16/9/10

La gravedad y la gracia

No penséis que os tengo abandonados ni que esta escuela me pesa. Sólo que no puedo venir tantas veces como quisiera, un rato todos los días para volver leve siquiera una hora. Pero hay temporadas que, si pasas buena parte del día pegado al portátil trabajando, se consume el fuego y, por mucho que uno sople, no consigue avivar las cenizas que devuelvan aquí levedad por gravedad. Así que ayer aproveché una tregua laboral de un par de horas después de comer y recurrí a The Band Wagon de Vincente Minnelli, una película de 1953 que por estos pagos titularon, vete a saber por qué, Melodías de Broadway 1955. Como quien echa mano de un elixir para elevarse unos cuantos centímetros por encima del suelo, o de la realidad, y redimir la gravedad por obra de la gracia. Del cine. Musical, para más señas.


Si Hollywood fue -¿es?-, como lo definió Ilya Ehrenburg, la fábrica de sueños, creo que los mejores musicales son los sueños -de Hollywood- por excelencia. Lo confieso, hubo dos géneros que tardaron décadas en conquistarme: las películas de dibujos animados y los musicales. Con excepciones. Pongamos por caso Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) y Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). Sería prolijo desgranar los reparos, manías o cuestiones de lenguaje -cinematográfico- que me separaban de algunas obras maravillosas. Pero en estos últimos diez años han caído todos los muros y se han evaporados todas las resistencias que me impedían disfrutarlas. Ya he dado alguna prueba aquí respecto a las películas de animación. Sobre los musicales baste decir que han llegado a derretirme películas como Dinero caído del cielo (Herbert Ross, 1981) quizá el último gran musical producido en Hollywood, pero también una película como Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), donde los diálogos no se dicen sino que se cantan. En fin, que he rendido mis últimas posiciones.


Elegí ver The Band Wagon porque lleva dentro mi escena de baile favorita de toda la historia del cine, Dancing in the Dark, también era la favorita de Cyd Charisse -su protagonista con Fred Astaire-, la actriz que mejor haya bailado en una pantalla, y ambos quizá la mejor pareja de cine musical. Tanto me gusta que me cuesta resistir la tentación de parar la película, retroceder y ver esa escena una y otra vez. Es lo que hice por la noche.


Bueno, también volví a ver Girl Hunt, una secuencia escrita por el propio Minnelli, porque a esas alturas del rodaje los guionistas -el matrimonio formado por Betty Comden y Adolph Green- estaban de vuelta en Nueva York, un ballet inspirado en las novelas -pulp- de Mickey Spillane


que el cineasta tramó con humor para integrar algunos motivos musicales de Howard Dietz y Arthur Schwartz, adaptados por Roger Edens y coreografiados por Michael Kidd, y en el curso del ballet Cyd Charisse se va metamorfoseando de rubia en morena al compás de la investigación del detective Rod Riley encarnado por Fred Astaire: Era malvada, era peligrosa. No confiaba en ella ni para ir hasta la esquina... Pero era mi tipo.


Si Cantando bajo la lluvia, es una película sobre el cine -y más concretamente sobre la transición del cine mudo al sonoro-, The Band Wagon se adentra en el montaje de un musical de Broadway. Ambas películas fueron producidas por Arthur Freed, que dirigía la división de musicales de la MGM, y escritas por Betty Comden y Adolph Green que, en ambos casos apañaron los guiones a partir de un repertorio de canciones previo; en Cantando bajo la lluvia partieron de canciones del propio Arthur Freed y Nacio Herb Brown, y en The Band Wagon enhebraron temas de los años 30 de Dietz y Schwartz, autores del musical del mismo título estrenado en Broadway en 1931, protagonizado por Fred Astaire y su hermana Adele, pero escribieron That's Entertaiment expresamente para la película y se convirtió en un verdadero himno del mundo del espectáculo: Todo lo que sucede en la vida/ puede suceder en un escenario./ Puedes hacerles reir,/ puedes hacerles llorar./ Todo puede funcionar./ El payaso al que se le caen los pantalones/ o el baile que es un sueño romántico/... Eso es espectáculo.


