En julio de 1984 hicimos nuestro primer viaje a París. Una mañana visitamos el cementerio de Montparnasse. Buscábamos la tumba de Julio Cortázar que había muerto unos meses antes. Nuestro hijo -tenía entonces tres años- correteaba entre las tumbas mientras nosotros nos íbamos parando en algunas -la de Baudelaire, César Vallejo o Samuel Beckett- que nos íbamos encontrando. Andábamos tan ensimismados que perdimos de vista a nuestro hijo, entonces escuchamos su voz, nos llamaba; no se había perdido, si acaso nosotros, había encontrado una tumba que quizá nos interesaba ver. Le había llamado la atención porque la lápida estaba cubierta por un collage de fotogramas de películas. Era la tumba de Henri Langlois, y muy cerca encontramos la de Jean Seberg. ¿Y qué tiene que ver Henri Langlois con U samogo sinego morya que nos convoca hoy? En realidad, no os lo preguntáis, ya lo suponéis: con toda probabilidad no estaríamos hablando de la película de Boris Barnet si no fuera porque Henri Langlois programó sus películas en la Cinemateca Francesa a principios de los años cincuenta, lo consideraba el gran poeta del cine ruso.
Henri Langlois
Boris Barnet fue alumno del Laboratorio de Lev Kuleshov, una sección de la Escuela de Cine de Moscú, y participó como actor en la película de su maestro Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924), producida en el Laboratorio. Barnet dirigió su primera película en 1927, una comedia muda titulada La chica de la sombrerera. Su filmografía se desarrolla a lo largo de cuarenta años amojonados por veintiún largometrajes. Algunas de sus películas tuvieron éxito de público, pero Barnet nunca gozó de prestigio como cineasta ni en su país ni fuera de él. Si tenemos en cuenta que praestigium significaba engaño, nos alegramos etimológicamente. En 1965, Barnet se ahorcó con un hilo de pescar. Tenía 63 años, se sentía abandonado por el público, y lo que es peor, estaba convencido de haber perdido la capacidad de hacer buenas películas.
Boris Barnet
Quizá Barnet nunca llegó a saber que Henri Langlois hizo cuanto estuvo en su mano por dar a conocer su obra. Quizá tampoco que Rivette y Godard lo admiraban. Desde luego no supo que Serge Daney habló de U samogo sinego morya hasta el último día, porque, más que de escribir de esa alquimia de humor, calidez y humanidad, sobre Al borde del mar azul dan ganas de hablar. Y tampoco que Bénard da Costa la consideraba la más transparente y secreta de las películas, y que escribió de ella con fervor en Os filmes da minha vida. Y que seguimos hablando de Al borde del mar azul.
Mientras se rodaba Al borde del mar azul, estaba a punto de desencadenarse el gran terror estalinista que se llevó por delante a Osip Mandelstam, Isaak Babel o Vsévolod Meyerhold entre tantísimos. Y basta imaginarlo para comprender por qué nos referimos a la película de Barnet como un milagro, porque no puede imaginarse nada menos estalinista que Al borde del mar azul pero, al mismo tiempo, el contexto permite -o exige- verla como un documental de una utopía que no tuvo su lugar en esta tierra, sólo en el mundo (onírico) del cine, o sea, en el mejor de los mundos. ¿En qué otro mundo los camaradas comprenderían que un hombre enamorado se ausentara del trabajo para comprarle un collar a su amada y aun se apiadaran de él? ¿En qué otro mundo los impulsos del deseo tendrían prioridad sobre las obligaciones laborales? ¿En qué otro mundo lo íntimo podría conjugarse sin trabas con lo comunal?
