3/9/10

El misterio de la belleza perdida

Acabo de ver Amanecer una vez más. Cuando la veo, una de dos, o me subleva o me consuela. Me subleva que hayamos aprendido tan poco de Murnau. Me consuela su belleza intacta, la huella perdurable de los poderes del cine. Me subleva cómo se malbarata cada día la herencia de Murnau. Me consuela la esperanza, porque el arte es lo que renace de aquello que ha ardido, aunque la luz de aquel Amanecer a veces parece apagarse. Me subleva el olvido de Murnau. Me consuela conservar aquí, por precario que sea este refugio, la memoria de Amanecer al abrigo del tiempo.

Tras ver los copiones de Amanecer en 1927, John Ford creía que era la mejor película que se había hecho y que pasarían por lo menos diez años para que se hiciera una película mejor. Pues bien, se equivocó. Pasaron más de ochenta y nadie puede decir que se haya hecho una película mejor que la de Murnau. Podríamos discutir aquéllas que puedan compartir con Amanecer el retablo del altar mayor del cine.


Murnau murió en Hollywood el 11 de marzo de 1931. Tenía 42 años. Había nacido en Bielefeld (Alemania) el mismo día que el cine sólo que siete años antes, el 28 de diciembre de 1888, el día de los inocentes. Toda una premonición. Su madre se llamaba Otilia, como la mía. Empezó a dirigir en 1919, en la alborada del gran cine alemán de los años veinte que contribuyó a crear con cineastas como Fritz Lang, guionistas como Carl Mayer, directores de fotografía como Karl Freund o directores artísticos como Rochus Gliese. Rodó 21 películas, de las que sólo se conservan 12 y algunos fragmentos de Satanás (1920).


En el verano de 1921 rodó Nosferatu (1922), una adaptación del Drácula de Bram Stoker que le había encargado Prana Film una productora creada por el pintor Albin Grau -figurinista, decorador y autor de los carteles originales de la película- y un grupo de amigos aficionados al ocultismo y miembros de una logia esotérica de Berlín, y que fue presentada como la primera película ocultista.

Como no pagaron los derechos de la novela, la viuda del novelista le puso un pleito a la productora y el fallo del juez fue terminante: el negativo y las copias de Nosferatu debían ser destruidos. Los dioses lares del cine le fueron propicios a Murnau y alguna copia se salvó de la masacre.


Aún recuerdo la emoción con que Víctor Erice nos hablaba de algunas escenas de Nosferatu, en su boca aquel intertítulo -Cuando cruzaron el puente, las sombras acudieron a su encuentro- representaban casi un retrato íntimo y uno advertía en El espíritu de la colmena el eco de los latidos del cine de Murnau, hasta el punto en que Erice devenía su heredero en esta tierra, uno de los contados cineastas que hace honor en cada película a la herencia de Amanecer y en cuya obra -una filmografía tan breve como esencial- renace el arte que arde en el cine de Murnau.


Pero fue El último (1924) -con guión de Carl Mayer y dirección de fotografía de Karl Freund- la película que deslumbró a los directivos de los estudios de Hollywood cuando la vieron en Nueva York, y la que llevó a William Fox a contratar a Murnau y darle carta blanca para rodar en América "una película europea" en la que aplicara y desarrollara la nueva concepción del cine que anidaba en aquella película que ninguno de los magnates comprendía cómo se había hecho, y además no tenía intertítulos: El último era una película puramente visual con la partitura de Giuseppe Becce.

Karl Freund, en la cámara, Murnau
y Emil Jannings en el rodaje de El último

Una concepción puramente visual desde el guión de Carl Mayer que describía con detalle los movimientos de cámara y la acción, un texto combustible que inspiró una nueva concepción del espacio y el tiempo cinematográficos a través de la cámara -liberada, desencadenada- de Karl Freund que volaba colgada de un puente deslizante o la llevaba él mismo en una bicicleta a través del vestíbulo del hotel o bajaba con ella en un ascensor o se la ataba al pecho con unas correas.

Karl Freund, con la cámara sujeta al pecho,
en el rodaje de El último

Diríase que la cámara no sólo penetraba en los decorados o acompañaba al protagonista, sino que penetraba en el alma del portero del hotel degradado. El espectador no sólo veía la acción, sino que vivía el espacio fílmico en el curso del tiempo, y la cámara devenía un instrumento de revelación de lo invisible a través de lo visible; más que una herramienta óptica, un detector de los movimientos del alma.