En su autobiografía -Recuerdo muy bien-, Minnelli asegura que discutió cada línea del guión con Betty Comden y Adolph Green, que escribieron adaptándose a los decorados y al casting a medida que se iban definiendo, así incorporaron muchos detalles de su propia experiencia en Broadway -Oscar Levant y Nanette Fabray encarnan a un matrimonio de escritores, trasuntos de los propios guionistas- y en el personaje de Toby Hunter tomaban cuerpo rasgos de la trayectoria del propio Fred Astaire que lo interpretaba, como su preocupación porque Cyd Charisse fuera -que lo era- demasiado alta para él. Podría hablarse de una cierta continuidad -documental- entre el mundo de Broadway y su representación en The Band Wagon, y una cierta contigüidad entre el mundo filmado y el mundo vivido tras la cámara, sin olvidar aquello de que "el espectáculo debe continuar". Porque la producción de la película, como el propio Fausto en clave musical que intentan montar los personajes de The Band Wagon, no fue un camino de rosas.


La proverbial inseguridad y la pulsión perfeccionista de Fred Astaire, la insoportable actitud cobarde y cruel de Oscar Levant que siempre culpaba a Nanette Fabray de sus propios errores en las tomas, la soledad de Cyd Charisse apenas confortada por su propia maestría y la devoción profesional de Minnelli, los problemas dentales que laceraban al elegante y encantador Jack Buchanan, el primor con que se entregaban a la creación el cineasta y sus colaboradores, en particular Oliver Smith al que Minnelli encargó de supervisar la "teatralidad" de la escenografía, los decorados y el vestuario de los números musicales, o el director de fotografía George Folsey al que el departamento de producción sustituyó por Harry Jackson al considerar que era demasiado lento....

Cyd Charisse y Vincente Minnelli
en el rodaje de
The Band Wagon


Seis semanas de ensayos y un rodaje que se demoraba más allá de las previsiones acabaron por poner de los nervios a los productores. En su autobiografía, Minnelli reconoce que el despido de Folsey era un reproche a su propio trabajo como director, porque siempre se tomó su tiempo para permitir que cuajara su visión.

No vamos a descubrir a Minnelli. Cuando le encargan The Band Wagon, acaba de rodar Cautivos del mal (1952), quizá la mejor película que se haya hecho nunca sobre el mundo del cine, de la que ya hablé aquí -y más que debería haber hablado-, y además dirige, sólo por citar las que prefiero, El pirata (1947), El padre de la novia (1950), Brigadoon (1954) -otra vez Cyd Charisse-, Como un torrente (1959) y Dos semanas en otra ciudad (1962). Pero sí conviene precisar algunas claves de su cine. La puesta en escena de Minnelli destila en cada película una pasión secreta, tan embridada que pareciera a punto de desbocarse, y cada escena trasmite la impresión de que todo cuanto contiene acabará por reventar las costuras, como si el tejido apenas pudiera sujetar tanta energía concentrada. Y ese efecto de compresión es un producto de la radicalidad de la paleta y, al mismo tiempo, de la economía en su mostración, que dan como resultado una deslumbrante eficacia plástica. Minnelli lo explicaba así: Cien detalles escondidos es lo que convierte una película en algo inolvidable.


Basta recordar -y no requiere el menor esfuerzo- el vestido negro con guantes verdes o el amarillo con complementos rojos o el rojo imposible y guantes negros o la falda blanca plisada y con vuelo -obras de Mary Ann Nyberg- que luce Cyd Charisse, las composiciones cromáticas con negros, verdes, rojos y amarillos que despliega en The Band Wagon.


O como en el número de Shine On Your Shoes que baila Fred Astaire con Leroy Daniels, un verdadero limpiabotas, o en el maravilloso Dancing in the Dark, Minnelli apenas necesita seis planos de dolly en cada uno, con cortes casi invibles, para orquestar y permitir que fluya toda la emoción que destilan las escenas.