Dos náufragos, Aliosha y Yussuf, van a parar a una isla del sur del Mar Caspio, y se encuentran en una explotación pesquera colectivizada -talmente un matriarcado- llamada "Luces del comunismo", los documentos que acreditan su identidad se han borrado, son hombres sin pasado, pero no importa, porque a ellos les basta que la primera persona que les pone los ojos encima sea Mashenka, encarnada por una Yelena Kuzmina -rubísima, humidísima y azulísima, en palabras de Bénard da Costa-, de la que se enamoran perdidamente, mientras ella les canta una canción que habla de gaviotas, de días claros y pasiones oscuras. El triángulo se complica porque, además de compañeros de naufragio, Aliosha y Yussuf son amigos, compañeros del alma. Y ahí tenemos la clave dramática de Al borde del mar azul que prefigura tanto Una mujer para dos de Lubitsch como Jules et Jim de Truffaut o Lola de Demy. Porque la película de Barnet se mueve entre la comedia y el melodrama, el cine musical y el slapstick, pero resulta inclasificable.
Atrapados en las redes del amor, Aliosha y Yussuf se vuelven inocentes como niños, como si Mashenka los devolviera a una infancia donde se desdibujan las fronteras entre el mundo real y el mundo de los sueños. Y amando a Mashenka quieren seguir siendo amigos. Como los niños, no quieren renunciar a nada. Por eso se animan mutuamente en el pesquero atrapado en la tormenta. Masha te quiere a ti, dice Yussuf. No, te quiere a ti, dice Aliosha. Yussuf se deja convencer por su amigo y, manteniendo el equilibrio en los vaivenes del barco, imagina su boda con Masha, el cortejo nupcial... Y se entrega tanto al ensueño que no se da cuenta de que Aliosha apenas puede soportar imaginarse a la chica casada con otro, aunque sea Yussuf, y golpea con los puños el camastro, como patalea un niño al verse privado de su objeto de deseo.
Un golpe de mar se lleva a Mashenka. Cuando todos se rinden y consideran que es inútil seguir buscándola, Aliosha y Yussuf perseveran, hasta que no pueden más y yacen en la arena rendidos. Y parece como si el mar se apiadara de ellos y les devolviera a Mashenka cuando las olas la llevan hasta la playa; una resurrección que no constituye el clímax de la película sino apenas el final del segundo acto. Entonces asistimos a la escena que le gustaba tantísimo a Serge Daney -y no es de extrañar- y no se cansaba de evocarla: ¿Te acuerdas cuando los los amigos llegan con Mashenka al local donde todos los camaradas lloran y ella no entiende por qué y pregunta quién murió? Y entonces los tres empiezan a bailar, tanta es la alegría de estar vivos que no les cabe dentro y todo el pueblo se une al baile para celebrar el regreso de Mashenka y la felicidad recobrada de los amigos.
¿Te acuerdas cuando el mar llena la pantalla?, recordaba Daney. Porque lo que salta a la vista, al oído, y aun al tacto y al olfato, es la presencia del mar, la sensualidad de las olas, el abrazo telúrico que une a seres y elementos con ese magnetismo del deseo que nos remite a L'Atalante de Jean Vigo. En Al borde del mar azul, escribía Bénard da Costa, las presencias parecen emerger de un sustrato mítico, como si Aliosha y Yussuf fueran náufragos eternos y Mashenka el espíritu de la isla. Barnet consigue plasmar los elementos en toda su fisicidad y al tiempo transfigurarlos, devolviéndonos con la película a la experiencia de los orígenes del cine. Como en un sueño del que cuesta despertar. Por eso necesitamos confirmar que no sólo hemos soñado Al borde del mar azul. ¿Te acuerdas cuando..?
Tomo nota y se lo digo a mi hija porque yo no me aclaro mucho.
ResponderEliminarFeliz semana santa pareja
Deliciosa película. Es más fácil apreciarlas en su justa medida después de leer tus textos. El argumento es de opereta, pero hay imágenes de una enorme poesía. Me quedo con la escena del camarote en balanceo que me parece un prodigio de técnica al compás del ir y venir de los afectos de los protagonistas.
ResponderEliminarLástima de los subtítulos mal sincronizados, pero como dices, se puede disfrutar igualmente de la película.
Me alegro de haber colaborado de algún modo a que vieras la película para escribir después esta magnífica entrada.
Un abrazo.