A media tarde nos dimos una caminata hasta el Cabo Falcoeiro para emerger, al ritmo de los pasos, de la beatitud postprandial inducida por unos gnocchi deliciosos que cocinó Ángeles, acompañados por una ensalada de bresaola, pecorino y rucola, que fue volver a Roma por unas horas. Por el camino nos cruzamos con tres jovencitas cogidas del brazo y detrás tres chicos a una distancia de respeto. Y fue como si por unos segundos nos extraviáramos, esta vez en el tiempo, y volviéramos a los años cincuenta o sesenta. Quizá todo fuera un efecto de lo que nos daba vueltas en la cabeza; a Ángeles los rosales de Alejandría que tanto le gustan como aquél que descubrió en el atrio de la iglesia de una aldea abandonada desde hace cuarenta años en el Courel, y a mí la película que volví a ver esta madrugada.
La noche pasada me quedé viendo Por amor a las películas, un documental -es un decir- sobre la crítica de cine americana: Andrew Sarris, Pauline Kael, Vincent Canby... Pero apenas alguna mención a Jonas Mekas, James Agee o Manny Farber. El programa -no encuentro una forma mejor de definir aquella hora y media- daba cuenta del crepúsculo de la crítica o más bien del fin del aura del crítico, y se nutría de declaraciones de unos y otros sobre otros y unos. Apenas se nos presentaba una muestra de los textos que convirtieron a Sarris, Kael o Canby en una referencia crítica. Porque eso es lo que hacían, escribir de cine. Como decía Sarris, descubría lo que una película había significado para él mientras escribía la crítica. No es extraño, al fin y al cabo escribir es descubrir. Pero se ve que los tiempos no están siquiera para que escuchemos un texto y apreciar cómo nos da a ver una película; dicho de otra forma, son malos tiempos para descubrir aquellos textos de Agee, Farber o Mekas como el ejercicio de un arte de amar el cine, y eso que el asunto se titulaba Por amor a las películas. Pensando en estas cosas inútiles me serví un café y dejé puesto el canal.
Entonces empezó Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah, una de las películas de las que se había hablado en el programa anterior, se ve que la cosa estaba estudiada. Y me quedé a verla mientras Ángeles actualizaba su fichero de rosas. Hacía muchos años que no veía Grupo salvaje. Pero comprobé que la recordaba casi escena por escena. Esa película se me quedó grabada desde la primera vez y, al acabar de verla, caí en la cuenta de que Sam Peckinpah no había venido por esta escuela y eso que fue un cineasta muy importante para mí durante los 70 y hasta mediados de los 80. Justamente desde Grupo salvaje.
Debía tener unos quince años cuando vi Grupo salvaje y me impresionó, bueno, impresionar quizá sea decir poco, salí del cine conmocionado y no encontré palabras para hablar con uno mismo -hablaba mucho solo- de lo que había visto hasta un par de horas después, sólo conseguía deambular mientras volvía una y otra vez a aquellas imágenes brutales y hermosas, violentas y tristes, líricas y trágicas. No me fue difícil ponerla en relación con Los profesionales (1966) de Richard Brooks o con Bonny and Clyde (1967) de Arthur Penn que había visto uno o dos años antes; por aquel tiempo las películas llegaban a provincias con retraso. Pero Grupo salvaje me llegó más hondo. Aprendí lecciones inolvidables con ella. Y no sólo de cine. De cuando en vez me veo a mí mismo repitiendo una de las réplicas memorables de Ernest Borgnine -No importa que hayas dado tu palabra, lo que importa es a quien se la das- para explicarme o para explicarle a alguien por qué debe romper un compromiso. Y además Peckinpah me caía bien, esa mezcla de ternura y pasión obsesiva, y ese resurgir de las cenizas después de cada fracaso. Y mejor me cayó cuando leí esto en una entrevista que tiene mucho que ver con la réplica de Borgnine: Para mí sólo hay una regla moral en la vida: ¡Ser fiel a la palabra dada! Excepto al productor. Frente al productor mi moral se convierte en saber mentir, engañar y robar. A esos productores que cortaron veinte minutos de Grupo salvaje -tardé veinte años en ver una versión más o menos fiel al montaje original de Peckinpah, como el de esta madrugada- y masacraron Mayor Dundee (1964). Con el tiempo entendí que los westerns de Peckinpah nacían de Centauros del desierto (1956) de John Ford y eran precursores de Sin perdón (1992) de Clint Eastwood.