Cuando veo bailar a Cyd Charisse y Fred Astaire en una noche artificial y en un Central Park de cartón piedra no puedo imaginar nada más verdadero y me embarga algo muy parecido a la felicidad. Bajan del carruaje, caminan emsimismados, pasan entre las parejas que bailan abrazadas, deambulan hasta un claro en el parque...


Y entonces encuentran un lenguaje común, un alfabeto no verbal, ya no son un hombre y una mujer sujetos a la gravedad -ésa que nos ancla en tierra- sino una pareja que fluye en una corriente que los atraviesa, que va y viene más allá y más acá de ellos, pero que en ellos dibuja los movimientos de dos almas en trance con la más exquisita delicadeza, pura levedad y gracia. Y cuando llegan a las escaleras quién no se imagina -porque ya es lo único que les queda- que van a abandonarnos aquí abajo con una caligrafía de pájaros en la noche. Pero no, sabiéndose leves, por qué no difrutar de la gravedad en la planta de unos pies que podrían volar. Eché mano del título de una obra de Simone Weil para esta entrada, porque no imagino nada más justo para evocar una danza de Cyd Charisse y Fred Astaire que la conjugación de la gravedad y la gracia. Eso y un silencio conmovido por tanta belleza, y porque parece un milagro que alguien consiguiera fijarla en unos metros de celuloide.

4 comentarios:

  1. Yo no soy (tampoco, será la genética) un gran amante del musical, pero con películas como ésta tengo que hacer una excepción. La primera vez que la vi, me ganó por el sentido del humor. Lo mismo que "Cantando bajo la lluvia". Y por ahí le fui encontrando también la belleza del movimiento, la gracia, la elegancia, la inventiva visual. Y estoy totalmente de acuerdo en la escena de Central Park. Poesía.

    Por cierto, acerca del título y hablando de (mala) memoria, hace tiempo leí en alguna parte, o escuché, o alguien me contó, (lo dicho, hablo de memoria), que lo cambiaron (el original significa algo así como "El vagón de la banda") con la idea de evocar otra película, "La melodía de Broadway", que había sido un gran éxito en los comienzos del sonoro; y le arrimaron el año 1955 para que quedase claro que era de rabiosa actualidad. Lo gracioso del asunto es que la película es de 1953, o sea, dos años antes (aunque me imagino que aquí se estrenó en 1955) y que no tiene nada que ver con la otra.

    Y a raíz de este asunto, se me viene una cuestión a la cabeza: ¿quién era el encargado de titular las película en España? Y más importante aún: ¿era siempre el mismo? Porque si títulos tan memorables como "Centauros del desierto", "Sólo ante el peligro", "Cautivos del mal" o "El cuarto mandamiento", todos ellos sacados de la manga, salieron de la manga del mismo tipo, un empleaducho del ministerio del ramo, o un hombre gris de la distribuidora, ese tipo merece una película. Y con un título a su altura.

    Un abrazo.

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  2. A mi tampoco me gustaban los musicales. Me ponían de pésimo humor que dos personas hablando tranquilamente en un café dieran de pronto un salto y terminaran haciendo piruetas sobre las mesas. No me gustaban y siguen sin gustarme pero me ha encantado esta entrada, Daniel, como todas, y la deliciosa expresión "una caligrafía de pájaros en la noche" me perseguirá desde hoy, cada vez que vea uno. Un abrazo.

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  3. Recuerdo que en el cine de verano, hace ya algún tiempo, cuando la segunda película que "echaban" era un musical, cada vez que empezaban a cantar, se levantaban de sus asientos algunos espectadores y salían del cine -una vez cenados- animando al resto a salir también. No tardaban en imitarles, en el siguiente número aparecían otro grupo de desertores y así hasta quedarnos media docena de privilegiados que sí disfrutábamos con "Siete novias para siete hermanos".

    Es un placer leerte, y tomar apuntes.

    Un abrazo.

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  4. Tengo aún pendiente derribar el muro, pero gracias a tu entrada hoy le hemos dado un par de buenos mazazos.

    Saludos.

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