A las diez y media de la mañana Ángeles llegó a Cabeza de Boi, la aldea de su padre. Hoy es día de vendimia, el trabajo de la tierra que más le gusta, mientras no pueda cuidar de sus propias rosas. Empiezan en A Lomba y cortan los últimos racimos de uvas albariñas en A Braña a la hora del crepúsculo que, desde esa misma leira, pueden contemplar en la ría de Arousa. Me he quedado en casa a trabajar en otras viñas y a estas horas contemplo el mismo ocaso al otro lado de la misma ría, mientras el rojo de las dornas vira a bermellón y la piel del mar cobra visos cárdenos. Y recuerdo otros crepúsculos.
Como aquel último día del año 1982, al borde de una carretera que atraviesa las Alpujarras. Nuestro hijo no había cumplido los dos años y Ángeles le iba dando trozos de una manzana, cuando en el silencio tembloroso de aquella hora fría del tramonto empezaron a sonar las esquilas en la quebrada. Al poco, apareció un rebaño de cabras conducido por un niño que aún no había cumplido los diez años. El rebaño y su pastor se detuvieron al otro lado de la carretera. Las cabras ramoneaban donde podían y el pastor nos miraba. Bueno, miraba a nuestro hijo. Dani dejó de comer, miró a Ángeles y luego al niño, entonces metió la mano en la bolsa, cogió otra manzana, cruzó la carretera desierta y se la dio al pastor. El niño ya se disponía a morderla pero se detuvo a tiempo para darle las gracias a Dani. Grasia. Y la palabra misma se estremeció de tan sonora en tantas soledades. Pasamos el fin de año en Ronda y tomamos las uvas en un pub que abrió a medianoche. Sólo estábamos nosotros, la pareja de llevaba el local y un soldado que estaba haciendo la mili en un cuartel cercano, y que también estaba solo. Sin embargo, recuerdo aquel fin de año como una experiencia plena, donde la soledad y la compañía significaban -y aún significan- algo hondo. O jondo. En las primeras horas del primer día de 1983, en aquella pensión de Ronda donde dormíamos, empecé a leer las Cartas a un joven poeta de Rilke.
Por Rilke habíamos ido a Ronda y allí me pedía el cuerpo empezar ese epistolario -diez cartas, apenas setenta páginas- que he releído no pocas veces, la última este verano. Si entendemos la escritura como una experiencia -y cómo podría entenderse si no-, creo que no hay experiencia de la escritura como la que destilan esas cartas. Me llevó casi treinta años empezar a entender algo de la realidad misteriosa que Rilke va tanteando con una delicadeza y audacia inauditas. Aquella noche ni siquiera pude acabar de leer la primera de las cartas -datada un 17 de febrero de 1903 en París- y que yo leía casi ochenta años después en su ciudad revelada en sueños- con el corazón en un puño: la mayor parte de los hechos son indecibles, se cumplen en un ámbito que nunca ha hollado una palabra. ¿Se puede leer impunemente semejante advertencia? ¿Cómo podía el escritor -que yo quería ser- salir ileso de las páginas de aquel libro? Y aun más, ¿como podría sobrevivir el poeta -que yo pretendía ser (por malo que fuera)- a aquellas primeras líneas de aquella primera carta?
Examine ese fundamento que usted llama escribir: ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de la noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso. (...) Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y ama y pierde. (...) Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo que no es bastante poeta para conjurar sus riquezas: pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente.
Qué tiene entonces de extraño que me llevara desde aquella noche de Ronda enfrentarme a cada una de las Cartas a un joven poeta. Encontré en el maestro un guía a través de esas páginas, y en los últimos años, a menudo, íbamos a parar a ellas en nuestras conversaciones. Ahora que el maestro no está sigo hablando con él, solo -como también le gustaba- y no sólo de noche. Y sólo ahora que no está empiezo a sentir lo que Rilke escribía en su última carta -el 12 de agosto de 1904 desde Borgeby Gard en Suecia- a propósito de la tristeza, o mejor, de la experiencia de la tristeza:
Si nos fuera posible mirar más allá de lo que alcanza nuestro saber, incluso pasando un poco sobre las avanzadas de nuestro presentimiento, quizá soportaríamos entonces nuestras tristezas con mayor confianza que nuestro gozo. Pues ellas son los momentos en que ha entrado algo nuevo en nosotros, algo desconocido; nuestros sentires enmudecen en tímido cohibimiento, todo lo que hay en nosotros retrocede, surge un silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se yergue en medio y calla.