Pero los personajes de Peckinpah tienen una cualidad especial: viven extraviados en un tiempo que no es el suyo, saben que las reglas del juego han cambiado y que tienen los días contados. Y por eso sólo tienen un lugar seguro al que volver, entre otras cosas porque ese lugar ya no existe, ya lo han perdido: quieren volver a la infancia (como le cuenta don José a Pike en Aguasverdes). Porque es el único lugar que conservan en la memoria. Pero a ese hogar que germina en los posos de la melancolía sólo pueden volver con la cabeza alta, deben ganarse a pulso la redención, por tantos crímenes, por tantas traiciones, por tanta violencia. Por eso Grupo salvaje transita por una topografía moral y sus personajes deambulan hasta que encuentran una bella razón para inmolarse. Porque, más que perdedores, los Pike, Dutch y compañía son hombres perdidos en el tiempo y sólo pueden encontrarse en la memoria de una infancia más perdida aún. Por eso hay tantos niños en Grupo salvaje, testigos del extravío de los héroes, de la violencia, aprendices de la crueldad, porque no hay lugar para la inocencia en este mundo. Peckinpah filma sus westerns en plena guerra de Vietnam. Hay una correspondencia entre la violencia real y la violencia hecha cine de sus filmes. Pero sobre todo hay un discurso sobre la violencia en la mirada del cineasta que la caligrafía mediante travellings, zooms y cámara lenta.
A mediados de los sesenta, Peckinpah tenía problemas para encontrar trabajo y conoció a Kenneth Hyman, el jefe de Seven Arts, en el festival de Cannes de 1965, donde éste había presentado La colina de Sidney Lumet. Al año siguiente, Seven Arts se fusionó con la Warner mientras Hyman dejaba la compañía para producir Los doce del patíbulo de Robert Aldrich, pero vuelve en 1967 y lo nombran vicepresidente a cargo de la producción. Una feliz coincidencia. Hyman contrata a Peckinpah para reescribir un guión con el compromiso de que, si lo aceptan, le permitirían dirigir la película. Pero Peckinpah, llegado el momento, le envió a Hyman, además, un guión titulado Grupo salvaje para que le echara un vistazo. Ese guión se basaba en una historia de Roy Sickner, un especialista y viejo amigo del cineasta. A partir de ella había escrito un guión Walon Green y Peckinpah lo reescribió para enviárselo a Hyman. El estudio eligió producir Grupo salvaje en lugar del proyecto que le habían encargado a Peckinpah. Otra feliz coincidencia.
Cualquier guión que esté ya escrito [o sea, en su 'versión definitiva'], sostiene Peckinpah, cambia al menos un treinta por ciento desde que empieza la preproducción: un diez por ciento para ajustarlo a las localizaciones que encuentras, un diez por ciento por las ideas que tienes cuando ensayas con los actores y otro diez por ciento durante el montaje final. Puede cambiar más que eso, pero rara vez cambia menos. A finales de marzo de 1968, Peckinpah marchó a Méjico para escoger el resto del reparto y para supervisar los últimos detalles de la producción. Un día, en Coyoacán, en la casa de su amigo el cineasta Emilio (el Indio) Fernández, que había conocido durante el rodaje de Mayor Dundee y que iba a interpretar al general Mapache en Grupo salvaje, hablando del guión, le comentó que cuando leyó la primera escena -la llegada del grupo a la ciudad de Starbuck- le recordó cuando era niño y cogían un escorpión y lo tirában en un hormiguero. Y Peckinpah no lo pensó dos veces, llamó al productor para que consiguiera hormigas y escorpiones, e incluyó la escena en el guión 'definitivo'.