La última película que rueda en Alemania es el Fausto, que tanto le gusta a nuestro hijo y a la que Eric Rohmer le dedicó una tesis doctoral, La organización del espacio en el "Fausto" de Murnau. Era un proyecto soñado por Murnau, una película pictórica o una suerte de pintura en movimiento, donde cada encuadre remitía a obras de Böcklin, Rembrandt, Munch o Friedrich. El Fausto fue un regalo para Murnau, ya que, en principio, era una película que Erich Pommer, el patrón de la UFA, había destinado a otro director. Se rodó a lo largo de seis meses y se distribuyó con gran éxito en EEUU. Así como suena, con gran éxito. Si contemplamos el actual estado de las cosas, no es de extrañar que Godard en sus Histoire(s) du cinéma, hable del cine en términos elegíacos y, cuando evoca películas como la de Murnau, trae a la memoria la rosa amarilla de Dante en el Paraíso, la cifra frágil de la resistencia del arte frente al olvido de la promesa del cine.


En junio de 1926, tras acabar el rodaje de Fausto, Murnau embarca hacia Nueva York. Va camino de Hollywood para rodar Sunrise, su primera película americana. Carl Mayer escribió el guión -con muy pocos intertítulos- sin moverse de Alemania, Rochus Gliese construyó los decorados del pueblo junto al lago, la plaza de la ciudad y el Luna Park mediante falsas pespectivas, y hubo que diseñar los artilugios necesarios para llevar a cabo movimientos de cámara más complejos aún que los desplegados en El último, como el movimiento de cámara por la ribera del lago acompañando al protagonista (George O'Brien), bajo el peso de la culpa, hacia los brazos de la mujer de la ciudad (Margaret Livingstone) que pasa las vacaciones de verano en la aldea;



o los travellings siguiendo al protagonista y su mujer (Janet Gaynor) en medio del torbellino de tráfico de la ciudad.


William Fox apremió -aunque no creo que hiciera falta- a los directores que tenía bajo contrato -John Ford (un heredero con mayúsculas del cine de Murnau), Frank Borzage o Howard Hawks- para que estuvieran presentes en el rodaje de Amanecer y aprendieran las nuevas técnicas europeas. Cosas veredes. Nada más acabar el rodaje, Frank Borzage rodó El séptimo cielo y John Ford Cuatro hijos, ambas en 1927, en los mismos decorados y aprovechando las mismas instalaciones de Rochus Gliese.





Si se considera que el cine es un arte narrativo o la materialización audiovisual de una dramaturgia, Amanecer puede verse como una obra estimable, incluso como una gran película, pero si entendemos el cine como un arte plástico entonces no podemos ver Amanecer sino como una obra admirable o, dicho con palabras de Bénard da Costa, el filme más bello del mundo. O si pensamos que el cine es un arte del montaje o, dicho con palabras de Godard, si el cine significa ver dos veces, Amanecer es el cine, nuestra escuela de los domingos.


Amanecer es un poema amoroso en el que transitamos un itinerario amojonado por la culpa, la expiación y la redención, y en el curso del viaje el hombre y la mujer vuelven a descubrir el amor y a descubrirse, un amor amenazado por una vamp -o serpiente en el paraíso-, que tienta a su amante con la promesa de la ciudad -un nuevo mundo, otro mundo- si se libra de su mujer ahogándola en el lago. Una tentación que acompaña el intertítulo correspondiente a la frase de Margaret Livingstone -las palabras mismas se ahogan en el lago- y que persigue a Geoge O'Brien hasta el hogar familiar, reviviendo mediante una bellísima sobreimpresión.


Un poema amoroso conjugado en términos de conflictos plásticos: entre la luz y la sombra, entre la noche y el día -la mujer lunar y la mujer solar-, entre ritmos de tensión y calma, ruido y silencio, movimiento y quietud. Por eso, Murnau concibe Amanecer como un juego de correspondencias, donde las mismas escenas, gracias a la planificación, los movimientos de cámara y la puesta en pantalla -como instrumentos de un juego de contrastes de valores plásticos- cobran para nosotros un nuevo significado. Porque, por así decir, Murnau nos las mostró dos veces. Dicho de otra forma, el significado de una escena cuaja sobre la reminiscencia de una escena anterior muy parecida y del choque entre ambas surge la escena fílmica -el fragmento de Amanecer- que cobra vida en el cine interior de cada espectador.


El matrimonio -George O'Brien y Janet Gaynor- llega a la ciudad, cada uno ensimismado en sus sentimientos -ella, miedo; él, culpa- y están a punto de ser atropellados; cuando ya se han reconciliado, vuelven a cruzar la calle y otra vez están a punto de ser atropellados, porque ahora caminan ensimismados el uno en el otro. Un sentimiento, esta vez de felicidad, reforzado porque, mientras los seguimos con el travelling, de pronto la ciudad desaparece y nos encontramos en un paisaje idílico en el campo, un plano especialmente significativo porque nos trae a la memoria otro plano simétrico en el que George O'Brien y Margaret Livingston veían aparecer la ciudad de una forma similar. La ciudad como promesa de felicidad / El campo como promesa de felicidad.


Cuando el matrimonio coge el tranvía de vuelta a la aldea, la escena cobra significado sobre el recuerdo de la vez anterior, cuando ella cogió el tranvía huyendo de su marido al comprobar que la quería asesinar, en un bello movimiento de cámara que une el bosque con el tranvía que entra en campo de forma sorprendente y anuncia (la promesa de) la ciudad. Y, claro, no podemos dejar de mencionar el viaje en barca cruzando el lago de regreso a casa, simétrica con la escena en que ella descubrió las intenciones de su marido, ahora la gavilla de juncos que él había preparado para salvarse significará la salvación de su mujer cuando se desate la tormenta. Vale la pena subrayar que la tormenta meteorológica rima con la tormenta interior que vivía George O'Brien cuando quería matar a su mujer.


Uno de los más bellos momentos de Amanecer, tantas veces citado -o plagiado-, es aquél en que George O'Brien y Janet Gaynor entran en la iglesia donde se va a celebrar una boda y la escena transita entre la expiación y el perdón para convertirse en su propia boda y en el pórtico de un mutuo redescubrimiento, de tal forma que a nosotros, espectadores, nos es dado asistir al enamoramiento de la pareja como si fuera la primera vez y acompañarlos a la luna de miel -en el Luna Park- que, quizá, nunca tuvieron. Porque Amanecer -iluminada por los directores de fotografía Charles Rosher y Karl Struss- es también la película sobre un milagro, algo que sólo está al alcance de los poetas. Y Murnau era un poeta del cine.


El idilio entre Hollywood y Murnau se acabó con Amanecer. La película representó un éxito de crítica y público, pero no fue un gran negocio debido a los costes de producción. Aún hizo dos películas más para la Fox. Los cuatro diablos (1928) se ha perdido, era una película sobre el mundo del circo que le apetecía mucho a Murnau, y por las críticas podemos imaginar que se trataba de una gran película; y El pan nuestro de cada día, que acabó titulándose City Girl (1929), fue remontada por el estudio inluyendo escenas que no había rodado Murnau. El cineasta acabó asqueado del sistema de producción de Hollywood y montó con Robert Flaherty una productora independiente con la que hicieron Tabú (1931). Murnau murió unos días antes del estreno.


Hermann Broch en La muerte de Virgilio evoca la agonía del poeta con el anhelo del retorno al país natal, a un mundo donde nada era mudo para los mudos ojos de un niño y en el que todo era una nueva creación. Cuando Murnau muere, el cine, en palabras de Godard, es un arte en estado de infancia, con todas las posibilidades ante sí, y contemplar las películas de Murnau representa el tiempo recobrado de una belleza perdida, la inocencia del cine, ni un oficio ni una técnica, un misterio.

2 comentarios:

  1. Llevo dos meses viendo películas de Fritz Lang, Murnau, Wiene, Stroheim... y estoy escribiendo una entrada sobre cine mudo.

    Después de leer tu magnífico artículo he de pensar si la publico o mejor coloco tu enlace. Me haces recordar aquello de "zapatero a tus zapatos".

    Un abrazo.

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  2. No dejo de aprender algo interesante cada vez que leo una de tus entradas, Daniel.
    Y me fustigo por mis "faltas2 en el arte cinematográfico.

    Ya he puesto "Amanecer" en un puesto destacado de mi lista de películas pendientes.

    Gracias -otra vez- por lo que nos enseñas.

    Un abrazo.
    Elías

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