifiestamente mejorable, llevaban años en el oficio como para saber que, en aquel sistema de trabajo, la escritura de un guión era una sucesión de reescrituras. En una carta de Hecht a su mujer a principios de 1945 le cuenta que la escritura del guión avanza a trompicones pero avanza. Ya se sabe: los guiones no se escriben, se reescriben. Pero a Selznick, presa de las anfetaminas, le encantaba dictar memos y anotar borradores. Y además era bueno.
Total, que tras los comentarios de Selznick, Hecht y Hitchcock siguieron trabajando cuatro meses. Solos. Y a partir de mayo empezaron a reunirse con regularidad y por las noches con Selznick. El productor los recibía a eso de las once de la noche, andaba de un lado para otro y se iba por las ramas hasta las tres de la mañana, entonces se centraba en el proyecto. En las cartas a su mujer, Hecht cuenta lo bien que cenaban él y Hitchcock en Romanoff's y cuánto disfrutaba de la compañía del director. Y también apreciaba las notas de Selznick -señal de que el productor, cuando se centraba, atinaba-: ese veinte por ciento extra de valiosas matizaciones, así definía el guionista las aportaciones del productor. O sea, que Selznick tenía su aquel. Y un aquel de Selznick, permítaseme la gracieta, ya era mucho, a las pruebas me remito. Pero por aquellas fechas el productor tenía otras preocupaciones en la cabeza, porque los costes de producción de Duelo al sol se habían disparado y más de una vez se le iba la pinza. Así que Hecht y Hitchcock a menudo decían que sí y seguían a su aire.
El punto crucial de la trama era la misión de Alicia, el personaje que encarna Ingrid Bergman, es decir, su objetivo. En Washington corrían rumores y algunos llegaron hasta Hitchcock: estaban preparando la bomba atómica. El director, pensando en voz alta con Hecht, comentó que el componente esencial de una bomba como ésa podría esconderse en la bodega de la mansión del espía alemán. En la primavera de 1945, Hitchcock y Hecht visitaron al Dr. Robert A. Millikan -premio Nobel de Física en 1923- que trabajaba en el Instituto de Tecnología en Pasadena.
En cuanto le empezaron a hacer preguntas, el físico empezó a echarse las manos a la cabeza y a advertirles del peligro que representaban esas preguntas sobre secretos de alto nivel. Cabe imaginar lo bien que se lo debieron pasar el guionista y el director. Más aún cuando el productor y su equipo de documentación consideraban la idea inverosímil, al fin y al cabo nadie había oído hablar de un arma de destrucción masiva fabricada con uranio. En fin, Selznick dudaba, temía que semejante Macguffin -una botella de vino llena de uranio- desconcertara a los espectadores. Y además empezaba a considerar que el guión de Encadenados le estaba saliendo carísimo. Pero esas dudas le depararon más tiempo a Hecht y a Hitchcock para pulir el guión.
Entonces, como Hitchcock insistía en la dichosa botella rellena de uranio, Selznick amenazó con venderle el proyecto a Hal Wallis (el productor de, por ejemplo, Casablanca). Hitchcock e Ingrid Bergman, compinchados, se mostraron encantados. Selznick se sintió herido en su orgullo y le ofreció Encadenados a Wallis, que llevaba años intentando que Hitchcock trabajara en la Warner. Pero Wallis rechazó el proyecto, ¿adivináis por qué? Exacto, por la botella de marras. ¿Y quién duda de que Selznick y Wallis eran grandísimos productores? Pues se cegaron con el Macguffin y no vieron que sólo era... un Macguffin, una insignificancia -que, eso sí, no se puede decidir al buen tuntún-, pero una insignificancia al fin y al cabo si pensamos que Encadenados es, por encima de cualquier otra visión, una de las grandes historias de amor de Hitchcock, junto con Vértigo.