Vista hace cuarenta años, o la madrugada pasada, en Grupo salvaje impresiona el majestuoso reparto: William Holden, Warren Oates, Ben Johnson, Robert Ryan, Ernest Borgnine... Parece ser que la primera elección de Peckinpah para Pike era Lee Marvin y también hubiera estado glorioso, no hay duda, pero Holden está magnífico. Con esos rostros, qué otro western iba a rodar Peckinpah sino uno crepuscular. Además eran los westerns que sabía (y quería) hacer, como Duelo en la alta sierra (1962), su primer largometraje, los que transmitían su propia experiencia vital, películas de tipos derrotados de antemano, es decir, trágicos, profesionales de la muerte, el desamparo y el destiempo, y que no tienen nada que perder. Si no se parte de la experiencia, la escritura es una mierda, decía Peckinpah. Pues eso.
Cómo olvidar a William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates y Ben Johnson caminando hacia la muerte, al comienzo de la escena del clímax, de una lucidez tan trágica que sobrecoge, asumiendo el destino de quienes no tienen lugar en el mundo, perdidos en el tiempo, sabedores de que sólo esa inmolación podrá redimirlos. Es uno de los grandes momentos del cine de los últimos cincuenta años. Recordaba muy bien la relación amorosa entre Ernest Borgnine y William Holden que tanto me había turbado a mis quince años y que culmina en el final de la escena de clímax con sus cuerpos ensangrentados yaciendo juntos. No recordaba, sin embargo, un quiebro genial que Peckinpah introdujo durante el rodaje de esa escena: cuando Pike mata a Mapache después de que éste degüelle a Ángel, de pronto toda la acción queda suspendida, la tensión se comprime en el silencio contenido, antes de que estalle y se expanda en todo su paroxismo.
Pero mi escena favorita es la de la despedida en el pueblo de Aguasverdes mientras suena La golondrina. Toda la melancolía que desprende Grupo salvaje cuaja en esos acordes de la música enhebrando travellings de retroceso y travellings subjetivos que destilan un sentimiento de pérdida con visos de elegía. Como si se tratara de un cortejo de fantasmas. Almas errantes en las frontera del mundo de los vivos y de los muertos.
Me encanta este análisis de la psicología de los personajes de esta película. Aún recuerdo cuando, de crío, vi un fragmento de la escena final en un reportaje de la televisión. Y eso que lo vi encajonado en una pantalla mínima y en blanco y negro. Pero me dejó estupefacto y con unas ganas locas de ver toda aquella película. Jamás había visto algo así, tan sucio, desgarrador, violento... Cuando, tiempo después, conseguí ver la película, ya en una buena pantalla y en color, se convirtió de inmediato en una de mis favoritas. Y no sólo por esa escena final, sino precisamente por lo que dices, por esa extraña melancolía que destilan sus personajes, por ese retrato de la amistad y la desesperación, tan fuera del tiempo.
ResponderEliminarAcabo de comprarla en bluray... y no tardaré mucho en volver a ella.
Consigues que tras leer tus reseñas vea las películas (que casi siempre he visto hace años)desde otra visión, siempre compruebo que se me han escapado miles de detalles interesantes.
ResponderEliminarSi no recuerdo mal, hace unos años El País publicó una buena colección de cine y creo que está este título, volveré a ver la película muy gustosamente
Es un placer leerte Daniel
Buen lunes
Magnífico este blog tan cuidado. Veo que para ti el cine no llegó por accidente, sino para paladear el misterio que se oculta tras cada imagen cinematográfica. Un sabroso placer, que transmiten tus entradas.
ResponderEliminarTe vengo leyendo desde hace tiempo gracias a Made.
Tal vez te interese este blog: http://cine-cubano-la-pupila-insomne.nireblog.com/
Un saludo.
http://www.youtube.com/watch?v=GjqkHULSOtw&feature=related
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