Sólo ahora, solo, pero hablando con el maestro -y con la memoria de sus palabras- puedo en algunos momentos dejar que la tristeza haga su trabajo y vivirla y que no sea en vano, que nada, ni siquiera la tristeza se pierda:
No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orientamos nuestra vida solamente según ese principio que nos aconseja que nos mantengamos siempre en lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece todavía como lo más extraño, se hará lo más familiar y fiel nuestro. ¿Cómo habríamos de poder olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Que todo lo espantoso, en su más profunda base, es lo inerme, lo que reclama nuestro auxilio.
Quizá tenga razón Marina Tsvietáieva cuando dijo que gracias a Rilke nuestro tiempo de horror nos será perdonado. Quizá la redención del tiempo nuestro se conjura desde aquellos primeros versos de la primera elegía del Duino donde nos advierte que lo bello no es sino el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar. Rilke sólo comprendía la revolución como una lucha contra los abusos que permitiera restaurar la más honda tradición. Por eso le gustaba cultivar rosas, porque le conmovía su extraño destino: hunden sus raíces en la tierra, se alimentan de la carne de los muertos y se nutren de los misteriosos sueños del más allá. Dejó escrito su epitafio: Rosas, ¡oh, pura contradicción!/ sueño de nadie, bajo tantos párpados.
Me has hecho recordar una nochebuena de hace muchos, muchísimos años, bastante parecida a ese fin de año vuestro.
ResponderEliminarEs una de las mejores nochebuenas que recuerdo.
Y me has puesto en bandeja los deseos de releer el libro de Rilke una vez más.
Maravillosa entrada Daniel.
Dale un beso a Angeles
Buenas noches
Me he quedado sin palabras. Vamos, que no sé qué decir pero al tiempo siento la necesidad de hacerlo.
ResponderEliminarSobre la inspiración que nombras -que nombró- en cada una de las cosas que nos suceden, que vemos, que sentimos ("... no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente"). Sobre la tristeza, a la que tenemos que unirnos como dicen que deberíamos hacer con el dolor físico: simplemente dejándonos llevar como en un oleaje. No eternizándola, ni recreándonos en ella, solo sintiéndola sin oponerle resistencia, para que deje de ser tan monstruosa, para que se empequeñezca poco a poco hasta llegar a ser solo nostalgia, pero de esa bonita, de esa que no duele, de la que nos gusta a nosotros. La que nos hace ser conscientes de nuestra capacidad de sentir y notar que estamos vivos.
Un abrazo.
Me ha gustado tu blog, y escribes bien, ha sido un placer leerte.
ResponderEliminarCreo que no soy nada original en cuanto a leer con un cabo de lápiz en la mano. He rescatado de mis anaqueles -lejas decimos en Murcia- mi edición de 1985 de Alianza de "Cartas a un joven poeta". Entre mis subrayados, leo: "Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes".
ResponderEliminarQué buenos maestros te gastas.
Un abrazo.
Aquí también se dice lejas, Thorton :) aunque no se porque se suele aplicar a los muebles de baño.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la nochevieja que cuentas, y la figura del soldado solo, y el "grasia" del pastor y...y, bueno, creo que Thorton tiene razón y te gastas muy buenos maestros, pero creo también que eres el alumno del que a ellos les gustaría presumir. Un abrazo, Daniel, otro para Ángeles que cultiva rosas :)
Demasiado, Daniel. Demasiado melancólico y precioso.
ResponderEliminarInternet es un ámbito increíble. Pero estas joyas hay que guardarlas en otra parte. No las pierdas, no las olvides, por favor.
Un abrazo.
No se sale ileso de aquí...
ResponderEliminarPara que repetir lo que han dicho todos.
ResponderEliminarNo me siento abandonado, todo lo contrario, cuando tardas en aparecer respiro, me da tiempo a hacer deberes atrasados (que son muchos).
Vi “Rió de sombras”, me gusto ese tenebrismo “Ley Seca”. Me pierdo cosas por el idioma.
La libertad, aunque sea un instante, es viajar en moto por una carretera solitaria, ya lleves detrás a un niño o al mismísimo Einstein.
Daniel, un abrazo.
Y muchas gracias por tu comentario Iceberg.
Esta maravillosa Escuela de los Domingos es un lujo que no nos merecemos y si nos lo merecemos no me lo explico.
ResponderEliminarDaniel, un millón de gracias.
Me ha encantado tu blog. Os dejo el link de mi opinión sobre Cartas a un joven poeta. Mi punto de vista....
ResponderEliminarY cómo no, entras a formar parte de mis blogs recomendados.
Un placer,
http://rimelporlibro.blogspot.com/2012/02/cartas-un-joven-poeta-rainer-maria.html