En junio de 1945, David O. Selznick aparcó Encadenados y entre sus planes estaba poner a un guionista a reescribir el guión y ofrecerle el proyecto a otros estudios. Dicen que Hitchcock ni se inmutó. Cuesta creerlo, pero eso dicen. Que ni pestañeó. Por lo visto no tenía ninguna prisa y además según las últimas enmiendas a su contrato, Selznick tenía que pagarle el sueldo aunque estuviera de brazos cruzados. Y Hitchcock tampoco se iba a quedar mano sobre mano. A mediados de junio se fue a Londres para dirigir una película sobre los campos de exterminio nazis, a partir de la documentación sistemática que iban a proporcionar el ejército y documentalistas que seguían a los aliados en Alemania y Centroeuropa. Según Peter Tanner, el montador de la película, Hitchcoch dio instrucciones a los directores de fotografía que visitaron los campos para que filmaran planos largos, para evitar la sospecha de "montaje", para que nadie pudiera decir que las imágenes estaban trucadas, o sea, que eran planos montados para conseguir un efecto cinematográfico. Hitchcock, uno de los más grandes constructores y montadores fílmicos se afanaba ahora en no construir, en no montar, en preservar el espacio y el tiempo "reales" en las tomas para certificar la verdad documental de las imágenes. Rodaron en once campos de concentración, -Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Matthausen, entre ellos- y debió ser un suplicio montar aquel material. Era una película tan dura que los mandos militares ordenaron archivarla, quedó inacabada y duraba 55'. No se "desenterró" hasta 1984. Creo que fue a principios de los 90 cuando aquí la programó algún canal de televisión. Recuerdo habérsela mostrado a los alumnos de la EIS en las clases de historia del cine y les costaba soportarla, y eso que había trascurrido medio siglo. Eso sí, la función educativa que debía cumplir en su momento se perdió para siempre.
A finales de julio de 1945, Hitchcock regresó a Hollywood y se encontró con que Selznick le había vendido Encadenados a la RKO y William Dozier, un productor amable y poco dado a entrometerse acabó pagando ochocientos mil dólares por un proyecto que incluía el guión, a Ingrid Bergman y a Hitchcock, y un 50% de los beneficios netos para Selznick. Ni un pelo de tonto. Eso sí, Dozier estipuló una revisión final del guión para cerrar el acuerdo y Hitchcock aceptó, pero se negó en redondo a la última pretensión de Selznick: que Joseph Cotten sustituyera a Cary Grant. Hasta ahí podíamos llegar. Y cuando se firmó el acuerdo, el 9 de agosto, EEUU había lanzado ya las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y ya era de dominio público el tema del uranio. Ya nadie ponía objeciones al Macguffin de Hitchcock.
La RKO fijó el rodaje de Encadenados para finales del otoño y contrataron a Clifford Odets, un dramaturgo del Group Theatre para hacer la revisión final del guión durante los meses de septiembre y octubre a partir de unas mínimas recomendaciones de Hitchcock. Pero al director no le gustó el resultado, y una vez que Odets cobrara su sueldo y abandonara el proyecto, Ben Hecht volvió a trabajar en el guión de Encadenados, y no era fácil ni habitual que un guionista tan cotizado y requerido se preocupara tanto por el desarrollo de una película.
Tras la última reescritura de Hecht, el guión fue revisado por la censura y Hitchcock tuvo que reunirse con los funcionarios del Código de Producción templando gaitas, y se revisaron frases del guión para complacerlos. Pero en el guión los censores no podían ver cómo Hitchcock plantaría la cámara para acariciar y abrazar a los amantes con una intensidad desconocida hasta entonces en el cine americano. Como si hiciera el amor con ellos. Y para eso a Hitchcok le bastaba mostrar apenas nada. Sólo necesitaba construir y montar los pedazos para que el espectador armara la escena completa en su cabeza. Pero todo estuvo a punto de echarse perder por una maldita botella, el árbol del señor Macguffin que no dejaba ver el bosque donde se perdía Alicia. O sea, Ingrid Bergman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario